Una ciudad flotante (7 page)

Read Una ciudad flotante Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: Una ciudad flotante
9.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las razones de Corsican eran justas. Fabián no podía ser juez en causa propia. ¡Era ver muy de lejos! Pero el «puede ser» de las cosas humanas, debía tenerse en cuenta. Me agi-taba un presentimiento. ¿Sería posible que, en la existencia a bordo, la personalidad marcadísima de Drake pasara inadvertida a Fabián? Un incidente, una casualidad, un nombre pronunciado, podía ponerlos fatalmente cara a cara. ¡Ah, cuánto hubiera yo dado por acelerar la marcha del buque que a ambos los llevaba! Prometí al capitán velar por nuestro amigo y no perder de vista a Drake; el capitán se comprometió a lo mismo, y estrechándonos la mano, nos separamos.

Al anochecer, el viento del Sudoeste condensó algunas brumas sobre el Océano. La oscuridad era grande. Los salones, brillantemente iluminados, contrastan con aquellas profundas tinieblas. Resonaban sucesivamente, valses y romanzas. Aplausos frenéticos los acogían siempre, no escaseando los vivas cuando el chusco T… sentándose al piano, «silbó» una cuantas canciones con el aplomo de un payaso.

CAPÍTULO XIII

El día siguiente, 31, era domingo. ¿Cómo se pasaría el día a bordo? ¿Sería el domingo inglés o americano, que cierra los «taps» y los «bars» durante los oficios; que detiene la cuchilla del carnicero sobre la cabeza de su víctima y la pala del panadero a la boca del horno; que suspende los negocios, que apaga los fogones de las máquinas de vapor y condensa el humo de las fábricas, que cierra las tiendas, abre las iglesias y hace cesar el movimiento de los trenes, al contrario de lo que sucede en Francia? Sí, así debía ser, o poco menos.

En primer lugar, para santificar la fiesta dominical, el capitán no mandó desplegar las velas, aunque era magnífico el tiempo y favorable el viento. Hubiéramos podido ganar algunos nudos, pero hubiera sido «improper». Me juzgaba muy afortunado porque se permitiera a las ruedas y a la hélice dar sus vueltas ordinarias. Cuando pregunté, a un puritano de a bordo, la razón de aquella tolerancia, respondió con gravedad: «Caballero, debemos respetar lo que viene de Dios directamente. El viento está en su mano. El vapor está en la de los hombres».

Me di por satisfecho y resolví observar lo que pasaba a bordo.

La tripulación estaba de gala y muy limpia. No me hubiera extrañado que los fogoneros trabajaran con levita negra. Los oficiales e ingenieros llevaban su mejor uniforme con botones de oro. Los zapatos relucían con brillo británico y rivalizaban con la intensa irritación de los sombreros encerados. Todos aquellos hombres parecían coronados y calzados de estrellas. El capitán y el segundo daban ejemplo: con guantes nuevos, abrochados militarmente, relucientes y perfumados, paseaban por las pasaderas, esperando la hora del oficio.

El mar estaba hermoso y resplandecía bajo los primeros rayos del sol. Ni una vela se divisaba. El
Great-Eastern
ocupaba solo el centro geométrico de aquel vasto horizonte. Las diez sonaron, con intervalos regulares, en la campana. El campanero timonel, en traje de gala, sacaba del bronce un sonido místico, muy diferente de las notas metálicas con que acompañaba el silbido de las calderas en medio de las brumas. Se buscaba instintivamente el campanario del pueblo, que nos llamaba a misa.

Numerosos grupos aparecieron a la entrada de los salones de popa y proa. Hombres, mujeres y niños estaban vestidos como correspondía al caso. Pronto se llenaron las calles. Los paseantes cambiaban saludos circunspectos. Cada cual empuñaba su libro de oraciones, esperando que la campana, cesando de tocar, indicara que habían empezado los oficios. La bandeja en que solían servirse los bocadillos, pasó por delante de mí, colmada de Biblias, que fueron repartidas sobre las mesas del templo.

Este era el comedor principal, formado por el salón de popa, y que, por su longitud y regularidad, recordaba exteriormente el ministerio de Hacienda, de la calle de Rívoli. Entré. Los fieles «sentados» eran muchos. Reinaba profundo silencio. Los oficiales ocupaban el testero del templo. Entre ellos, el capitán Anderson, estaba sentado como en un trono.

El doctor Dean Pitferge, estaba a mi lado, paseando sus ojuelos por todo el auditorio. Me permito creer que estaba allí más como curioso que como fiel.

A las diez y media levantóse el capitán y empezó el oficio. Leyó en inglés un capítulo del antiguo Testamento, el décimo del Éxodo. Después de cada versículo, los asistentes murmuraban el que seguía. El soprano agudo de los niños y el mezzo-soprano de las mujeres se destacaban del barítono de los hombres. Aquel diálogo bíblico duró media hora. La ceremonia, sencilla y digna, se ejecutaba con puritana gravedad, y el capitán Anderson,
amo después de Dios,
hacía las veces de ministro a bordo, en medio del vasto Océano, hablando a aquella multitud suspensa sobre el abismo, con derecho al respeto hasta de los más indiferentes. Si el oficio se hubiera limitado a una lectura, todo hubiera ido bien; pero al capitán sucedió un orador que llevó la pasión y la insolencia al templo de la tolerancia y del recogimiento.

El orador era el reverendo que ya conocemos, el hombrecillo vivaracho, el intrigante yanqui, uno de esos ministros tan influyentes en los Estados de Nueva Inglaterra. Teniendo ya el sermón arreglado, no quiso dejar de aprovechar la la ocasión, aunque fuera asiéndola de un cabello. No hubiera hecho lo mismo el amable Jorick. Miré a Pitferge, que no pestañeaba, dispuesto a resistir el fuego del predicador.

Este abotonó gravemente su levita negra, sacó el pañuelo, tosió, y envolviendo a los presentes en una mirada circular:

—Al principio —dijo—, Dios creó América en seis días y el séptimo descansó.

Oído esto, tomé las de Villadiego.

CAPÍTULO XIV

Durante el
lunch,
el doctor Pitferge me dijo que el reverendo había desarrollado admirablemente su tema. Los monitores, los espolones de guerra, los fuertes acorazados, los torpedos, todos estos artificios habían figurado en su discurso. Él mismo se había engrandecido con toda la grandeza de América. Si a América la halaga verse ensalzada de este modo, no os lo puedo decir.

Al entrar en el gran salón, leí:

Lat. 50° 8' N.

Long. 30° 44' O.

Car. 255 millas.

El mismo resultado. No habíamos recorrido aun más que 1100 millas, contando las 310 que hay de Fastenet a Liverpool. La tercera parte del viaje, aproximadamente. Durante el resto del día, marineros oficiales, pasajeros, continuaron «descansando», como Dios después de crear América». No resonaba ningún piano en los salones. Los juegos de damas no salieron de sus cajas ni las barajas de sus estuches. Aquel día tuve ocasión de presentar el doctor Pitferge al capitán Corsican. Mi original logró entretener a Corsican, refiriéndole la historia secreta del
Great-Eastern,
con el objeto de convencerle de que era un buque maldito, embrujado, que necesariamente había de tener mal fin. La leyenda del
maquinista
soldado, hizo mucha gracia a Corsican, aficionado como un buen escocés, a lo maravilloso; pero no pudo, sin embargo, contener una sonrisa de incredulidad.

—Me parece —dijo el doctor—, que el capitán no da entero crédito a mis leyendas.

—¡Mucho!… ¡Es mucho decir! —repuso Corsican.

—¿No creeréis más, capitán, si os demuestro que en este buque, por la noche, aparecen fantasmas?

—¿Fantasmas? ¡Cómo! ¿También hay aparecidos? ¿Lo creéis?

—Creo —respondió el doctor—, todo lo que me refieren personas dignas de crédito. Sé, por los oficiales de cuarto y por los marineros, unánimes sobre este punto, que en las noches oscuras, una sombra, una forma indecisa, pasea por el buque. ¿Cómo viene? No se sabe. ¿Cómo desaparece? Tampoco se sabe.

—¡Por San Dustaní! ¡La acecharemos juntos! —exclamó Corsican.

—¿Esta noche? —preguntó el doctor.

—Sí. Y vos —añadió Corsican, volviéndose hacia mí—, ¿nos acompañaréis?

—No —dije—. No quiero turbar el incógnito del fantasma. Prefiero creer que el doctor se chancea.

—No me chanceo —repuso el terco Pitferge.

—¡Vamos, doctor! —le dije—. ¿Creéis formalmente en los muertos que recorren las cubiertas de los buques?

—Creo en los muertos que resucitan —contestó el doctor—. Esto es tanto más extraño cuanto que soy médico.

—Médico —dijo Corsican, como si le asustase la palabra.

—No os alarméis, capitán —respondió el doctor sonriendo amistosamente—. En viaje, no ejerzo.

CAPÍTULO XV

Al día siguiente, primero de abril, el mar presentaba un aspecto primaveral. Reverdecía, a los primeros rayos del sol, como una pradera. Aquella madrugada de abril en el Océano era soberbia. Las olas se desenvolvían voluptuosas, y algunas marsoplas saltaban como
clowns,
en la láctea estela del buque.

Encontré a Corsican, que me hizo saber que el aparecido anunciado por el doctor no había juzgado oportuno dejarse ver. Sin duda, la noche le habría parecido demasiado clara. Ocurrióseme la idea que aquello podía muy bien haber sido una chanza de Pitferge, autorizada por el primer día de abril, pues semejante costumbre está muy admitida en Inglaterra y en América, así como en Francia. No faltaron bromistas y burlados; unos se enfadaban, otros se reían. Hasta se cambiaron algunas puñadas, pero éstas entre sajones, no se transforman nunca en estocadas. Sabido es, en efecto, que el desafío tiene, en Inglaterra, penas muy severas. Ni los militares pueden batirse, cualquiera que sea la razón que aleguen. El matador es condenado a las penas más aflictivas e infamantes. El doctor me citó el nombre de un oficial que se hallaba en presidio, hace mucho tiempo, por haber herido de muerte a su enemigo, en un desafío leal. Esto hace comprender por qué ha desaparecido el desafío de las costumbres británicas.

Con un hermoso sol, la observación del mediodía fue muy buena. Dio 48° 47' de latitud, 36° 48' de longitud y sólo 250 millas como carrera. El transatlántico de peor fama tenía derecho a ofrecernos remolque. El capitán Anderson estaba muy disgustado; el ingeniero atribuía la poca presión a la poca ventilación de los nuevos fogones, pero yo creo que la falta consistía en haber disminuido imprudentemente el diámetro de las ruedas.

Pero, a las dos, mejoró la marcha. La actitud de los dos prometidos me reveló la novedad. Apoyados en la borda de estribor, palmoteaban y gritaban, muy contentos. Miraban, sonriendo, los tubos de escape que se elevaban a lo largo de las chimeneas del
Great-Eastern, cuyos
orificios se coronaban de un ligero vapor blanquecino. La presión había subido en las calderas de la hélice, y el poderoso agente forzaba sus válvulas, a pesar de su carga de 21 libras. No era aquello aun más que una débil respiración, un tenue aliento, pero los jóvenes lo bebían con sus ojos. No, ¡no fue más feliz Dionisio Papin cuando vio medio levantada la tapadera de su célebre marmita!

—¡Humean! ¡Humean! —exclamó la joven
miss,
en tanto que un ligero vapor se escapaba también de sus labios entreabiertos.

—Vamos a ver la máquina —respondió él, estrechando bajo su brazo el de su futura.

Pitferge y yo seguimos a la enamorada pareja.

—¡Qué hermosa es la juventud! —repetía el doctor.

—¡Sí —decía yo—, la juventud entre dos!

Pronto estuvimos también nosotros asomados a la escotilla de la máquina de la hélice. En el fondo de aquel vasto pozo, a 60 pies de profundidad, distinguimos los cuatro grandes émbolos horizontales que se embestían, humedeciéndose a cada movimiento con una gota de aceite lubrificador.

El joven tenía su reloj en la mano, y ella apoyada en su hombro, seguía la manecilla de los segundos. Él, en tanto, contaba las vueltas de la hélice.

—¡Un minuto! —dijo ella.

—¡Treinta y siete vueltas! —respondió él.

—¡Treinta y siete y media! —dijo el doctor, que fiscalizaba la operación.

—¡Y media! —gritó la joven—. Ya lo oís, Edward. Gracias, caballero —añadió, dirigiendo al doctor la más amable de las sonrisas.

CAPÍTULO XVI

En la puerta del gran salón, se veía el siguiente programa:

ESTA NOCHE

PRIMERA PARTE

Ocean Time.

Song:
Beautiful isle of the sea.

Reading.

Piano solo:
Chant du berger.

Scotch song.

Mr. MacAlpine.

Mr. Ewig.

Mr. Afflect.

Mrs. Alloway.

Dr. T…

Descanso de diez minutos

SEGUNDA PARTE

Piano solo.

Burlesco:
Lady of Lyon.

Entertainment.

Song:
Happy moment.

Song:
Your remember.

Mr. Paul V…

Dr. T…

Sir James Anderson.

Mr. Norville.

Mr. Ewig.

FINAL

God save the Queen

Como se ve, era un concierto completo lo que se anunciaba, con dos partes, entreactos y final. Pero algo debía faltar en el programa, pues oí decir, detrás de mí:

«¡Vaya! ¡Nada de Mendelsohn!».

Me volví; era un simple camarero quien así protestaba de la omisión de su música favorita.

Volví a subir a cubierta, en busca de Macelwin. Corsican me acababa de decir que Fabián había salido de su camarote, y quería, sin importunarle, sacarle de su aislamiento. Le encontré en la parte de proa. Hablamos durante largo rato, pero no hizo alusión alguna a su pasado.

En ciertos momentos permanecía absorto, pensativo, sin ver ni oír, apretando su corazón, como para contener un espasmo doloroso. Entretanto que hablábamos, Harry Drake pasó varias veces por delante de nosotros. Siempre era el mismo alborotador y molesto con sus movimientos, como lo sería un molino de aspas en un Salón de baile. ¿Me engañaba? Puede ser, porque me hallaba prevenido, pero me pareció que Harry Drake observaba a Fabian con cierta insistencia. Fabián debió notarlo, porque me dijo:

—¿Quién es ése?

—No sé —le respondí.

—¡Es antipático! —añadió Fabián.

Dejad en alta mar dos buques, sin corriente ni vientos, y concluirán por atracar uno a otro. Poned en el espacio dos planetas inmóviles, y acabarán por chocar. Colocad dos enemigos en medio de un gentío y se encontrarán, más o menos pronto: todo es cuestión de tiempo. Esto es fatal.

Llegada la noche, el concierto se efectuó con arreglo al programa. El salón, lleno de gente, estaba profusamente alumbrado. Por las escotillas entreabiertas se veían las anchas caras tostadas por el sol y las curtidas manos de los marineros. Parecían mascarones esculpidos en las volutas del techo.

Other books

Magnolia by Diana Palmer
Crown of Serpents by Michael Karpovage
City of God by Paulo Lins, Cara Shores
El señor de la destrucción by Mike Lee Dan Abnett
Independence Day by Amy Frazier
Teaching the Cowboy by Trent, Holley