Una ciudad flotante (8 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: Una ciudad flotante
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En los umbrales de las puertas hormigueaban los camareros. Los espectadores de ambos sexos estaban sentados en los escaños de los lados y en butacas y sillas colocadas alrededor del piano, fuertemente atornillado entre las dos puertas del salón de señoras y al cual todos daban frente. A veces un estremecimiento agitaba la concurrencia: todas las cabezas, a modo de oleada, tomaban una misma dirección; unos a otros se apretaban, sin hablar ni bromear. No había peligro de caer, gracias a lo prensados que estaban. Empezó la función con el
Ocean-Time.
Era el
Ocean-Time
un diario político, comercial y literario, que algunos pasajeros habían fundado para las necesidades de a bordo. Ingleses y americanos son muy dados a tales pasatiempos. Redactan su hoja durante el día. Si los redactores no son gran cosa, tampoco lo son los lectores. Poco les basta.

El número del 1.º de abril contenía un artículo bastante pesado sobre política general, gacetillas que no hubieran hecho reír a ningún francés, noticias de Bolsa bastante sosas, telegramas muy tontos y algunas descoloridas noticias de actualidad. Semejantes bromas sólo divierten, si acaso, a sus autores. El honorable Macalpine, americano dogmático, leyó con convicción aquellas elucubraciones, entre los aplausos de la concurrencia, y terminó con estas noticias:

«Se anuncia que el presidente Johnson ha abdicado en el general Grant.

»Se da como cosa cierta que el papa Pío IX ha designado para sucederle al príncipe imperial.

»Dícese que Hernán Cortés ha acusado de plagiario a Napoleón III por su conquista de Méjico».

Así que el
Ocean-Time
hubo recibido suficiente cosecha de aplausos, el honorable mister Living, un tenor bastante buen mozo, suspiró la
hermosa isla del mar,
con toda la aspereza de una garganta inglesa.

La lectura «reading» me pareció de interés muy dudoso. Un digno hijo de Tejas leyó, en voz alta, algunos párrafos de un libro que había empezado a leer en voz baja. Fue muy aplaudido.

El
Canto del pastor,
para piano solo, por mistress Alloway, inglesa que tocaba con la fuerza de un
rubio picapedrero,
como hubiera dicho Teófilo Gautier, y una pantomima escocesa del doctor T… dieron fin a la primera parte del programa.

Después de un entreacto de diez minutos, durante el cual nadie abandonó su puesto, el francés Paul V. nos propinó unos valses inéditos, que fueron aplaudidos estrepitosamente. El médico del buque, joven rubio y presuntuoso, leyó una escena bufa, parodia de la
Dama de Lyon,
drama muy conocido en Inglaterra.

Al
burlesco
sucedió el
entertainment.
¿Qué nos preparaba, bajo este nombre, mister Anderson? ¿Un sermón o una conferencia? Ni uno ni otro.
Sir
James Anderson se levantó sonriendo siempre, sacó de su bolsillo una baraja, y después de remangar los blancos puños de su camisa, hizo juegos de manos tan sencillos como graciosos. Bravos y aplausos.

Después del
Happy moment
de mister Norville y del
Your remember
de Mr. Ewing, el programa anunciaba el
God save the Queen.
Pero algunos americanos rogaron al francés Paul V. que cantara el himno nacional de Francia, y mi dócil compatriota entonó el principio del inevitable
Partant pour le Siry.
Enérgicas reclamaciones de un grupo de nordistas que deseaban oír
La Marsellesa.
El obediente pianista, sin hacerse rogar, con una condescendencia que revelaba tanta facilidad musical como profundidad de convicciones, atacó vigorosamente el canto de Rouget de L’Isle. Aquel fue el triunfo del concierto. Después la reunión, en pie, entonó lentamente el cántico nacional que «ruega a Dios que guarde a la Reina».

En resumen, el concierto valió lo que valen los conciertos caseros; los autores y sus amigos estaban de enhorabuena. Fabian no asistió a él.

CAPÍTULO XVII

El mar, en la noche del lunes al martes, estuvo bastante agitado. Los tabiques gimieron y bailaron los fardos. Cuando subí a cubierta, a las siete de la mañana, llovía. Refrescó el viento, y el oficial de cuarto mandó cargar las velas. El buque, sin apoyo, empezó a columpiarse de firme. La cubierta estaba despejada y hasta los salones se hallaban poco concurridos. Las dos terceras partes de los pasajeros faltaron al
lunch
y a la comida. No fue posible jugar al
whist,
porque las mesas se escapaban bajo las manos de los jugadores. Los dados eran imposibles. Algunos valientes leían o dormían, tendidos en los escaños. No era peor aguantar la lluvia sobre cubierta. Los marineros, vestidos de S. 0. y con sacos, impermeables, paseaban filosóficamente. El segundo, bien envuelto en su abrigo de
caoutchouc,
hacía su cuarto. Sus ojuelos brillaban de contento entre las ráfagas y el chubasco. ¡Le gustaba aquello! ¡Y eso que el buque bailaba como quería!

Las aguas del cielo y del mar se confundían en la bruma a pocos cables de distancia. La atmósfera era gris. Algunas aves pasaban chillando, por entre la húmeda niebla. A las diez, por la banda de estribor, se señaló una fragata que corría viento en popa, pero no se pudo reconocer su nacionalidad.

A eso de las once, el viento amainó, volviendo dos cuartos. La brisa se echó al N. O. y la lluvia cesó de pronto. Algu nos claros entre las nubes dejaron ver el azul del cielo. El sol apareció un momento y pudo hacerse una observación He aquí su resultado.

Lat. 46° 29' N.

Long. 42° 25' O.

Dist.: 256 millas.

Por lo visto, a pesar de la mayor presión de las calderas la velocidad del buque no había aumentado. Pero la culpa era del viento Oeste, que, atacando de proa al buque, retardaba su marcha.

A las dos volvió a esperarse la niebla, mientras la brisa refrescaba. La bruma era tan densa que los oficiales, colocados en sus puestos, no veían a los marineros que estaban a proa. Semejantes vapores acumulados, son el mayor peligro de la navegación, pues dan lugar a encuentros imposibles de evitar; un choque en el mar es peor que un incendio.

Así, en medio de las brumas, oficiales y marineros vigilaban con un cuidado que no les fue superfluo, pues a eso de las tres apareció una fragata a doscientos metros del
Great-Eastern,
sus velas, destrozadas por el viento, no gobernaban El
Great-Eastern,
gracias a la prontitud con que la gente de cuarto dio la señal al timonel, pudo evitar pasarla por ojo Las señales, muy bien entendidas, se hacían por medio de una campana colocada en la toldilla de proa. Un golpe significaba buque a proa; dos, buque a estribor, tres, buque a babor. El hombre que se hallaba a la barra gobernaba convenientemente, evitando el abordaje.

Siguió el viento refrescando hasta la noche. Pero los balanceos disminuyeron, porque la mar, cubierta ya por los bancos de Terranova, no podía moverse. Mister Anderson anunció, para aquella noche, un nuevo «entretenimiento». Los salones se llenaron de gente a la hora marcada. Pero aquella vez no se trataba de hacer juegos de manos. James Anderson contó la historia del cable transatlántico que él mismo había colocado. Enseñó pruebas fotográficas que representaban los aparatos para la inmersión, e hizo circular el modelo del empalme de los trozos del cable. En una palabra, mereció los tres aplausos que acogieron su conferencia, parte de los cuales correspondían de derecho al promovedor de la empresa, al honorable Cyrus Field, presente en la reunión.

CAPÍTULO XVIII

Al amanecer del 3 de abril, presentaba el horizonte el matiz particular que los ingleses llaman
blink.
Era una reverberación blanquecina, que anunciaba próximos hielos. Efectivamente, navegábamos en las aguas donde flotan las primeras moles de hielo que salen del golfo de Davis, destacándose de los inmensos bancos. Para evitar encuentros con ellos se organizó una vigilancia especial.

Soplaba una fuerte brisa del Oeste. Jirones de nubes, verdaderos andrajos de vapores barrían la superficie del mar. Por sus agujeros se veía el azul del cielo. Oíase el sordo hervor de las olas, despeinadas por el viento, y las gotas de agua, pulverizadas, se resolvían en espuma.

Ni Fabián, ni Corsican, ni Pitferge habían subido aún a cubierta. Me dirigí hacia la proa. Allí las paredes, al acercarse, forman un ángulo resguardado, un retiro en el cual un ermitaño hubiera podido vivir alejado del mundo. Me coloqué en aquel rincón, sentado en un rollo de cable y con los pies sobre una enorme poleo. El viento de proa rozaba la cresta de mi masa cubridora sin llegar a mi cabeza. El sitio era bueno para hacer castillos en el aire. Mis ojos abrazaban toda la extensión del buque. Podía seguir sus largas líneas, algo encorvadas, que se dirigían hacia la popa. En primer término, un gaviero, agarrado a los obenques de trinquete con una mano, trabajaba con la otra con admirable destreza. Más abajo el oficial de cuarto, de espalda al viento y envuelto en su capote de capucha, resistía los envites del viento. Del mar sólo distinguía una línea estrecha de horizonte, trazada por detrás de los tambores. Arrastrado por sus poderosas máquinas, el buque, cortando las ondas con su afilado estrave, se estremecía, como los costados de una caldera cuyo fuego se activa poderosamente. Algunos torbellinos de vapor, arrancados por la brisa que los condensaba con rapidez extraña, se retorcían al salir de los tubos de escape. Pero el colosal barco, cara al viento y sobre tres olas, apenas sentía las agitaciones de aquel mar, sobre el cual un transatlántico, menos indiferente a las ondulaciones, hubiera sido traído y llevado como una pelota.

A las doce y media, el cartel marcó 44° 53' de latitud Norte y 47° 6' de longitud Oeste. ¡Sólo 227 millas en veinticuatro horas! ¡Los dos novios debían maldecir aquellas ruedas que no rodaban, aquella hélice que languidecía, aquel insuficiente vapor que no obraba conforme a sus deseos!

A cosa de las tres, el cielo, limpio por el viento, resplandecía. Las líneas del horizonte se purificaron, ensanchándose en torno del punto central ocupado por el
Great-Eastern.
Cedió la brisa, pero el mar continuó elevando anchas olas de un verde extraño y con bordes de espuma. Tanto oleaje no correspondía a tan poco viento; el Atlántico gruñía aún.

A las tres y media se señaló un buque a babor. Era una fragata americana que mandaba su número; se llamaba el
Illinois
y llevaba rumbo a Inglaterra.

En el mismo instante, el teniente H… me hizo saber que pasábamos sobre la cola del banco de New-Found-Land, nombre que dan los ingleses al de Terranova. Estábamos en las ricas aguas donde se pescan esos bacalaos, de los cuales tres bastarían para alimentar a Inglaterra y América, si se desarrollaran todos sus huevos.

Pasó el día sin novedad. Los paseantes habituales visitaron la cubierta. Arquibaldo y yo no perdíamos de vista a Fabián y a Harry Drake; hasta entonces la casualidad nos favorecía. La noche reunió en el salón a sus dóciles tertulianos. Siempre los mismos ejercicios, lecturas y cantos; siempre los mismos aplausos, prodigados por las mismas manos o los mismos artistas, que acabaron por parecerme más aceptables. Hubo un incidente extraordinario, pues estalló una acalorada discusión entre un nordista y un tejano. Este pedía un «emperador» para los Estados del Sur. Afortunadament aquella disputa política, que amenazaba concluir a cachetes fue interrumpida por un telegrama imaginario dirigido al
Ocean-Time
y concebido en estos términos: «El capitán Senmaes, ministro de la Guerra, ha hecho pagar por el Sur la averías del
Alabama
».

CAPÍTULO XIX

Al dejar el salón, vivamente alumbrado, subí a cubierta con Corsican. La noche era oscura. No se veía una estrella. Las ventanas de los camarotes brillaban como bocas de hornos encendidos. Apenas se veía a la gente de cuarto, que paseaba lentamente por las toldillas. Pero se respiraba el aire libre, cuyas frescas moléculas absorbía el capitán Arquibaldo con todos sus pulmones.

—Me ahogaba en el salón —me dijo—. ¡Aquí, al menos, nadamos en plena atmósfera! ¡Esta absorción me da la vida! Para no vivir medio asfixiado necesito cien metros cúbicos de aire puro cada veinticuatro horas.

—Respirad, capitán, respirad a vuestras anchas —le respondí—. Aquí hay aire para todos y la brisa no os regatea vuestro contingente. Confieso que los habitantes de París y Londres no conocen el oxígeno más que de nombre.

—Sí, prefieren el ácido carbónico. De gustos no hay nada escrito. ¡Por mi parte, me desagrada hasta en el champaña!

Mientras hablábamos, íbamos costeando la borda de estribor, abrigados del viento por la alta pared de los camarotes. Las negras chimeneas vomitaban torbellinos de humo negro, constelados de chispas. Al ronquido de las máquinas acompañaban los silbidos de los obenques metálicos que, azotados por la brisa, resonaban como cuerdas de arpa. A este rumor se unía, periódicamente, el grito de los centinelas: «¡Babor, alerta! ¡Estribor, alerta!».

No se había omitido precaución alguna para la seguridad del buque en medio de aquellas aguas frecuentadas por los hielos flotantes. El capitán, de cuarto en cuarto de hora, hacía sacar un cubo de agua; si su temperatura hubiera sido inferior a cierto límite, inmediatamente hubiera hecho variar el rumbo. Sabía el capitán, en efecto, que quince días antes el
Pereire
se había visto cercado por los témpanos, a la mis ma latitud, y era preciso evitar tamaño peligro. Su orden de noche prescribió siempre una vigilancia rigurosa. Dos oficiales permanecieron a su lado, uno dedicado a las señales de la hélice, otro a las de la máquina de las ruedas. Otro oficial con dos marineros velaba a la parte de proa, mientras que un contramaestre y un marinero se mantenían en el estrave Podíamos los viajeros dormir tranquilos.

Después de observar estas disposiciones, Corsican y yo regresamos a popa. Antes de retirarnos, quisimos permanecer aún algún tiempo sobre cubierta, como dos lugareños pacíficos en la plaza de su pueblo.

Al parecer estábamos solos. Pero nuestros ojos, así que se hubieron habituado a la oscuridad, distinguieron un hombre, completamente inmóvil, asomado al pasamanos. Corsican, después de examinarle atentamente, me dijo:

—¡Es Fabián!

Efectivamente, él era. Pero no nos vio, pues se hallaba completamente estático, en muda contemplación, con la mirada fija en un ángulo de las cámaras; sus ojos brillaban en la sombra. ¿Qué miraba? ¿Cómo podía atravesar aquella profunda oscuridad? Aunque según mi modo de ver, lo mejor era dejarle en paz, Corsican, acercándose a él, le dijo:

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