«¿Por qué siempre acabo achantándome?», pensó, y empezó a cojear hacia las ruinas de la iglesia de María, por encima de la hierba húmeda y recién cortada. «¿Por qué siempre tengo que ceder yo, y con todo el mundo?»
—¿Aquí? ¿Esta puerta de aquí?
La subinspectora Silje Sørensen observaba al aterrorizado hombre de unos treinta años e intentó moderar su propia irritación.
—¿Estás seguro de que es esta puerta?
Asintió frenéticamente.
Como era obvio, podía comprender el miedo de aquel hombre, de origen pakistaní, pero de nacionalidad noruega. Tenía todos los papeles en regla.
Los suyos propios.
El caso de la joven pakistaní con la que se había casado recientemente era peor. Fue expulsada de Noruega tras una estancia ilegal en el país cuando aún era una adolescente. Un par de años más tarde la arrestaron en el aeropuerto de Gardermoen, con papeles falsos y un bonito alijo de heroína en la maleta. Sostuvo que había sido obligada por unos hombres que la iban a matar y el asunto se saldó con la expulsión, para sorpresa de todos. Esa vez para siempre. Pero eso no impidió que su padre la casara con un primo segundo con pasaporte noruego. Había llegado a Noruega pocas semanas antes: había cruzado la frontera una mañana al amanecer, escondida tras cuatro palés de zumo de tomate en un camión que venía de España.
Ali Khurram debía de amarla de verdad, pensó Silje Sørensen mientras estudiaba la puerta que le había enseñado. Por otro lado, el miedo extremo que expresaba respecto del destino de su mujer podía igualmente deberse al pánico por lo que podría llegar a hacerle el padre de ella. Aunque vivía en Karachi, a casi 6.000 kilómetros de distancia de Oslo, al suegro de Al Khurram ya le había dado tiempo a enviarle dos abogados a la subinspectora Sørensen. Para su sorpresa, los dos habían sido bastante comprensivos. Entendían que un hombre que había sacado de una habitación a la presidenta de Estados Unidos, escondida en una cesta de ropa sucia, tenía que explicarse. Asintieron con seriedad cuando, bajo constantes recordatorios de la confidencialidad de la información, se les habló mínimamente de una parte del material de la investigación. A continuación, uno de los abogados, que también era de origen pakistaní, había mantenido una conversación en voz baja con Ali Khurram, en urdu. La charla fue efectiva. Khurram se había enjugado las lágrimas y se había mostrado dispuesto a señalar el lugar del sótano donde había aparcado el carro de limpieza.
Silje Sørensen miró una vez más los planos de los arquitectos. Las grandes hojas eran difíciles de manejar. El policía que la acompañaba intentaba sujetar una punta, pero el rígido papel se arqueaba contra ellos.
—No está aquí —dijo el policía intentando plegar la parte inútil del plano.
—Pero ¿estamos en el pasillo correcto?
Silje miró a su alrededor. La luz de los tubos de neón del techo era cortante y desagradable. El largo pasillo acababa, por el oeste, en una puerta trasera que conducía a la calle, dos pisos por encima de sus cabezas.
—El sótano tiene dos plantas —dijo un hombre de mediana edad que mordisqueaba nerviosamente un ralo bigote—. Éste es el de más abajo. Así que… sí, estamos en el pasillo correcto.
Era el director técnico del hotel y daba la impresión de estar a punto de orinarse encima. Movía las piernas sin parar y no podía dejarse el bigote tranquilo.
—Pero ésta no está marcada en el plano —dijo Silje mirando la puerta con profunda desconfianza, como si la hubieran puesto allí contra toda ley y toda regla.
—Pero ¿qué planos estás manejando? —preguntó el director técnico intentando encontrar la fecha.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el policía, haciendo un nuevo intento de organizar las enormes hojas de papel.
—Cuando le di mi número de teléfono dijo que era del Secret Service —se lamentaba Ali Khurram—. ¿Cómo iba yo a saber que…? ¡Me enseñó su identificación y todo! Una cosa de ésas como las de la tele, con foto y estrella y… Me lo había dicho ya antes, aquel día, que acudiera en cuanto me llamara. ¡De inmediato, dijo! ¡Era del Secret Service y todo! ¿Cómo iba yo a saber…?
—Tendrías que habernos avisado cuando entendiste lo que había pasado —dijo Silje, fría como el hielo, y le dio la espalda—. Tendrías que haber dado la alarma enseguida. ¿Te aclaras con esto?
Lo último se lo decía al director técnico.
—Pero es que mi mujer… —continuó Ali Khurram—. Tenía mucho miedo por lo de… ¿Qué le va a pasar a mi mujer? ¿Se va a tener que ir? ¿No podría…?
—Ahora no vamos a volver a hablar de eso —dijo Silje alzando la mano—. Ya llevas varias horas dándonos explicaciones. La situación no va a mejorar porque sigas dando la lata, ni para ti ni para tu mujer. Quédate allí. Y mantén la boca cerrada.
Señaló con severidad un punto a un par de metros de la puerta. Ali Khurram se fue para allá cabizbajo, tapándose la cara con las manos y murmurando en urdu. El policía de uniforme lo siguió.
—Tienes los planos equivocados —dijo al final el director técnico—. Estos son los originales. De cuando se construyó el hotel, quiero decir. Lo acabaron en el año 2001. Y entonces esa puerta no estaba ahí.
Añadió una sonrisa, probablemente con la intención de desarmarla, como si la puerta hubiera dejado de tener importancia una vez que se había aclarado el misterio de los planos inexactos.
—Planos equivocados —repitió Silje Sørensen sin entonación en la voz.
—Sí —dijo el director técnico con ánimo—. O…, bueno, esta puerta en realidad no debe de aparecer en ninguno de los planos. Cuando empezaron a construir la ópera, como estaban volando la piedra para los cimientos, nos obligaron a colocar una puerta que conectara con el aparcamiento por aquí. Por si acaso…
—¿Qué aparcamiento? —preguntó Silje Sørensen abatida.
—Éste —dijo el director técnico señalando la pared.
—¿Éste? ¿Éste?
Silje Sørensen era un caso sumamente poco común, era una policía forrada. Siempre hacía todo lo que estaba en su mano para ocultar su mayor debilidad: la arrogancia que suele acompañar a una infancia protegida y la riqueza heredada. En ese momento le estaba resultando difícil.
El director técnico era un idiota.
La chaqueta que llevaba era de mal gusto. De color burdeos y mal cortada. Los pantalones brillaban en las rodillas. El bigote era ridículo. Su nariz, estrecha y aguileña, recordaba al pico de un pájaro. Y, además, se arrastraba ante ella. A pesar de la seriedad de la situación no paraba de sonreír. Silje Sørensen sentía una repulsión casi física por el tipo, y cuando éste le puso la mano sobre el antebrazo en un gesto de amabilidad, se lo quitó de encima de un empujón.
—Éste —repitió, intentando controlar su temperamento—. Estás siendo algo impreciso, tal vez. ¿Qué quieres decir?
—El aparcamiento de la Estación Central —explicó—. Un aparcamiento público. No hay acceso desde el hotel. Hay que dar la vuelta. Si los huéspedes…
—Acabas de decir que esta puerta conduce hasta allí —lo interrumpió ella tragando saliva.
—Que sí —él seguía sonriendo—. ¡Ésta sí! Pero no se utiliza. Nos obligaron a hacerla. Cuando iban a dinamitar…
—Eso ya lo has dicho —lo volvió a interrumpir Silje, que pasó la mano sobre los tapajuntas burdamente ajustados de la puerta—. ¿Por qué no hay pomo?
—Como te he dicho, se supone que esta puerta no se usa, pero nos obligaron a hacer una apertura que diera al aparcamiento. Por razones de seguridad, hemos quitado el pomo. Y por lo que yo sé, nunca la han incluido en los planos.
Se rascó la nuca y se agachó. A Silje no le cabía en la cabeza que una puerta pudiera cumplir las funciones de salida de emergencia si no se podía abrir, pero no tenía fuerzas para seguir discutiendo. Optó por extender la mano hacia el pomo suelto que el director técnico había sacado de una gran bolsa con el logo del hotel en un costado.
—La llave —le ordenó, e introdujo el pomo en su sitio.
El director técnico obedeció. A los pocos segundos la puerta estaba abierta. Procuró no dejar huellas dactilares. Los investigadores de la Escena del Crimen estaban en camino para ver si aún quedaban huellas técnicas. Abrió la puerta. Los golpeó el denso olor de coches aparcados y de los tubos de escape. Silje Sørensen se quedó quieta, no entró en el aparcamiento.
—La salida es por ahí, ¿no?
Señaló hacia la derecha, hacia el este.
—Sí, y tengo que añadir que… —sonrió aún más y daba la impresión de que al hablar aliviaba un poco su nerviosismo— el propio Secret Service ha inspeccionado la zona. Todo está perfectamente en orden. Incluso se les dio un pomo y una llave para ellos. Tanto para la puerta como para el ascensor. Vamos, que hicieron un trabajo impresionante. Inspeccionaron el hotel desde el sótano hasta el tejado, varios días antes de que llegara la presidenta.
—¿A quién has dicho que se le dio la llave y el pomo?
—Al Secret Service.
—¿A quién del Secret Service?
—Bueno, a quién… —El director técnico echó una risotada—. Esto ha estado abarrotado de esa gente. Como es natural no me quedé con todos los nombres.
Por fin Silje Sørensen se dio la vuelta. Cerró la pesada puerta, sacó el pomo y se metió la llave y el pomo en el bolso. De un bolsillo lateral sacó una hoja que le mostró al director técnico.
—¿Pudo ser éste?
El hombre entornó un poco los ojos y arrimó la cabeza al papel sin mover el cuerpo. Parecía un cuervo.
—¡Ése es! Los nombres se me pueden olvidar, pero las caras nunca. Gajes del oficio, quizá. En la profesión de hostelero…
—¿Estás completamente seguro?
—¡Desde luego! —El director técnico se echó a reír—. Lo recuerdo perfectamente. Un tipo muy simpático. Bajó aquí dos veces, de hecho.
—¿Solo?
El hombre se lo pensó.
—Sí… —dudó—. Eran tantos. Pero estoy casi seguro de que de esta parte del sótano se encargó él solo. Aparte de que le acompañaba yo, claro. Yo mismo…
—Está bien —dijo Silje, y volvió a meter la fotografía de Jeffrey Hunter en el bolso—. ¿Alguien ha estado aquí abajo después?
—¿Qué quieres decir con después? ¿Después de la desaparición?
—Sí.
—No —dijo el director técnico vacilando—. Durante las horas después de que se descubriera que la presidenta había desaparecido, estuvieron registrando todo el edificio. Como es obvio no puedo estar completamente seguro, puesto que estaba en mi despacho con un policía, controlándolo todo con los planos… —La mano rozó los papeles que asomaban del bolso de Silje—. Dando órdenes por aquí y por allá. Además el sótano estaba bloqueado.
—¿Bloqueado? ¿El sótano?
—Sí, claro —sonrió elocuentemente—. Por razones de seguridad… —La frase sonó como un mantra, algo que decía cien veces al día y que, por tanto, había perdido su significado—. La planta del sótano se cerró por razones de seguridad bastante tiempo antes de que llegara la presidenta. Por lo que entendí, el Secret Service quería… minimizar los riesgos. También cerraron parte del ala oeste. Además de una parte de las plantas octava y novena. Eso es lo que se llama
minimal risk…, minimizing risk…
—Buscaba en vano las palabras inglesas que acababa de aprender—. Minimizar los riesgos —dijo al final en noruego y contento—. Eso es lo normal. En esas esferas. Muy razonable.
—Así que puede que la Policía no haya estado aquí abajo —dijo Silje despacio—. En las horas posteriores al secuestro, quiero decir.
—No…
De nuevo parecía no estar seguro de cuál era la contestación que quería, la miró fijamente sin encontrar respuesta.
—Bueno, toda la planta estaba cerrada. Para bajar aquí en ascensor hay que usar la llave. Los huéspedes no pueden merodear por aquí abajo, como entenderá. El equipo técnico y… Bueno, ya me entiende. El Secret Service tenía llave, claro, pero nadie más. Bueno, nadie más que yo y aquellos empleados que…
—¿La inspección se hizo conforme a estos planos? —preguntó Silje Sørensen agarrando el papel que asomaba de su bolso.
—No. Ésos son los planos originales. Nosotros usamos los más recientes, en los que está incluida la reforma de la suite presidencial. Pero el plano del sótano sigue como ha estado siempre, así que la planta que tienes ahí… —Señaló hacia su bolso—. Es igual. El sótano. En las dos versiones.
—¿Y ninguna de las dos incluye esta puerta? —preguntó Silje una vez más, como si la cosa fuera demasiado mala para ser cierta.
—Nosotros colaboramos completamente con la Policía —aseguró el director técnico—. Una colaboración buena y estrecha, tanto antes como después del secuestro.
«Por Dios —pensó Silje, que tragó saliva—. Éramos demasiados. Demasiada gente implicada. Se formó un caos. El sótano estaba bloqueado y cerrado. Según los planos no hay ninguna salida. Estaban buscando una vía de escape y era todo un caos. No encontramos esta puerta porque no la estábamos buscando.»
—¿Me puedo ir ya a casa? —suplicó Ali Khurram, que seguía a unos metros de distancia, pegado a la pared—. Ya me puedo ir, ¿no?
—La gente como tú no deja de sorprenderme —dijo Silje Sørensen con rabia, sin quitarle la mirada de encima al hombre compungido—. No entendéis nada, ¿verdad? ¿Crees de verdad que puedes cometer los delitos que te dé la gana y luego volver a casa con la señora como si nada? ¿Lo crees de verdad?
Dio un paso hacia él. Ali Khurram no dijo nada. En su lugar miró al policía. El espigado hombre se llamaba Khalid Mushtak; dos años antes se había licenciado en la academia de Policía como número uno de su promoción. Sus ojos se estrecharon y la nuez delató que tragaba saliva. Pero no dijo nada.
—Con gente como tú —se apresuró a decir Silje, haciendo unas grandes comillas en el aire—. No me refería a gente como tú. Me refería… Me refería a la gente que no se ha aprendido nuestro sistema, que no entiende cómo…
Se interrumpió a sí misma. El único sonido que se oía era el homogéneo zumbido de unos enormes tubos de ventilación que había en el techo. El director técnico por fin había dejado de sonreír. Ali Khurram había dejado de gimotear. Khalid Mushtak miraba fijamente a la subinspectora sin decir una sola palabra.
—Lo siento —dijo al fin Silje Sørensen—. Lo siento. Acabo de decir una gran tontería.
Le tendió la mano al policía.
Él no la cogió.
—No es a mí a quien le tienes que pedir perdón —dijo sin entonación en la voz, y le puso las esposas al arrestado—. Es a este tipo de aquí. Pero vas a tener muchas ocasiones para hacerlo. Apuesto a que va a estar un tiempo detenido.