Y llegó el día en que se dedicó a limpiar la casa a fondo, y cuando llegué a casa aquella noche, destrozado después de todo un día de trabajo, se puso a darme la lata. Casi ni me dejó terminar de cenar. Insistía en que fuera a su habitación para que hablásemos. Conque comí en un minuto y me dirigí al dormitorio… Pero, ¡Dios mío! ¿En qué se ha transformado el mundo cuando un tipo no puede ir al cuarto de baño? Pero que hasta ese humilde privilegio no iba conmigo.
Casi no había ni cerrado la puerta y ya me llamaba otra vez. Y comprendí que algo no iba bien, y lo único que necesitaba era tiempo para imaginar una buena historia. Era por su propio bien, ¿te haces cargo? Pues si ella decidía que le estaba mintiendo sobre el dinero, la dejaría en muy mala situación. Quería que fuera a la policía, e incluso quería ir ella misma, y eso no lo podía permitir. Aunque el dinero fuera mío, no me creerían más de lo que me creía ella, conque…, bueno, puedes comprender cómo estaba la situación.
Soy una persona de buen carácter y nunca hago daño a nadie si lo puedo evitar. Pero si ella trataba de presionarme ahora que ya no podía más, lo iba a pasar mal.
Conque me instalé en el cuarto de baño preguntándome qué habría descubierto y cómo demonios me las arreglaría para salir del paso. Pero Joyce no permitió que las cosas fueran así. Tuvo que entrar en el cuarto de baño y preguntar de dónde había sacado el dinero. Se lo dije. Le dije, cariño, ya te lo he contado. Y ella dijo, estás mintiendo, Dolly. Debería de haberme dado cuenta desde el principio, pero quería saber y… y…
—¿Dónde estuviste el lunes por la noche, Dolly?
—¿El lunes por la noche? —dije—. La noche que volviste a casa. Estuve trabajando, cariño. Tuve que vérmelas con unos cuantos tipos que se resistían, pero que terminaron por pagar y…
—No te pagaron, porque tú no estuviste cobrando.
—Espera un momento —dije—. Ya te he contado lo que hice. Viste el dinero que había cobrado.
—Vi que sacabas el dinero de esa bolsa y te lo metías en la cartera. Eso fue lo que hiciste. Lo comprobé por la mañana cuando guardabas el dinero que me sobró del viaje.
Me encogí de hombros. ¿Y qué si no le había contado toda la verdad? ¿Era motivo para que entrase en el cuarto de baño y me acusara de mentir, haciendo como si yo hubiera cometido un crimen o algo así?
Lo dejo a tu criterio, lector.
Lo único que quiero decir es que si alguien insiste en llevar más allá a un hombre que ya ha llegado demasiado lejos, debe atenerse a las consecuencias.
—¿Cómo conociste a Pete Hendrickson, Dolly?
—¿Pete? —dije yo—. ¿Pete Hendrickson? No he oído hablar de él en toda mi vida.
—Lo mataron el lunes por la noche. A él y a una mujer que se apellidaba Farrell.
—¿Sí? —dije—. Claro, ahora recuerdo que he leído algo sobre eso.
—¿No le conocías personalmente?
—¿Conocerle? —me reí yo—. ¿Por qué iba a conocer a alguien así?
—¿Le conocías?
—Ya te he dicho que no.
—¿Entonces por qué estuvo en esta casa? ¿Por qué durmió aquí? Le lancé una mirada como si estuviera loca. Estaba haciendo todo lo que podía por protegerla, créeme.
—Pero, cariño, ¿qué dices? —dije—. Es la cosa más rara que he oído en toda mi vida. ¿Por qué piensas eso?
—Por esto —dijo—. Al limpiar hoy la casa encontré esto debajo de la cama.
Abrió la mano y me enseñó la cartilla de la seguridad social de Pete Hendrickson.
El imbécil, el puñetero hijoputa había dormido vestido aquella noche y se le había caído del bolsillo. Sólo para hacérmelo pasar mal. Y, en cualquier caso, ¿qué importaba? Después del modo en que había tratado a Mona… Y además era nazi o comunista o…
—¿Por qué me estás mintiendo, Dolly? ¿Por qué me dijiste que no le conocías?
—Coño —dije—, conozco a un montón de gente.
—¿Estuvo alguna persona más aquí mientras yo estaba fuera?
—¿Es que crees que esto es un hotel? —dije—. No, no estuvo nadie más, y el único motivo de que estuviera él es porque me dio pena y…
—¿Entonces estaba contigo el lunes por la noche? El lunes antes del asesi…, antes de lo que pasó. Había alguien contigo. Podía asegurarlo en cuanto entré. Aquí habían estado dos personas, bebiendo y fumando… y si hubiera habido alguien más…
—Pequeña —dije—. Estás armando un follón tremendo por nada. ¿Qué importa que haya estado aquí?
—Quiero saberlo todo —dijo ella—. Me mentiste.
—¿Es que no confías en mí? —dije—. ¿Acaso no me quieres? Lo único que pasa es que me armé un poco de lío y olvidé algunas cosas, pero…
Se apartó de mí, quitándome las manos de sus hombros.
—¿Por qué, Dolly? ¿Y dónde estuviste el lunes por la noche? ¿Y dónde te hiciste con el dinero?
—Déjame en paz —dije—. ¡Maldita sea! ¡Déjame en paz!
—Estoy esperando a que me lo digas, Dolly.
—Ya te lo he dicho —dije—. A lo mejor no exactamente la verdad. Pero eso no quiere decir que haya hecho nada malo. Parece como si creyeras que he matado a esas dos personas. Que he pegado a la vieja y disparado contra Pete y…
—¡Oh, Dolly! —dijo—. ¿Cómo… qué has…?
Entonces traté de contarle lo que había pasado. Cómo fueron de verdad las cosas. Cómo podían haber sido. ¿Por qué no creía que habían sido así? ¿Por qué no creía que la vieja había raptado a Mona y que el dinero pertenecía a los padres de ésta, que habían muerto con el corazón destrozado?
No me quería escuchar. Estaba agarrada a la jamba de la puerta, con unos ojos que se abrían más y más, como si yo fuera un maníaco o algo por el estilo.
Me acerqué a ella, tratando de que entendiera. Y durante un momento creí que iba a gritar. ¡Era como si tuviese miedo de su propio marido! No gritó. No hizo nada. Nada que recuerde ahora. Nada importante.
Fue un accidente, claro. Coño, ya me conoces, lector querido, y sabes que no soy capaz ni de matar a una mosca si lo puedo evitar. Sólo quise agarrarla, mantenerla cerca de mí para conseguir que entrara en razón. Pero la agarré con demasiada fuerza, creo, y un destino fatal quiso que la pequeña confusión que existía entre nosotros terminara de un modo que no se podría calificar de feliz… CONTINUARÁ (ES POSIBLE).
—No, Dolly —dijo ella—. Tuve que volver. Quería hacerlo, pero de todos modos, también debía. Iba a contártelo en cuanto se calmaran un poco las cosas.
—¿Cuándo se calmaran las cosas? —dije—. Todo está muy tranquilo y muy calmado.
—… no sabes lo que estás haciendo. Por favor, Dolly. ¡NO! ¡Estoy en estado!
Era demasiado tarde para parar. Además, ¿cómo iba a parar aunque no hubiera sido demasiado tarde?
Le di un puñetazo y cayó dentro de la bañera. Me incliné y, cuando por fin destrocé el camisón y la saqué, ya no parecía que fuera Joyce. Ni nadie.
Arrastré el cuerpo fuera de la casa. Lo subí a uno de los vagones cargados de carbón y, a continuación, subí yo. Hice un agujero en el carbón y metí allí el cuerpo y luego lo enterré con mis propias manos.
Ya era bastante para una sola noche. Incluso era demasiado para un millón de noches, y me metí en casa tranquilo y relajado. Ya me entiendes. Ya no podía pasar nada más, porque ya había pasado todo. Lo peor. Ya no me podría fastidiar nadie. Ya no podrían hacerme volver a pasar un mal rato.
Era demasiado, pero ahora todo se había terminado y nadie podría…
Volví a entrar en casa. Limpié los platos y todo lo demás, mientras pensaba, pensaba —sólo pensaba—, pero sin preocuparme.
Nadie la podría identificar. Aquel tren tardaría tres días en llegar a Kansas City, y se detendría media docena de veces entre aquí y allí. Nadie podría saber lo que había pasado, ni cuándo habían cargado el cuerpo en el vagón, ni tampoco quién era la mujer. Lo único que tenía que hacer era deshacerme de la ropa de Joyce antes de largarme de la casa. Y pensaba largarme inmediatamente.
Ya habían pasado demasiadas cosas y no podía pasar nada más.
Mona podía quedarse aquella noche conmigo. ¿Por qué no? No tenía de qué preocuparme y era una buena chica. Y yo necesitaba estar con alguien. Siempre necesitaba tener alguien cerca de mí, y esta noche…
Así que Mona se quedaría aquí esta noche y por la mañana me despediría del almacén. Discutiría con Staples y luego le mandaría a la mierda y me iría. Y luego Mona y yo podríamos largarnos juntos, solos los dos y los cien mil dólares. Todo saldría bien. Todo encajaba. No habíamos cometido ningún error ni ella ni yo. El condado la había mandado dejar la casa antes de un mes. Nadie se iba a molestar en ocuparse de adónde iba.
De adónde íbamos Mona y yo, y a partir de entonces… No, no podía pasar nada más.
Terminé de limpiarlo todo, incluido el cuarto de baño. También me duché para librarme del polvo de carbón. Fui al cuarto de estar y me serví una copa. Parecía que debía ser muy tarde, pero sólo eran las ocho y media. Unos veinticinco minutos antes de reunirme con Mona, antes de que estuviera aquí mismo, conmigo.
Me serví otro trago. Lo bebí y me puse a pensar que todo aquello no podía haber pasado, y si no podía, ¿por qué había pasado? Y tomé otro trago, pues no me sentía bien.
Llamaron a la puerta. Di un salto y luego fui a abrir, y no, no dudé. Porque no podía pasar nada más y no existía nada que me pudiera asustar.
Abrí la puerta. Staples dijo:
—Buenas noches, Frank —y yo no respondí, no podía responder, y él entró.
—Bien, Frank. No parece que te hayas alegrado mucho de verme. ¿No me vas a decir que me siente?
Negué con la cabeza.
—No —dije—. ¿Qué demonios quiere, Staples?
Se sentó cruzando sus gruesas piernas.
—¿Que qué quiero, Frank? Bueno, que no me conformo con los restos. Que me llevaré todo lo que tienes.
No podía referirse a lo que yo pensaba que se estaba refiriendo. No podía saber nada, y ya habían pasado demasiadas cosas y… me dejé caer en una silla enfrente de la suya. Eran las sillas en las que estuvimos sentados Pete y yo hablando, y él estaba en la silla que ocupaba entonces yo, y yo en la que ocupaba Pete.
No sabía qué decir y me limité a negar con la cabeza.
—Sí —dijo él—. Sí, Frank, claro que sí.
—¡No! ¡No quiero! —grité yo—. ¿Qué quiere? ¿De qué me está hablando?
Él se rió.
—Frank. Has sido tan torpe. Lo hiciste todo mal desde el principio… ¿Debo entrar en detalles o eres capaz de hacerte cargo por ti mismo?
—No sé de qué me está hablando —dije—. No sé…
Levantó una mano, luego dobló uno de los dedos sobre la palma.
—Punto uno, Frank. El día antes de que te detuvieran por quedarte con dinero de la empresa le cobraste treinta y ocho dólares a Pete Hendrickson. Ese mismo día hiciste una venta, o más bien pretendiste haberla hecho, por un importe de treinta y tres dólares a una tal Mona Farrell. Por la mañana deberías haber ingresado setenta y un dólares por esos dos cobros. Y ante el temor de que te detuvieran los habrías devuelto si los hubieras tenido. Pero no los tenías; lo único que tenías era el dinero para la cubertería. Utilizaste el dinero de Pete, o la mayoría, para comprarle un regalo a la chica.
—Espere un momento —dije—. Eso no significa…, no puede demostrar…
—¿Demostrar? —sus labios se fruncieron—. Bien, tal vez no, si lo sacamos de contexto, lo cual, felizmente, no me veo obligado a hacer. En cualquier caso, y por el momento, no estamos hablando de probar nada. Simplemente te estoy indicando tu error inicial, algo que te llevaría a encontrarte con esa soga que ahora tienes alrededor del cuello.
»Le hiciste a una chica un regalo de treinta y tres dólares, y eso posiblemente carece de significado en sí mismo. Una manifestación más de una personalidad trastornada. Pero lo que no deja de tener significado es que esa misma chica llegue al almacén y pague más de trescientos dólares para que te suelten… ¿O vas a decirme que no era la misma chica?
No tenía sentido negarlo. Ahora ya sabía quién la había estado vigilando en aquel coche.
—Muy bien —dije—. Conozco a esa chica. Me gusta y yo le gusto a ella. ¿Qué importa eso? Mi mujer se ha largado y…
—¡Por favor! —volvió a levantar la mano—. No me interesan tus problemas morales. Ni tu personalidad. Sólo me interesa el dinero que has conseguido por lo que quizá pueda considerarse el asesinato más torpe de toda la historia.
Esperó; esperaba que lo negase. No tenía sentido, pero lo hice.
—¿Dinero? —dije—. ¿Asesinato? ¿No sé de qué está…?
—Dinero y dos asesinatos, sí —asintió él—. Por favor, Frank, no me hagas perder la paciencia. No sé cómo conociste a la chica ni cómo conseguiste complicar a Pete en el asunto, pero sé que lo hiciste. La chica te contó que la vieja tenía una fuerte suma de dinero, y tú, pasemos por alto los detalles, te has hecho con ella y todavía la tienes. Salvo ciertas cantidades que registraste como cobros.
—Espere un…
—Que registraste como cobros —repitió con firmeza—. ¿Tengo que explicártelo también? Pensaba dejarlo de lado, a menos que te obstinaras en negarlo. Bueno, pues aproximadamente una docena de facturas, supuestamente cobradas a un grupo de personas distintas, tenían los números de serie seguidos. Tienes una suma sustancial, Frank. Sólo algo así podría haberte tentado a arriesgarte tanto. Y Ma Farraday era la persona que tenía esa importante suma.
—¿Ma Farraday? —dije.
—¿Recuerdas cuando te conté que había ido a visitar a un viejo amigo? Pues en realidad era una amiga, Ma, más conocida por aquí como la señora Farrell. Fui a verla a la morgue después de que mis sospechas sobre ti aumentaran. Una vez que la reconocí, estuve seguro de que…, ¿pero veo que no reconoces el nombre?
Volvió a esperar con una ceja levantada. Luego hizo una mueca y siguió:
—La banda Farraday era famosa en el sudoeste hace unos veinte o veinticinco años. Robaban bancos. La formaban Ma y sus tres hijos. Ma planeaba los golpes y los tres hombres los realizaban siguiendo a rajatabla sus órdenes. Eran tres de los más ruines asesinos que han existido, capaces de matar a cualquiera por la espalda. Y sus mujeres e hijos (entonces vivían cerca de la ciudad donde yo trabajaba) eran tan ruines y viles como ellos. ¿Qué decías, Frank?
—Nada —dije—. Pensaba que…
—Ya lo sé. Estaba seguro de que tu interés por el negocio del petróleo y mi época en Oklahoma no era simple casualidad. Pero no, no había petróleo en el terreno de los Farraday; vivían demasiado lejos de las colinas. Y además, no creo que aunque hubiera habido petróleo en sus tierras hubieran cambiado el modo de vivir. Eran viles y crueles porque les gustaba serlo. Era lo único que sabían ser, mujeres y niños incluidos. No se trataban con sus vecinos, pero al cabo de varios años se encontraron tan acosados que se largaron después de supuestamente matar a los más cercanos y de quemar su casa.