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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Una mujer endemoniada (13 page)

BOOK: Una mujer endemoniada
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Anduve durante un rato, tomé café, y ya era la hora de ir al almacén. No tuve problemas con Staples. Debía haber quedado con alguien para cenar, o a lo mejor había decidido que no merecía la pena seguir metiendo las narices. En cualquier caso, hicimos las cuentas muy deprisa y volví a casa.

Todo estaba más o menos como la noche anterior. Una buena cena. Joyce se mostró agradable a pesar de lo que se había preocupado por el dinero. No sabía de qué hablar con ella, así que me dediqué a dejar que pasase el tiempo sin hacer nada. En un determinado momento fruncí el ceño, inconscientemente, al pasear la vista por el cuarto de estar. No pensaba en nada, ya se sabe, pero ella creyó que sí.

—Lo siento, querido —dijo ella disculpándose—. Me había propuesto limpiar la casa de arriba abajo, pero he estado tan… bueno, no importa. Me ocuparé de eso en cuanto me levante. No vas a conocer la casa cuando vuelvas mañana.

—Déjala estar. A mí me parece bien así.

—No —dijo ella—. Tengo que hacerlo. Me ayudará a no pensar en… —no terminó.

El día siguiente era jueves. Como los otros días desde la vuelta de Joyce, todo empezó bien. El desayuno estaba listo y esperándome. Joyce estaba de buen humor. Los periódicos de la mañana no mencionaban el ase…, bueno, el asunto.

Pensé que como todo lo demás iba bien, el jodido Staples me haría pasar un mal rato. Pero estaba totalmente confundido. Fui el primero del que se ocupó y no perdió el tiempo conmigo.

Doble la esquina, entré en el coche y…

No sé dónde había estado escondida, esperándome. En algún portal o algo así, supongo. Pero de pronto allí estaba Mona, dentro del coche, conmigo. Asustada. Tanto que casi no conseguí entenderla.

—Algo va mal, Dolly —dijo—. La policía me está siguiendo.

17

¡La policía! ¡Dios mío, la policía la estaba siguiendo y me venía a ver!

Apreté el acelerador y el coche salió como una flecha. A las dos manzanas ya iba a cien por hora sorteando el tráfico de la mañana. La verdad es que no sé cómo me las arreglé para no estrellarme contra nadie. Luego me puse a pensar, y bajé la marcha, pero no me detuve.

¡Qué coño iba a estar siguiéndola la policía! Sabía perfectamente que no era así. Pero quería mantenerla alejada de las proximidades del almacén. Si Staples nos veía juntos podía ser peor que si nos siguiera la policía.

—Bueno, y ahora dime qué demonios pasa —dije dirigiéndome hacia las afueras—. Sé con seguridad que la policía no te sigue.

Le conté lo que había pasado la tarde anterior y cómo había deseado verla y que yo no era un tipo que se dejaba llevar por sus emociones. Lo que más me importaba era cuidar de ella, asegurarme de que todo iba bien. Por eso había dejado mi trabajo antes de la hora.

—No me vigilan de día, Dolly, sólo de noche. El martes por la noche y ayer por la noche. No me atrevía a llamar o a ir por tu casa, y sabía que durante el día me dejan en paz.

Bueno, la cosa no estaba tan mal. Hubiera sido un follón de espanto si llega a casa y nos encuentra a Joyce y a mí.

—No importa —dije, disgustado con ella—. Dices que la policía te ha tenido vigilada. ¿Cómo sabes que se trataba de la policía?

—Bueno —titubeó—. No lo sé, pero supuse…

—Cuéntame lo que pasó. Empezando por el martes por la noche.

—Verás… Salí a dar un paseo, Dolly. Esa casa… Me asusta estar en ella. Casi no he dormido desde…

—No importa, maldita sea. Cuéntame lo que pasó.

—Había un coche. Estaba aparcado en la esquina. En un sitio desde el que se podía vigilar la casa. Y me iluminaron con los faros. No me paré y ellos se pusieron a seguirme. Y empecé a caminar muy deprisa. Anduve cinco o seis manzanas y me siguieron hasta que doblé la esquina para volver a casa.

—¿Y luego? —dije.

—¿Luego? —me miró asombrada—. Bueno, pues ayer por la noche volví a salir a dar otro paseo, y el coche estaba en el mismo sitio. Pero no encendieron las luces y me puse a caminar muy deprisa, así que no les oí arrancar. Pero no llevaba andada ni una manzana…

—¿Seguro? —dije—. ¿Y te volvieron a seguir?

—Sí, bueno, no del todo. Pasaron algunos coches y…

—Ya entiendo —dije. Aquello no se podía aguantar. Haberme asustado de aquel modo, aparecer por un sitio donde Staples la podría ver…—. ¿Estás segura de que era el mismo coche? ¿Qué tipo de coche?

—No lo sé. No sé mucho de coches. Creo que era del mismo tipo que éste.

—¿Y sabes cuántos coches como éste andan circulando por ahí? Te lo voy a decir. Unos ocho millones.

—Entonces, ¿tú no crees…?

Negué con la cabeza. Ella notó lo que me parecía todo aquello y también mantuvo la boca cerrada.

Estúpida. No sólo era una liante, además era idiota.

Había un montón de estudiantes en aquella parte de la ciudad. Uno de ellos ha tratado de ligársela. Ha visto a una chica y quiere hacérselo con ella, así que la siguió sin saber que lo único que tenía que hacer era decirla que subiera a su coche y ella lo habría hecho sin más. Pero el chico no sabía que…

Bueno, en cualquier caso, eso es lo que había pasado. O algo de ese tipo. Y Mona se había asustado, claro, tenía la conciencia intranquila y encima tenía que permanecer en aquella casa donde había pasado todo. Pero de todos modos no debería haber obrado así. Era realmente estúpido.

Conduje por el campo tratando de calmarla. Empecé a sentir pena de ella, a pensar que no debería de echarle la culpa por haber perdido la cabeza. Cualquiera se habría descontrolado en aquella casa.

Me puse a hablar de nuevo, diciendo cosas agradables de vez en cuando. Le expliqué lo que había pasado y que no tenía motivo alguno para estar asustada. Al principio no me creía. Se encontraba tan trastornada que no conseguía ver la verdad cuando se la señalaban.

Y se la demostraban. Pero continué hablando y finalmente me creyó.

Seguíamos en el campo. Dejé la carretera y aparqué. Se me acercó sonriendo tímidamente. La abracé. Llevaba un abrigo muy fino y debajo una bata. Notaba su calor y su suavidad.

—Bien —susurré acercando la boca a su oído—. ¿Qué tal si nos lo hacemos?

—¿Cómo? —dijo—. ¿Aquí? ¿En pleno día?

—¿Y qué importa? —dije—. Tú debes estar acostumbrada.

No dijo nada, pero sus ojos cambiaron. Se fueron haciendo más y más pequeños. Y le quité las manos de encima.

—Lo siento —dije—. No pretendía decir lo que me ha salido.

—Muy bien, Dolly.

—Olvida lo que dije, ¿quieres? Porque sólo se trata de un modo de hablar. Demonios, sé perfectamente todo lo que has tenido que pasar, y te he demostrado que no me importaba nada de nada.

—Nunca lo hice queriendo, Dolly. Pero contigo sí. Contigo todo era diferente y quería darte todo lo que…

—Claro, cariño. ¿Crees que no lo sé? —le sonreía y durante un momento me olvidé por completo de Joyce—. Eres la chica más dulce y buena del mundo, y lo pasaremos muy bien cuando vivamos juntos. Tendremos que seguir en la ciudad otras dos o tres semanas, sólo para estar seguros, y luego nos largamos. Y entonces ya no contará el pasado, sólo el futuro…

Estuvimos allí abrazados unos quince o veinte minutos. Luego empezaron a pasar coches sin parar y tuvimos que movernos.

—Dolly, me molesta mucho… no quisiera molestarte, pero…

—Tú no me puedes molestar —dije—. Dime lo que quieras.

—¿No nos podríamos ver esta noche? Sólo un ratito. Paso tanto miedo en esa casa. Si pudiera verte un poco antes de acostarme…

Todavía había algo de aquella expresión de dolor en sus ojos. No podía fallarle otra vez.

—Claro que podríamos —dije—, pero no creo que sea inteligente, ¿no te parece? Si alguien nos viera…

—Entonces déjame ir a tu casa. Por favor, Dolly. Sólo unos pocos minutos y no te pediré nada más hasta… hasta que todo haya terminado. ¿Estás seguro de que no me sigue la policía?

Dije que estaba seguro, pero que no podía arriesgarme a que viniera a casa.

—Está mi jefe, ese maldito Staples, el tipo que hizo que me metieran en la cárcel… Bueno, pues a veces se deja caer por mi casa.

Para hablar del trabajo, ya sabes. Y si te viera allí, la cosa se podría complicar mucho. Le pareció muy sospechoso cuando pagaste el dinero. No se suponía que ni tú ni yo tuviéramos nada. Así que si te encontrara…

Asentía con impaciencia. Entendía lo de Staples. Pero no se rendía.

—Puedo ir más tarde, Dolly. A medianoche o así. Seguro que él no estará allí tan tarde.

—Muy bien, claro —dije—, pero…

—¿Qué? —dijo ella mohína.

—Espera un minuto —dije—. Estoy tratando de explicarte que… Es difícil de contar, pero…, pero…

—Entiendo —dijo ella.

No podía dejar las cosas así. En este momento del juego ella estaba demasiado asustada.

—¿Por qué no hacemos esto? —dije—. ¿Qué tal si vas por allí hacia las nueve y yo me reúno contigo fuera? Si hay alguien en casa puedo decir que voy a comprar pitillos. Nos veremos en la manzana de después del descampado. En la esquina que está más cerca de la droguería.

—Si te parece bien…

—¿Que si me parece…? No sabes las ganas de verte a solas que tengo; lo que pasa es que no quiero que nos arriesguemos. Cariño, no hay nada que me apetezca más que estar contigo.

Hice que lo creyera. Le dije que me preocupaba que estuviera sin pasta y me dispuse a abrir la maleta. Pero caí en la cuenta y saqué la cartera. No quería que supiera que llevaba el dinero encima.

Le di cinco billetes de mi propio dinero. Hablamos un poco más y luego la llevé a una parada del autobús y la dejé allí.

No me encontraba en condiciones de trabajar, pero hice unas cuantas visitas para matar el tiempo… Cobré veinte dólares y los completé con cuarenta de los de la maleta. El resto del día anduve por ahí, y a las seis cerré cuentas.

Staples estaba de buen humor. Quiero decir que no me dijo nada desagradable, y a los diez minutos salí del almacén camino de casa.

En la calle había aparcados unos camiones que habían estado cargando carbón en los vagones que había un poco más allá, en la vía muerta. Tuve que hacer varias maniobras para acercarme a la puerta de casa.

Entré y llamé a Joyce. Su voz me respondió débilmente desde el dormitorio.

La cena estaba preparada. En la mesa. Pero sólo había unos cubiertos. Los míos.

Dejé la maleta, me quité sombrero y gabardina. Dudé, pero me dirigí al dormitorio. Me detuve a la puerta y me quedé mirándola.

Estaba acostada y bien tapada, pero noté que llevaba puesto el camisón. Miraba a la pared, me daba la espalda, y no se volvió.

—¿Te encuentras mal, cariño? —pregunté aclarándome la garganta.

Durante un momento no contestó. Luego dijo con voz apagada:

—No me encuentro demasiado bien. Cena antes de que se enfríe la comida, Dolly.

—¡Coño! —exclamé—. ¿Estás mala? ¿Qué es lo que pasa?

—Cena —dijo con voz débil—. Hablaremos después.

—De acuerdo —dije—. Quizá sea mejor.

Por algún motivo no tenía ganas de comer, pero comí. Despacio, tomándomelo con calma. Luego tomé tres tazas de café.

Y cuando se terminó el café me puse a fumar, un pitillo tras otro.

Me llamó.

—Iré dentro de un minuto, cariño —respondí.

Terminé el pitillo. Me levanté y atravesé el vestíbulo en dirección al dormitorio. Y me detuve allí. No podía seguir. Dije:

—Estaré contigo dentro de un minuto, querida —y me metí en el cuarto de baño.

Eché una ojeada y me parecía que jamás había estado antes allí dentro. No, no había cambiado nada, pero a mí me pasaba algo. Todo me parecía extraño, retorcido. Me encontraba perdido en un mundo extraño y no tenía nada familiar a lo que agarrarme.

Nada. Nadie. Nadie a quien explicarle las cosas.

Me senté en el borde de la bañera y encendí un pitillo. Lo apagué en el lavabo sin darme cuenta, y luego deshice la colilla y abrí el grifo. Los restos del pitillo se fueron por el sumidero.

Me senté en el retrete y encendí otro pitillo.

Seguía allí, en el cuarto de baño. Era un mundo extraño, pero todavía era más extraño el de fuera. Aquí podía estar sentado y ver que todo estaba perfectamente claro. Pero a ella no se lo podía explicar.

Me llamó.

Le grité que iría dentro de un minuto… y me quedé donde estaba.

Volvió a llamarme; volví a gritar. Vino a la puerta y llamó.

Y yo grité que, por el amor de Dios, ¿qué prisa había? Y ella abrió y entró.

Había estado llorando; por su cara corrían ríos de lágrimas. Pero sus ojos estaban tranquilos y su voz era firme.

—Dolly, quiero saberlo. No me digas más mentiras. ¿De dónde sacaste ese dinero?

18

A LAS DURAS Y A LAS MADURAS: LA AUTENTICA HISTORIA DE LA LUCHA DE UN HOMBRE CONTRA FUERZAS SUPERIORES Y MUJERES DE BAJA ESTOFA…,
por Knarf Nollid.

Bueno, querido lector, al leer lo último que he escrito he descubierto que cometí un pequeño error, o dos. No es culpa mía, con todo, pues aunque a veces me queje, sin duda has advertido que soy un tipo con muy mala suerte, un jodido hijoputa al que la gente se dedica a fastidiar. Pasaron tantas cosas a la vez, que me aparté ligeramente de los acontecimientos.

La verdad es ésta…, la verdad sobre esa chica, Mona, de la que hablaba. La vieja con la que vivía de hecho no era su tía en absoluto. Había raptado a la pobre chica, y como ésta era muy pequeña no recordaba que sus padres eran muy ricos. Los cien mil dólares eran el rescate. La vieja tenía miedo a gastarlos porque… bueno, ¿cómo lo voy a saber? Bueno, sí. Al principio tuvo miedo a gastarlos antes de que se olvidara la cosa, y después todo el mundo pensaba que no tenía un céntimo y, por tanto, no los podía gastar. Resultaba absurdo, pero así era, ¿sabes lo que quiero decir? Total, que así fueron las cosas, o de modo parecido. La vieja no quería deshacerse del dinero, pero tampoco lo podía gastar. Pero lo cierto es que el dinero en realidad pertenecía a Mona, dado que sus padres habían muerto hace años con el corazón roto. Y como yo la había salvado de un destino peor que la muerte, era perfectamente correcto que yo me ocupara de ella. Pues, aunque fuera una fulana, como decían por ahí, estaba seguro de que conmigo jugaría limpio.

Bueno, pues iba a explicarle todas estas cosas a mi mujer, Joyce, cuando ella volvió inesperadamente y me cogió con la pasta encima. Pero no conseguí ser lo suficientemente rápido para inventar algo convincente, supongo, y le dije que había encontrado el dinero. Sonaba más lógico que la verdad, y en cualquier caso yo todavía no era capaz de imaginar la auténtica verdad. ¡Coño! ¿Cómo iba a pensar que las cosas se desarrollarían de ese modo? El hijoputa de Staples me lo estaba haciendo pasar mal, y Joyce, bueno, me alegraba de que hubiera vuelto, pues parecía que habíamos pasado una hoja y que ahora entre nosotros todo iría bien. Pero de hecho se trató de algo que vino a complicar más las cosas.

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