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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Una mujer endemoniada (10 page)

BOOK: Una mujer endemoniada
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—He estado en Kansas City, Dolly. Iba camino de Houston a recuperar mi antiguo empleo.

—¿Y de dónde sacaste el dinero?

—Del dueño del club. Le llamé después de irme de aquí aquella noche y me lo giró. Doscientos dólares.

—Oh.

—No, Dolly. Por favor, no te pongas así. Sabes que no ha existido nadie más que tú.

—Todavía no he dicho nada —dije—. Conque te paraste en Kansas City, ¿eh?

—Sí, tenía que esperar cuatro horas entre dos trenes, pero… —hizo una pausa mirando al vaso—. No sé cómo explicarlo, querido. Quizá entonces tuve tiempo para pensar con calma. El hecho es que me hice cargo de la situación, Dolly. Me puse a preguntarme por qué tenían que ser así las cosas. No estaba segura de que debiera volver, pero al menos era capaz de planteármelo. Total, que eso fue lo que hice. Cogí una habitación en Kansas City y pensé detenidamente en todo eso. Me encontraba tranquila y en paz conmigo misma, aunque había algo que me inquietaba…

—¿Yo, por ejemplo?

—Tengo muchas cosas que reprocharme, Dolly. Era responsable del modo que me comporté.

—Bien —dije—, no te estaba echando la culpa, pero como mencionas el asunto… —volví la cabeza—. ¿Y qué coño quieres decir con eso de que eras responsable?

—Por favor, querido. Quiero ayudarte. Te quiero y soy tu mujer.

Y una esposa debe permanecer al lado de su marido.

Me serví otra copa apoyando el cuello de la botella en el borde del vaso. La terminé de un trago y aquello me calmó un poco por fuera. Pero no cambió mis sentimientos.

—Crees que estoy loco, ¿es eso? —dije—. Bueno, tampoco sería extraño que lo estuviera. He estado pidiendo ayuda a la gente desde que aprendí a andar, y lo único que conseguí fue el rechazo. Es como si hubiera un complot en contra mía. El mundo entero se pasa las noches imaginando cómo hacérmelo pasar mal. Todos los hijoputas del mundo pensando juntos…

Me interrumpí. Era verdad, pero al decirlo en voz alta no me sonaba bien.

—Bueno, de todos modos —dije— tienes que admitir que he tenido muy mala suerte.

—Claro que sí, querido. Pero también muchísima otra gente.

—¡Muchísima otra gente, eh! Nómbrame a otra persona que le hayan pasado tantas cosas desagradables como a mí. En su trabajo, en su casa y…

Me volví a interrumpir.

Ella se me acercó y puso una de sus manos en la mía.

—Mira, cariño, ahora que tú te haces cargo de la situación, y también a mí me pasa lo mismo, podremos hacer algo para resolverla.

¡Claro que yo iba a hacer algo! Joyce a lo mejor pensaba que lo había pasado mal anteriormente, ¡pues ahora vería lo que de verdad era quedar jodida! Tenía que conseguir que se fuera de casa dentro de una semana, antes de que Mona y yo nos esfumásemos juntos.

—Hay algo, cariño…; no quiero que te inquietes. Pero hay algo que te quiero preguntar.

—Venga. Escúpelo.

—Bueno, es sobre el dinero. Yo… ¡
Dolly
!

Me solté la mano e hice una mueca desagradable. Había sido una gran torpeza. La había interrumpido antes de tener la oportunidad de saber lo que me iba a contar. Pero no lo pude evitar.

—Perdona —dije—. Creo que al verte esta noche en camisón perdí la cabeza. ¿Qué pasa con el dinero?

—Bueno… nada. ¿Te gusta de verdad el camisón, querido?

—Me encanta. ¿Qué pasa con el dinero?

Titubeó. Luego sonrió y negó con la cabeza.

—Nada, querido. Nada, de verdad que no es nada. Sólo iba a decir…, bueno, que tengo algo del dinero que me giraron para el viaje. Y, claro, lo tendré que devolver, pero mientras tanto lo podríamos utilizar y…

Siguió sonriendo. Y, claro, era una jodida mentirosa, igual que todas las demás mujeres que he conocido. Pero ahora no estaba seguro de que mintiera.

—Bueno —dije—. Tampoco me negaría a usar un poco de ese dinero.

—Te lo daré por la mañana —dijo—. Recuérdamelo.

—Esos jodidos palurdos me han hecho pasar una mala temporada —dije—. Los puñeteros bastardos, se creería que hacen todo lo posible para que me vaya mal… Bueno, olvídalo. No quiero parecer un llorón.

—No importa, cariño —dijo—. No tengas miedo y háblame de eso.

—Bueno —dije—. He conseguido cobrar a unos cuantos. He reunido algo de dinero. Por una vez, Staples tendrá que comportarse decentemente conmigo.

—Estupendo —dijo—. Me alegro por ti, cariño —y me pareció que su sonrisa era algo más auténtica.

Rechazó otra copa. Yo me serví una y me quedé sentado bebiéndola y pensando. Y entonces la miré con el rabillo del ojo y ella me estaba mirando del mismo modo.

Reí y ella rió. Dejé la copa y ella se sentó en mis rodillas.

La besé. O a lo mejor debo decir que fue ella la que me besó. Puso sus manos detrás de mi cabeza y me acercó la cara a la suya.

Al cabo de bastante rato nos apartamos.

—Mmmmmm… —dijo ella con los ojos a medio cerrar—. Oh, Dolly, vamos a ser muy felices, ¿verdad?

—Coño —dije—. Yo ya soy feliz ahora.

—¿Te gusta mi camisón, querido? Dime la verdad.

—Vaya, vaya —dije—. No me gusta nada.

—¿Por qué, cariño? Pasé casi toda una tarde eligiéndolo, y estaba segura de que…

—Te tapa demasiado —dije—. Y no me gustan las cosas que te tapan demasiado.

Se rió y dijo:

—¡Cómo eres! —y me dio un codazo. Luego me susurró al oído—. Te voy a decir una cosa, querido. Es un nuevo tipo de camisón. Se quita muy fácilmente y entonces…

Bien, después ella se fue a dormir y yo me levanté a por un vaso de agua. Y al dirigirme al dormitorio cerré con llave la maleta y me guardé la llave en el bolsillo.

Me metí en la cama. Me instalé en mi parte y cerré los ojos. Y de pronto fue como si se hubiera abierto una puerta y por ella salieran cientos de imágenes que hasta entonces no había visto. Y todas aparecían a la vez. La vieja y Pete. El modo en que ella miraba, el modo en que miraba él. La cabeza de la vieja balanceándose, su cuerpo en la escalera. Y la cara de Pete y el modo en que miraba cuando me preguntó…

Grité. Me senté en la cama. Porque, Dios mío, yo no había querido hacer aquello, y no lo volvería a hacer. Pero ahora ya estaba hecho y no lo podía evitar. Y me iban a detener. Seguro que había hecho cientos de cosas equivocadas y la policía sabría que había sido yo. Y si no me descubrían así, seguro que Mona los ayudaría. Se asustaría y trataría de salvar el cuello.

—¡Dios mío! —seguía gritando—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y entonces otra persona se puso a decir:

—¡Dios mío! ¿Cariño, qué te pasa? —y Joyce se había abrazado a mí.

—Lo siento —dije—. Lo siento.

—Túmbate —dijo ella—. Túmbate y deja que mamá se ocupe de su niñito. Mamá nunca se volverá a ir dejando al niño solo. Se va a quedar aquí para que nadie le pueda hacer daño.

Me tranquilicé parcialmente.

—Debo de haber tenido una pesadilla —dije.

—Eso mismo —dijo—. Pero ahora ya ha pasado todo.

Me obligó a tumbarme y acercó su almohada a la mía.

—No tengas miedo, acércate poco a poco a mamá…

Y se me fue acercando.

Y se quitó el camisón por encima de los hombros.

14

Bueno, pues hasta un saco para boxear descansa de vez en cuando. Y también de vez en cuando, habitualmente después de estar hecho polvo, suelo encontrar un cierto alivio. En realidad las cosas empezaban a irme bien. Me había hundido hasta lo más abajo posible, como se ha visto, y de pronto volvía a levantar la cabeza. Y cuando estoy en ese plan resulta bastante difícil pararme.

… Joyce se levantó antes que yo a la mañana siguiente. Cuando me vestí ya tenía un desayuno esperándome; y un buen desayuno, se lo aseguro. Y ella no dijo nada de lo de la noche anterior. Y la cosa me preocupó algo. Pero ni se refirió a lo que había pasado ni parecía recordarlo. Así que el día parecía que empezaba bien.

Se quedó con algo del dinero del viaje para comprar cosas de comer y me dio el resto. Nos besamos antes de irme.

—¿No notas nada nuevo? —me dijo sonriendo—. Me he peinado y arreglado.

Iba a decir: ¿y a mí qué? Pero no era una mañana de esas en que apetece discutir, así que dije:

—Estás muy guapa, cariño. Ya me había fijado.

—¿Vendrás esta tarde a casa en cuanto termines de trabajar?

—Claro —dije—. ¿Por qué no iba a venir?

—Sólo lo quería saber para tener lista la cena.

—¿Qué es lo que te preocupa? —dije.

La cara se le ensombreció un instante. Luego se puso de puntillas y me volvió a besar, y dijo riendo:

—Me preocupas tú. Pero ahora vete que tengo que arreglar la casa.

Me dirigí a la ciudad. En el camino me detuve y compré un periódico. Me costó encontrar la noticia. La leí.

La cosa iba bien. El suceso era tan poco importante que ni siquiera aparecía en las primeras páginas. Estaba en la página tres y sólo ocupaba media columna.

Decía que Mona, que estaba durmiendo, fue despertada por los «ruidos de la pelea». Al principio «demasiado aterrorizada para ir a mirar» no se movió, pero luego se vio obligada a hacerlo «cuando el sonido de varios disparos fue seguido de un prolongado silencio… la sobrina de la señora Farrell identificó a Hendrickson como un antiguo empleado de la casa. Cuando lo despidieron, juró venganza, decía ella, después de una discusión sobre su sueldo. Según la policía reconstruía el caso, Hendrickson volvió a la casa la noche pasada —borracho y fuera de sí— y exigió el pago de la suma por la que riñeron. Enfadado ante la negativa de la vieja, le dio un golpe casi mortal, robó el dinero y, cuando huía, la señora Farrell le disparó desde lo alto de la escalera. Luego cayó y se rompió la base del cráneo, aunque parecía que habría muerto como resultado del golpe de Hendrickson…

»La policía declaró que Hendrickson estaba fichado como borracho habitual, habiendo sido detenido en varias ocasiones por escándalo y conducta desordenada. Recientemente había cumplido una condena de seis meses de cárcel por atacar a un agente de la policía municipal.»

Era más o menos todo lo que traía. Mona había contado lo que yo le había dicho. Y, gracias a Dios, no había fotos. Si hubieran incluido su foto y no se hubiese tapado la cara con la mano —haz como si llorases, ya sabes, le había dicho yo—, seguro que habría tenido que responder a algunas preguntas. A lo mejor Staples la reconocía como la chica que había ido a pagar para que me sacaran de la cárcel y querría saber algo más de aquel asunto. Trataría de enterarse de lo que teníamos que ver Mona y yo, y dónde había estado la noche de los asesinatos. Y si no conseguía responderle de modo adecuado…

Pero no había fotos. El caso carecía de complicación. Y las personas implicadas no eran demasiado importantes.

Me detuve en el almacén y todo parecía normal, así que fui a trabajar tratando de pensar en algún sitio donde esconder toda aquella pasta. Era mucho dinero para llevarlo encima. Y pesaba, y las muestras no lo tapaban del todo. En cuanto levantabas algo, aparecía. A lo mejor Joyce quería unas bragas o unas medias y…

Anduve por ahí pensando en esto toda la mañana. Me inquieté y angustié al no ocurrírseme nada. Pero no conseguía imaginar un sitio adecuado. Pensé en un par de lugares, pero no eran los adecuados. Eran peores —o parecían peores— que llevar el dinero encima.

¿Qué tal en la consigna de la estación? Bueno, ya se sabe lo que puede pasar. Los empleados siempre andan fisgándolo todo o pueden entregar tu equipaje a otro. En fin, se cuenta que pasan cosas así.

¿Y una caja de seguridad en un Banco? Bueno, podía resultar peor. Tendría que presentar informes para alquilarla, y el único que me los podía proporcionar era Staples. Y claro, los tipos como yo, por lo general, nunca tenemos nada que proteger tanto.

Tenía que llevarlo conmigo, no me se ocurría otra cosa. Con sacar los productos de la maleta bastaba y, además, no pensaba mostrar muchos pues hoy había decidido trabajar lo menos posible. Y en cuanto a Joyce, bueno, ya me las arreglaría. Ahora estaba en buen plan y no necesitaba darle explicaciones ni disculparme de nada. Me limitaría a decirle que fuera al almacén si necesitaba algo, que estaba cansado de que me dejara sin muestras. Mantendría la maleta cerrada con llave y le diría que tuviera cuidado de no acercarse a ella. Y si no le gustaba, podía coger la puerta y…

Imaginé las palabras que le diría si empezaba a mosquearse. Y entonces me puse a pensar en lo de la noche pasada… Sí, decidí que no debería hablarle con tanta dureza. Podía decirle:

—Mira, cariño, no quiero que tus preciosos dedos toquen esas porquerías. Sólo tienes que decirme lo que quieres y te traeré de lo mejor.

Sin duda. Sería mucho mejor decir algo como eso. Una cuestión de sentido común, ya se sabe. ¡Demonios!, uno hasta puede ser educado y amable con la gente porque sí, aunque no tengas por qué.

Dejé de circular de un lado a otro hacia la una y verifiqué mis ventas. Veintiocho dólares; bastante bien para una mañana, pero poco para todo un día. Pero con otros treinta, los seis billetes de cinco dólares que había cogido de los cien mil, completaría un buen día.

Entré en un bar. Pedí un sándwich y una cerveza y me senté en una mesa. Pedí otra cerveza y extendí las notas con los plazos que me debían. Pagan la primera vez y luego hay que escomarse para cobrar el resto. Elegí seis notas de gente que nos debía cinco dólares por cabeza. Las separé, cogí los treinta dólares de mi cartera y… bueno, eso era todo.

Eran más o menos las dos. Fui a otro bar después de adquirir la edición de la tarde de un periódico.

Ahora la noticia se reducía a tres párrafos. No había nada nuevo, o nada que importase. La casa y los muebles eran las únicas propiedades de la vieja. Y parecía que debía tantos impuestos atrasados que sus propiedades escasamente llegarían a cubrirlos. No había dejado testamento. Mona era su única heredera conocida, y cosas así. Nada importante. Todo iba bien.

Pedí mi segundo doble de whisky y una cerveza para ayudarme a pasarlo.

Era divertido lo de los impuestos. Con toda aquella pasta y la vieja dejaba que se acumularan los impuestos hasta el punto de que la iban a dejar sin nada. Pero, bueno, tampoco era divertido, sólo resultaba extraño. Hay montones de gente que no paga impuestos hasta que les apuntan con una pistola exigiéndoselos. Y también había sido una miserable en todo lo demás. Sólo comían porquería. Hacía que Mona se acostara con todo el que pasaba por allí…

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