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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (12 page)

BOOK: Una virgen de más
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Petronio se mostró más comedido de lo que yo esperaba cuando confirmó aquel nuevo desastre en su vida.

—Al parecer, ese payaso gelatinoso calcula que en los embarcaderos hay un gran mercado para su repulsivo producto. Y, en efecto, Silvia se ha llevado a mis hijas. En el futuro, no espero ver a las niñas más de una vez al año.

—Lo siento —fue el breve comentario de Maya. Todos sabíamos que Petronio echaría en falta a sus hijas pero, por lo menos, estaría allí si lo necesitaban de verdad. En cambio, los hijos de mi hermana ya no podían decir lo mismo de su padre.

Petronio, que se había instalado en un banco, estiró sus largas piernas delante de sí y se reclinó hacia atrás, cruzó los brazos y respondió tranquilamente:

—Éste es el único propósito que me trae aquí: ofrecerme a alguien más de quien sentir lástima.

Maya, que consideraba a Petronio una sabandija aún peor que yo, se tomó bien el comentario, al menos para lo que era habitual en ella.

—Petronio y Falco: la eterna pareja que no tiene por qué ser diferente. Ahora, escuchadme los dos con atención. El discurso oficial sobre mi marido expone lo siguiente: que era un inútil cuya muerte es lo mejor que le podía haber sucedido; si quiero cualquier cosa, sólo tengo que pedirla… aunque, por supuesto, esto significa no pedir nada que requiera tiempo o dinero, o que cause apuro; y lo más importante, hay que decirme que todavía soy joven y atractiva… Está bien, vale con «medio atractiva», y que pronto aparecerá alguien que ocupe el lugar de Famia.

Petronio Longo sentó sobre sus muslos a Rea, la silenciosa pequeña de tres años, y empezó a llenarle el cuenco. Siempre había sido un buen padre y Rea lo aceptó cariñosa y agradecida.

—Ocupar el lugar de Famia es ser un inútil, ¿no?

—¿Qué más? —dijo Maya y se permitió a duras penas una media sonrisa.

—¿Ha transcurrido suficiente tiempo como para que te digamos que jamás deberías haberte casado con él?

—No, Petronio.

—De acuerdo. Dejaremos esto para luego.

—No te preocupes; puedo vivir con ello. Es encantador lo dispuesta que está la gente a decirte que la persona que escogiste no merecía la pena. Como si no estuvieras ya preguntándote para qué es la vida y por qué te da la impresión de haber desperdiciado la mitad de ella. Todo, claro está, precedido de un: «Lamento tener que decirte esto, Maya…». ¡Qué consideración!

—Debes recordar —comentó Petronio con voz sombría, como si fuera un entendido— que todo lo que hiciste entonces fue lo que querías, o lo que parecía que querías.

Helena había colocado varias fuentes sobre la mesa; en aquel momento, se unió a nosotros en torno a ella y adoptó el mismo tono irónico de los demás.

—Estoy segura de que habrá muchas almas piadosas que expondrán que tienes cuatro hijos maravillosos que serán tu consuelo, Maya. Y que te insistirán en que lo que debes hacer es dedicarte a ellos.

—¡Pero que tampoco deje de cuidarme! —refunfuñó Maya—. «Por si sale algo.» Con eso quieren decir: «Por Juno, esperemos que Maya se entienda pronto con otro hombre, no sea que tengamos que ocuparnos de ella demasiado tiempo».

—Tus palabras me recuerdan horriblemente a las de Alia y Gala —comenté, refiriéndome a dos de nuestras hermanas mayores especialmente faltas de tacto—. ¿Y significa eso —le pregunté con tono apagado— que nuestra madre ha empezado a acosarte para que seas agradable con el pobre Anácrites?

Esta vez fue Maya quien replicó un poco alterada:

—¡Oh, no seas tan ridículo! Marco, querido, nuestra madre no haría nunca tal cosa. Ya me ha advertido que no baje mucho los ojos delante de él porque Anácrites es demasiado bueno para mí…

Fue en aquel momento cuando perdió su autocontrol y rompió a llorar. Helena se acercó para abrazarla, en tanto que Petronio y yo distraíamos a los pequeños. Lancé una mirada colérica a mi ex socio y él se encogió de hombros sin inmutarse. Tal vez tenía razón: a Maya le convenía dejar pasar el tiempo. Quizá lo que me molestaba de Petronio era que lo hubiese logrado con torpes comentarios en aquellos breves momentos cuando yo, antes, había fracasado en el intento.

Finalmente Maya dejó de llorar en el hombro de Helena y se enjugó las lágrimas en su propia estola. Alargó la mano para asir a Cloelia y a Anco y cargó con uno en cada brazo. Luego, me miró por encima de sus cabecitas. Ahora se apreciaba su tensión.

—Así está mejor. Tengo que confesarte algo, Marco. Cuando me contaste lo sucedido, tuve un momento de cólera y vertí por el desagüe hasta la última gota de vino que teníamos en casa… —Con esfuerzo, me dedicó una lánguida sonrisa—. Pero, hermano, si tienes alguna ánfora que ofrecernos, me gustaría beber un trago en la comida.

XII

Cuando todo el mundo terminó de comer, quise abordar el tema de la visita de Maya a palacio para conocer a la fabulosa reina Berenice. Sugerí que los niños se llevaran a
Nux
a dar un paseo por la plaza de la Fuente. Los pequeños, obedientes, dejaron que los echáramos fuera aunque, como se trataba de los descarados hijos de Maya, todos sabían a qué venía aquello:

—Vámonos, los mayores quieren hablar de cosas que no debemos oír.

Había atado una cuerda en torno al cuello de
Nux
y, cuando le entregué el extremo a Mario, el mayor de todos con sus nueve años, éste me miró con inquietud:

—¿Esta perra tuya tiene tendencia a escaparse y a perderse?

—No, Mario.
Nux
no se perdería jamás. La mimamos y la alimentamos demasiado como para que nos deje. La cuerda es por si tú te pierdes; en ese caso,
Nux
te traerá de vuelta sano y salvo.

Estábamos en el rellano a la altura de la calle, donde su madre no podía oírnos. Animado por la broma que acabábamos de compartir, Mario me tiró de la manga inesperadamente y me confió lo que le había tenido preocupado hasta aquel momento:

—Tío Marco, si ahora no tenemos dinero, ¿crees que dejaré de ir a la escuela?

El pequeño quería ser maestro de retórica; por lo menos, eso era lo que había decidido un par de años atrás. Tanto podía alcanzar su sueño como terminar ordeñando vacas. Hinqué la rodilla en el suelo y lo abracé con fuerza.

—Mario, te prometo que cuando haya que pagar la inscripción para el próximo curso, no te faltará el dinero necesario.

Aceptó mis palabras tranquilizadoras pero siguió mostrando cierta inquietud.

—Espero que no te haya importado que preguntase…

—No. Supongo que tu madre te habrá dicho que no molestaras a tu tío, ¿no?

El muchacho me dedicó una tímida sonrisa.

—Bueno, no siempre hacemos lo que dice mamá. Hoy, sus órdenes eran que no dejáramos de comentar lo guapa que es la pequeñita… y no quejarnos si tío Marco insistía en que tomáramos algo de esa horrible vieja ánfora de pescado encurtido que trajo de Hispania…

—¿Por eso tú y Anco habéis hecho esas muecas y os habéis negado a probarlo?

—Sí, pero lo que sí pensamos es que tu niña es más bonita que la de la tía Junia.

Vi con claridad que ahora Mario se consideraba en la obligación de ser el hombre de la casa. Tendría que parar aquello, pues podía echarle a perder su infancia. Como mínimo, Maya necesitaba poner fin a sus preocupaciones económicas, aunque ello significase forzar la colaboración de nuestro padre.

Volví a entrar y me senté junto a los demás con aire pensativo. Helena había estado haciendo indagaciones sin esperarme.

—Escucha esto, Marco: el nombre de Cloelia consta entre los que entrarán en el sorteo para sumarse a las vírgenes vestales.

Solté un juramento, más por sorpresa que por tosquedad. Petronio añadió un comentario subido de tono.

—La responsabilidad no es mía —declaró Maya con un profundo suspiro—. Famia presentó su candidatura antes de partir hacia África.

—Pues nunca me habló de ello. De lo contrario, le habría dicho que era un idiota. ¿Cuántos años tiene la niña?

—Ocho —respondió Maya con gesto cansado—. ¡Ese Famia! A mí tampoco me dijo nada. Por lo menos, hasta que ya era demasiado tarde y Cloelia estaba convencida de que era una idea maravillosa.

—Pues ahora está excluida —nos dijo Petronio, acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza—. Yo también pasé por eso con mis chicas; todas estaban locas por entrar hasta que tuve que insistir en que, como padre de tres hijas, podía eximirlas del sorteo. Es un sistema perverso —se lamentó—. Seis vírgenes vestales que sirven como tales durante treinta años y cuyos puestos se renuevan mediante convocatorias y sorteos cada cinco años como promedio. Esto llena Roma de chiquillas soñadoras, todas ellas con el mismo deseo desesperado de ser las elegidas.

—Me pregunto por qué —replicó Helena secamente—. ¿Cómo van a pensar en otra cosa que no sea lo maravilloso que es trasladarse en carruaje, que los cónsules les cedan el paso, ocupar los mejores asientos en los teatros y ser veneradas por todo el Imperio? Y todo a cambio de unos cuantos trabajos livianos como transportar recipientes de agua y soplar el fuego sagrado…

Petronio se volvió hacia Maya.

—Famia tenía la eximente de las tres niñas…

—Lo sé. Lo sé —refunfuñó Maya—. Lo hizo porque era el colmo de la torpeza. Y ahora que el padre ha muerto, aunque la escogiesen, sería imposible que Cloelia ocupase el puesto. Las nuevas vestales deben tener a ambos padres vivos. Ésta es otra perturbadora consecuencia más de la muerte de Famia que tendré que explicar a mis pequeñas…

—No lo hagas —intervino Helena con tono enérgico—. Díselo al Colegio de Pontífices para que sean ellos quienes las retiren del sorteo. Así, Cloelia pensará que el premio se lo ha llevado otra por azar.

—Y, créeme, nunca ha habido la menor duda de que la afortunada sería otra —murmuró Maya, esta vez con tono irritado.

Cuando se calmó, nos contó lo sucedido:

—Mi maravilloso marido decidió que, si era realmente cierto que las plebeyas pueden ser elegidas como cualquier otra, nuestra hija mayor tenía derecho a optar al honor de convertirse en vestal. No consultó el tema conmigo, probablemente porque sabía cuál sería mi respuesta. —Se suponía que aquello, además de ser un honor, proporcionaba un enorme respeto a la muchacha elegida durante los treinta años que permanecía en el puesto, pero Maya no era de esas madres que entregan a una chiquilla sin formar, todavía una niña, al control de una institución. Su familia era respetuosa de Roma y de sus tradiciones, pero también había aprendido a evitar planes poco realistas como dedicar la vida al servicio del Estado—. Así pues, ahora debo seguir fingiendo que es una gran idea. Tengo a Cloelia en permanente estado de hiperexcitación y los demás están secretamente celosos de que su hermana reciba tanta atención. Nuestra madre está furiosa, Famia ni siquiera estaba en el país para ayudarme a afrontar la situación…

Dejó la frase a medias. Petronio musitó, malicioso:

—Estoy seguro de que podemos dar por sentado que las pequeñas son vírgenes cuando el pontífice las acepta, al principio, pero ¿cómo puede nadie estar seguro de que las muchachas se mantienen castas? ¿Tienen que someterse a la prueba ritual cada semana?

—¡Lucio Petronio! —exclamó Helena, y le sugirió—: ¿No tienes ningún trabajo pendiente para esta tarde?

Petronio apoyó el codo en la mesa con una sonrisa.

—Hablar de vírgenes es mucho más interesante, Helena Justina.

—Me sorprendes. Pero hablamos de presuntas vírgenes, que no es lo mismo.

—Hablamos de una virgen de más, en el caso de Cloelia, la hija de Maya. —En esta ocasión, Petronio estaba decidido a causar problemas.

A mí no me habría importado, pero era previsible que Helena me echaría la culpa de lo que sucedía.

—Entonces, cuéntanos algo de esa voluptuosa Berenice —intervine yo—. Ésa no es en absoluto virgen, de eso podemos estar seguros.

—¡Ah! —dijo Maya—. Bien, desde luego es una mujer muy hermosa, si a una le gusta ese estilo. —No dijo qué estilo era y, en esta ocasión, tanto Petronio como yo guardamos silencio—. Si yo tuviera una cara de rasgos exóticos y una pequeña legión de peluqueros, no me importaría que mi reputación estuviese ligeramente empañada.

—No lo estaría —le aseguré—. De Berenice corre el rumor de que estuvo casada con su propio tío. ¡A ti nunca se te ocurriría hacerlo con los tíos Fabio o Junio!

Los dos hermanos de mi madre eran granjeros zoquetes de costumbres notoriamente extrañas y, al igual que yo, Maya carecía de paciencia para sus excentricidades.

—Supongo que si el tío de la reina estuviera tan chiflado como los nuestros, deberíamos sentir cierta simpatía por él —comentó—. En cualquier caso, la razón que me motivó a acudir a palacio fue que todas las chiquillas encantadoras cuyos nombres aparecían en la urna de la votación para vestales y todas sus pacientes madres fuimos invitadas a una recepción con la amiga del césar Tito. El encuentro fue concebido como una ocasión especial en la cual la población femenina de Roma aceptaría en su seno a la amiga del emperador asociado. De todos modos, imagino que siempre se amaña algo por parte de los encargados del sorteo, de forma que puede inspeccionarse a las pequeñas y eliminarse a las que no dan el perfil.

—Naturalmente, decir tal cosa es una blasfemia —dijo Helena con una sonrisa.

—¡Límpiame la boca! —exclamó Maya—. En cualquier caso, es evidente que una de las vestales estaba presente.

—¿Observando minuciosamente?

—No tanto. Era Constanza, una de las jóvenes. —Maya hizo una pausa, pero si había estado pensando algún insulto, se reprimió para no soltarlo—. En cualquier caso, por si alguien quiere hacer apuestas, las formalidades dejaron las cosas muy claras. Era tan condenadamente evidente cuál será el resultado, que el resto podríamos habernos vuelto a casa de inmediato. Todas llegamos a la hora marcada y enseguida se formaron grupos espontáneos según la categoría. Todas las madres fuimos presentadas a la distinguida anfitriona. Se puede calificar a la reina de mujer arrebatadora, pero a mí me pareció un poco fría…

—Son nervios —Helena fingió defender a la reina—. Probablemente, teme que se le haga el vacío.

—¡Me pregunto por qué! Como si fuese por casualidad, la cosa es que terminó rodeada en su estrado por las madres de rango patricio, mientras las demás nos quedábamos charlando entre nosotras. Y, al mismo tiempo, una muchachita había sido seleccionada para ofrecer a la reina una guirnalda de rosas, lo cual significaba que la niña pasó la mitad de la velada sentada en el regazo sedoso de Berenice mientras Constanza, la virgen vestal, ocupaba otro asiento contiguo. A las que procedíamos de otros estamentos sociales menos afortunados nos sacudió una intuición súbita y misteriosa respecto a qué nombre saldrá cuando el pontífice extraiga una bola de la urna del sorteo.

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