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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (9 page)

BOOK: Una virgen de más
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Eliano tenía una constitución más bien recia y unos rasgos menos finos que su hermana y que su hermano menor. Un buen pedazo de varón romano, a su modo: atlético y dotado de buenos reflejos. Había dejado que su hermana fuera la lectora de la familia, mientras que su hermano era el lingüista. Tenía los cabellos crespos, bastante más largos de lo que le quedaba bien, unos ojos pardos y una tez algo cetrina, puesto que últimamente pasaba demasiadas noches fuera de su casa con sus amigos.

Habría envidiado su estilo de vida pero, a pesar de la plena libertad de que disponía, se veía claramente que no era feliz.

—¡Sí, aquí estoy! Aquí sigue Aulo, alegraos.

El joven detestaba que su hermana viviera con un informante. Ahora que Helena y yo habíamos hecho permanente nuestro vínculo, me encantó bromear a su costa.

Eliano se quedó parado, sin acabar de entrar para unirse a nosotros y sin decidirse a largarse, furioso y ofendido. Su padre le exigió saber si había alguna novedad acerca de la elección.

—No han contado conmigo.

Eliano apenas se atrevió a pronunciar estas palabras. Décimo preguntó quién había salido elegido. Su hijo pronunció un nombre que no reconocí. Décimo profirió una exclamación de disgusto.

—Bueno, es un buen tipo —consiguió murmurar Eliano, con sorprendente afabilidad.

Emití un murmullo de simpatía.

—Helena lamentará mucho saberlo —dije. Pero mi amada se daría cuenta de que aquello era una bofetada más en su rostro por parte de un hermano que no haría nada bueno en la vida a menos que consiguiera pronto algún título público.

Sin embargo, le preocupaba algo más que su fracaso con los arvales. Tanto su padre como yo dedicamos, un poco tarde, una mirada más minuciosa a Eliano. Éste parecía a punto de vomitar.

—Te has echado al coleto demasiadas copas, ¿no? —le pregunté. Él movió la cabeza en claro gesto de negativa. A pesar de ello, agarré una espléndida vasija de cerámica de una estantería donde formaba una colección de jarrones y la acerqué a él. Justo a tiempo.

Era una vasija ateniense en la que aparecía un muchacho con su tutor, un buen tema didáctico para alguien que parecía haberse consentido demasiado a sí mismo. El jarrón tenía las proporciones adecuadas para hacer de jofaina y disponía de dos asas para agarrarlo. Era una antigüedad espléndida.

Cuando las náuseas cesaron, Eliano hizo un esfuerzo por disculparse.

—No te preocupes. A todos nos ha pasado.

—No estoy bebido.

El padre lo acompañó hasta el diván.

—¡Y todos hemos pronunciado también esta frase poética entre protestas y gemidos!

Eliano se sumió en un pesado mutismo. Mientras Décimo dejaba la vasija en el suelo y la empujaba hacia un rincón donde algún pobre esclavo la encontraría al día siguiente, su hijo permaneció sentado, con los hombros extrañamente hundidos. La experiencia me decía que había superado el riesgo de volver a echar las asaduras.

—¿Qué sucede, Aulo?

Cuando respondió, lo hizo con voz entrecortada.

—Algo de lo que estás perfectamente al corriente, Marco Didio.

Décimo se movió bruscamente. Levanté una ceja como indicando que debíamos permitir que el muchacho se tomara su tiempo.

—He encontrado algo —continuó Eliano. Levantó la vista e insistió—: He tropezado con algo horrible.

Cerró los ojos y su expresión me hizo temer lo peor. En el siniestro negocio de informante, había visto aquella expresión en más gente de la necesaria.

—¿Ha habido algún accidente? —pregunté, optimista.

Eliano, sacando fuerzas de flaqueza, respondió todavía nervioso.

—No es eso exactamente. He tropezado con un cadáver. Pero, quienquiera que sea, está claro que no murió de accidente.

VIII

—Muy bien, hijo, tómate el tiempo que necesites —fue la decisión tomada por Décimo.

El senador fue a buscar una jarra de agua y un vaso. Eliano se enjuagó la boca y escupió en el vaso. Con paciencia lo vacié en la pieza de cerámica ateniense, lavé el vaso, lo llené de agua fresca y se lo di a beber.

—Bien —comenté enérgicamente—, tu padre me ha contado que te disponías a participar en el día principal de adoración entre guirnaldas de espigas y manteles…, para hacerte notar en la causa del nuevo crecimiento del bosque sagrado de la hermandad arval. Fue allí donde tuvo lugar, ¿no? —Eliano se irguió en su asiento y asintió. Continué el interrogatorio, enérgico como un comandante de la legión que escuchara los pormenores de una situación de boca de un explorador—: ¿Y dónde está ese bosque?

—A cinco millas de la ciudad, en la Vía Portuense.

Eliano, como había servido en el ejército y en el gobierno civil, podía proporcionar un informe fiable cuando quería.

—¿Estamos hablando de un círculo de árboles venerables, o de qué?

—No. Se parece más a un foro. Tiene un circo, varios templos y un cesáreo para los emperadores deificados.

—¡Qué moderno! Y yo, estúpido de mí, pensaba en un refugio rústico.

—El emperador Augusto actualizó los rituales. El culto ha decaído en sus seguidores…

—¡Claro! Augusto intervino en todo. Y lo que hizo fue prepararme el escenario.

—Ha sido un día de adoración, seguida de juegos y carreras.

—¿Entre miembros del público?

—Sí.

—¿Todos hombres?

—No.

—¿Ha terminado la juerga?

—La gente espera todavía. La mayoría de los hermanos han regresado a Roma para celebrar allí otra fiesta en casa de su actual maestro. —Eliano hizo una pausa—. Bien, todos salvo uno de ellos. —Capté el comentario pero dejé que siguiera hablando—. Yo he vuelto a casa pronto. Parte de los que han estado en los juegos siguen divirtiéndose todavía en el bosque.

—¿Qué te ha echo venirte tan pronto?

—Uno de los hermanos —explicó Eliano con un suspiro— me llevó aparte y me advirtió que «no se me consideraba lo suficientemente preparado para llevar la carga de la elección para un culto tan exigente». Es evidente que el hombre me estaba diciendo que no soy lo bastante importante. —Eliano bajó la vista y su padre apretó los labios—. Me sentí fatal. Intenté mantener la cara risueña pero no dejaba de escuchar al muy condenado comentando en tono burlón la buena impresión que había causado y añadiendo que los hermanos esperaban sinceramente que encontrase otra manera de dar salida a mis supuestos talentos… No soportaba la mirada de la gente. Sé que debería haberme sobrepuesto…

Hizo una breve pausa, se apoyó en el codo y se cubrió la boca con una mano. Los dedos a la vista mostraban unas uñas mordisqueadas. Puse una mano en su hombro y, allí donde el pulgar tocó la piel bajo el borde de la túnica, la noté fría. El joven se hallaba en estado de shock.

Eliano continuó en voz baja:

—Tenía mi caballo en el lindero del bosque, donde se había instalado una línea de control. Para volver hasta allí tuve que pasar junto a un pabellón destinado al maestro, una gran tienda de campaña provisional. Oí que salía de ella un grupo de gente y me oculté rápidamente para evitar que me vieran. Tropecé con uno de los cables que sujetaban la tienda y caí literalmente de bruces sobre un cuerpo. —De nuevo, hizo una breve pausa—. Supuse que el hombre estaba borracho, pero algo hizo que me sintiera inquieto. Sin saber por qué, el corazón se me desbocó antes incluso de fijarme bien. La gente que había oído salir se alejó en otra dirección y volvió a quedar todo en calma. No había nadie alrededor. Apenas podía creer lo que veía. Era horrible. El cuerpo yacía en un charco de sangre, con las ropas empapadas de un líquido rojo. Llevaba la cabeza cubierta con una tela no sé de qué clase, igualmente empapada. Las heridas tenían un aspecto espantoso; sobre todo, la gran raja de parte a parte del cuello. El corte se lo habían infligido con un cuchillo ritual. El arma aún permanecía al lado del degollado.

—¿Estaba muerto? —preguntó Décimo.

—Sin la menor duda.

—¿Lo conocías? —pregunté.

—No, pero a su lado había una guirnalda de flores con las cintas blancas arrancadas en la lucha, probablemente. El hombre era uno de los hermanos arvales.

—¡Bien, eso crea otra vacante! —Tomé aire y continué—: Entonces, supongo que informaste de tu descubrimiento, ¿no es eso?

Una mueca ceñuda se extendió por el rostro del joven.

—¡Oh, Aulo! —gruñó el senador.

—Estaba muy perturbado, papá. No podía hacer nada por él. Era una escena espantosa. No había rastro alguno del asesino; de lo contrario, te aseguro que habría hecho un esfuerzo por que cayera en mis manos. Una de mis preocupaciones era que, si aparecía alguien y me encontraba a solas con el cuerpo, podía sospechar que lo había matado yo.

De inmediato, pregunté:

—Ese cadáver, ¿no sería del hombre que te comunicó que no cumplías los requisitos para los arvales?

Eliano me miró a los ojos, con los suyos abiertos como platos. Reflexionó sobre el comentario y respondió:

—No, no, Falco. No se le parecía en nada, estoy seguro.

—¡Bien! ¿Y qué hiciste entonces?

—Largarme de allí enseguida. Correr en busca de mi caballo y volver a casa lo más deprisa que he podido.

—Y venir a pedirnos consejo —apunté. Para mí, estaba claro que el joven Eliano esperaba olvidar todo aquel incidente.

—Está bien —asintió con una mueca—. Soy estúpido…

—No del todo. Has informado de tu macabro hallazgo a tu padre, un senador, y a mí. Es una conducta aceptable. —Aceptable…, pero no suficiente. Me apreté el cinto y estiré la túnica por debajo de él—. Tenemos dos opciones. O fingir que no sabemos nada del tema… o comportarnos como dignos ciudadanos.

Eliano sabía a qué me estaba refiriendo. Se puso en pie y se tambaleó ligeramente pero, probablemente, estaba en condiciones para el trabajo.

—O sea, tengo que volver allí…

—No te vayas a creer que toda la diversión va a ser para ti —repliqué con una sonrisa—. Yo también quiero participar. No voy a quedarme aquí sentado con una garrafa entre las manos cuando puedo montar a caballo y darme una indigestión mientras me interno cinco millas en el campo… Para que, al final, alguien más haya descubierto el cuerpo degollado y nadie nos dé las gracias por informar de ello por segunda vez. —Me volví hacia su padre—. Yo puedo ocuparme de esto. Pero a su señoría le queda el trabajo difícil: explicarle a Helena y a su esposa por qué nos hemos marchado…

—Creo que podré distraerlas —asintió Décimo, y se puso de pie como un resorte. Se inclinó y dejó salir a mi hijita de detrás del diván, sujetándola por los bracitos regordetes mientras ella hacía una orgullosa demostración de que ya sabía andar sola.

¡Qué visión! Yo ya sabía que podía sostenerse en pie. Era un nuevo truco. Había olvidado por completo que aquello le ponía al alcance nuevas atracciones y nuevos peligros. Fruncí el entrecejo. Julia había conseguido poner las manos en el tintero del senador; al parecer, había hecho una demostración en dos tonos, pues ahora tenía el rostro, los brazos, las piernas y la linda túnica blanca, todo, cubierto de grandes manchas rojas y negras. Tenía tinta en torno a la boca. Incluso tenía tinta en los cabellos.

Julia se agarró a su noble abuelo de forma que éste tuvo que alzarla y quedó manchado inmediatamente de rojo y negro. Luego, percibiendo cierto peligro, los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a sollozar, al principio en voz queda pero luego en un tono cada vez más alto que atrajo a las mujeres de la casa, que acudieron corriendo a ver qué desgracia había sucedido a la niña.

Eliano y yo aprovechamos el incidente para dejar que el senador se enfrentara a él sin más ayuda.

IX

Aún había luz. Helena y yo habíamos cenado pronto con sus padres con intención de regresar a casa con la niña antes de que las calles se hicieran demasiado peligrosas. Sin embargo, cuando su hermano y yo salimos al galope de nuestros briosos corceles, ya empezaba a anochecer. El tiempo no estaba de nuestra parte.

La Vía Portuense se dirige hacia el nuevo puerto de Ostia, en la orilla norte del Tíber. Teníamos que atajar por la ciudad para cruzar el río por el puente Probo. Anácrites y yo empezamos nuestras inspecciones del Censo por aquel lado y tomábamos muchas veces el trasbordador hasta las inmediaciones del Emporio, pero, a caballo, era de todo punto imposible usar esa vía. Yo detestaba cabalgar, aunque advertí que Eliano tenía una buena silla y parecía cómodo espoleando a su montura. Podríamos haber usado el carruaje del senador pero, en vista de la hora, lo que necesitábamos era ir deprisa. También renunciamos a una escolta, que no haría sino atraer la atención. Íbamos armados con nuestras espadas bajo la capa y tendríamos que fiarnos de nuestra buena estrella.

Al pasar junto a los Jardines del César, vimos ya la presencia de algunos tipos sospechosos. Pronto nos encontramos cabalgando junto a la casa de las fieras donde, seis meses antes, había empezado mi ascenso social como investigador de los fraudes al Censo que se cometían entre los suministradores del circo. El establecimiento estaba cerrado y en silencio, pues no se oía el eco del bullicio de los gladiadores tras la colación nocturna ni el inesperado rugido de un león. Ya en el campo, nos cruzamos con un par de viajeros que habían calculado mal el tiempo y llegaban tarde de la costa. Cuando llegaran a la ciudad tendrían que quedarse en el Trastévere, ese barrio que los conocedores de la ciudad evitan y en el cual los forasteros suelen terminar víctimas de un atraco o de algo peor. Más tarde, nos topamos con algún que otro miembro de la plebe adornado con espigas, señal inequívoca de que había estado en los juegos del bosque sagrado. Eliano suponía que la mayoría de la gente se había marchado mucho más temprano o se quedaría hasta el amanecer. Esto último parecía lo recomendable.

Mientras cabalgábamos, me contó los acontecimientos más señalados del día como mejor supo: los sacrificios de primera hora de la mañana a cargo del maestro, la búsqueda ritual de espigas de los hermanos ante el templo de la diosa, el compartir el pan de laurel (fuera lo que fuese semejante cosa) y los nabos (por lo menos, los arvales no eran presuntuosos en la elección de sus guarniciones a base de verduras), y la unción de la imagen de la diosa. Después, despejado el templo y cerradas las puertas, los hermanos arvales se recogieron las túnicas y llevaron a cabo una danza tradicional a los sones de su antiguo himno (tan complejo y misterioso que debían servirse de tablillas de instrucciones para llevarlo a cabo). Después llegó la elección de un nuevo maestro para el próximo año, la distribución de premios y de rosas y una tarde de juegos que presidía el maestro arval revestido de la indumentaria de ceremonias. Para entonces, con buen apetito, los hermanos regresaban a Roma para cambiarse de ropa y seguir con nuevos banquetes nocturnos.

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