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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (8 page)

BOOK: Una virgen de más
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Era evidente que Décimo sentía un claro desprecio por la casta flaminia. A mí, el senador siempre me había caído bien. No tenía tiempo para hipocresías y, a pesar de su condición senatorial, me producía la impresión de que era un político honrado. No se vendía a nadie por nada. Y por eso carecía de riquezas.

Conocía a poca gente de los círculos de poder y reconoció que Lelio Numentino no era más que una figura pública a la que había visto brevemente en actos oficiales y en alguna que otra ceremonia.

—¿Qué fue de los ansarones, Marco? —preguntó su esposa con aire divertido.

—Les he encontrado un buen hogar —fue mi sobria respuesta, sin mencionar que dicho hogar era el nuestro. Helena me lanzó una mirada significativa.

—¿Y esperas que ese hombre te cause más problemas…, o existe alguna otra razón para hacer indagaciones?

—En su familia hay una niña que todos esperan que sea escogida como la próxima vestal. Creo que los Lelios pueden ejercer una influencia mística en el sorteo…

Dirigí este último comentario a Décimo, el cual levantó las cejas, fingiendo en esta ocasión que la insinuación de la existencia de amaños le sorprendía.

—Bien —dijo, casi en son de burla—, seguro que nadie desea que una pequeña plebeya sin pulir salga agraciada cuando hay tantas doncellas de altísima alcurnia que anhelan transportar el agua desde la capilla de la ninfa Egeria.

—¿Famosa por su anticuada castidad?

—Absolutamente famosa por su pureza y por su sencillez, en efecto —asintió Helena con tono desabrido.

—No, no puede ser —me corrigió Julia Justa—. Ser la hija de un flamen cuenta como exención para el sorteo.

—En realidad, es nieta.

—Eso significa que el padre renunció a ser sacerdote. —Julia Justa soltó una breve risita. Por un instante, me recordó a Helena—. ¡Seguro que le aceptaron enseguida la renuncia! —A modo de explicación, añadió—: Esa familia es conocida por considerar el sacerdocio como una prerrogativa personal. La difunta flaminia era famosa por sus pretensiones al respecto. Mi madre era una asistente asidua a los ritos de la buena diosa… Helena, ¿recuerdas que una vez te llevé a ti?

—Sí. Le he contado a Marco que no era más que un círculo de costureras que compartían unos deliciosos pastelillos de almendras.

—¡Ah, sí, desde luego!

Las dos mujeres estaban burlándose de Décimo y de mí. El festival de la buena diosa era una famosa reunión de matronas, secreta, nocturna y prohibida a los hombres. Corrían toda suerte de habladurías respecto a lo que sucedía en ella. Las mujeres ocupaban la casa del magistrado principal (a quien expulsaban de ella) y luego disfrutaban dejando que los hombres hicieran especulaciones sobre qué clase de orgías tendrían organizadas.

—Me parece recordar —desafié a Helena— que siempre has dado a entender que el festival de la buena diosa te disgustaba. ¿Por qué, querida? ¿Es demasiado seria y formal para ti? —continué con una sonrisa, fingiendo tolerancia, y me volví de nuevo hacia Julia Justa—. ¿De forma que la flaminia era una asistenta asidua a la reunión, debido a su cargo oficial?

—Y su arrogante hermana, también —contestó Julia Justa con una mueca burlona insólita en ella—. Esa hermana, Terencia Paula, era una virgen vestal.

—Si los rumores que he oído son ciertos, el sorteo lo preside una de esas vestales, ¿no?

—Al menos lo intenta —Julia Justa se rió abiertamente—. Un grupo de mujeres no se entrega necesariamente a establecer liderazgos como haría un grupo de varones. Sobre todo, una vez han llegado los refrescos. —Fuera de control, ¿eh? Esto confirmaba los peores temores de nuestra ciudadanía masculina. Por no mencionar las sugerencias de que el vino jugaba un papel importante en los alegres ritos de las chicas—. Mi madre, que era una mujer muy lista…

—¡Tuvo que serlo! —asentí con una sonrisa, incluyendo en el cumplido tanto a Helena como a Julia Justa.

—Sí, Marco, querido. —¿«Marco, querido»? Tragué saliva, inquieto—. Mi madre sostiene que la flaminia llevaba una vida muy laxa.

—¡Ah! ¿Y qué pruebas hay de ello?

—Todo el mundo sabe que tenía un amante. Era algo más o menos público. Ella y su desagradable hermana siempre andaban discutiendo al respecto. El asunto se prolongó durante varios años.

—Me dejas anonadado.

—De eso, nada —replicó Helena, y me dio un golpecito con la servilleta—. Tú eres un informador privado tenaz y cínico que espera encontrarse un adulterio a la vuelta de cada esquina. Si no te importa, madre, la que se queda perpleja soy yo.

—Claro que sí, querida; te eduqué y te rodeé de todas las protecciones… En fin, ser la flaminia es un papel difícil —respondió Julia Justa. Como Helena, su madre sabía ser justa. Era una mujer sofisticada; últimamente, incluso conseguía mostrarse justa conmigo—. El flamen dialis y su esposa son seleccionados de entre un círculo muy reducido, pues tienen que cumplir unos criterios tradicionales muy estrictos. Ella tiene que ser virgen…

—¡Pero eso es imposible! —intervino Décimo con tono irónico.

—Los dos han de ser hijos de parejas casadas mediante
confarreatio
, esa ceremonia religiosa a la antigua que se lleva a cabo ante diez testigos, en presencia del pontífice máximo y de los otros flámines. Eso quiere decir que el flamen debe contraer matrimonio según estos ritos y no puede divorciarse. Las posibilidades de que una pareja así se soporte son bastante remotas desde el principio y, si las cosas van mal, se ven atrapados de por vida.

—Además, está la presión de las constantes apariciones en público los dos juntos, para llevar a cabo sus tareas oficiales… —apunté.

—¡Bah!, en público no debe de ser tan difícil —replicó Julia Justa—. Es en casa donde debe de aparecer esta tensión.

Todos asentimos juiciosamente, fingiendo que reflexionábamos sobre el tema de los desacuerdos domésticos como si fuera algo ajeno a nuestra propia experiencia. ¡Como si lo fuese!

—Y bien, ¿qué problema hay con la pequeña? —preguntó el senador.

—Ninguno en absoluto, según la familia —respondí—. La niña, por su parte, le aseguró a Helena que la amenazan con graves daños. Acudió a vernos con esa historia y confieso que no me la tomé en serio. Debería haberle hecho más preguntas.

—Si es verdad que está destinada a ser la siguiente vestal —comentó Julia Justa—, su familia sería la primera que se vanagloriaría de ello. ¿Qué puede causar el conflicto? ¿La pequeña ve con gusto la perspectiva de que la seleccionen?

—Está exultante de alegría, parece.

—Yo —apuntó Helena— sospecho más bien que, como diría mi abuela, Gaya debe de estar muy contenta de tener la oportunidad de desligarse de sus parientes.

—Es cierto que esa familia resulta un grupo poco atractivo.

—¡Un puñado de fósiles!

Ya habíamos insultado lo suficiente a los Lelios. Como ya habíamos dado cuenta de la cena, Helena abandonó la sala con su madre para ir a charlar de lo sucedido en el norte de África con Justino y Claudia. El padre y yo ocupamos el estudio del senador, un rincón abigarrado y lleno de rollos que Décimo había empezado a leer y luego había olvidado. Encendimos unas lámparas, despejamos de cojines el diván de lectura e intentamos fingir que había espacio para reclinarnos con cierta elegancia. De hecho, aunque la casa de los Camilos era espaciosa, su dueño había sido apartado a un rincón minúsculo, como le gustaba comentar con abatimiento.

No obstante, había suficiente espacio como para que un par de colegas en buena armonía pudieran relajarse cuando no los viera nadie.

VII

Para convertir el encuentro en un simposio masculino, llevamos una botella de buen cristal de vino blanco decantado. La madre de Helena nos había indicado que nos encargáramos de la pequeña; al parecer, los esclavos de expresión torva de su séquito tenían demasiado trabajo pendiente. Nosotros nos habíamos ufanado de nuestra condición de expertos en cuidados infantiles. El senador colocó a Julia sobre una alfombra y le dejó coger todo lo que tenía a mano. Cuando se le permitía jugar con adultos, la pequeña no era ninguna molestia; esta vez se dedicó a jugar con lo que encontró en la bandeja de los punzones del abuelo. Yo era un padre realista e intentaba prepararla para la vida. Con un año y cuatro días de edad, no era demasiado pronto para que empezara a familiarizarse con la conducta de los hombres cuando se les deja solos con una buena garrafa de vino.

—¡Bien! Cuéntame eso de que Eliano cantaba el antiguo himno de los hermanos arvales.

—Es hora de añadir unos cuantos detalles embellecedores a su registro social —comentó con sorna su padre.

—Parece que esta semana no oigo otra cosa que cuestiones relacionadas con cultos religiosos. Por lo que recuerdo, la hermandad de los arvales es la más antigua de Roma. Creo que desciende directamente de nuestros antepasados agricultores, ¿no? ¿Y no celebraban la fertilidad de los campos con opíparos banquetes? Si es así, parece que tu hijo ha hecho una buena elección.

Décimo sonrió, aunque un tanto incómodo. Seguramente, prefería pensar que la decisión se debía a motivos más sobrios.

—¿Y qué hay de la selección, senador? ¿Es otro sorteo?

—No. Se realiza por elección cerrada entre los hermanos en servicio.

—¡Ah! De modo que Eliano tiene que infiltrarse entre los portadores de guirnaldas de espigas e impresionarlos con su carácter jovial, en concreto con su habilidad para adorar la buena práctica hortícola al tiempo que bebe por el amor de Roma, ¿no es eso?

Vi algunos problemas.

Aulo Camilo Eliano era un par de años más joven que Helena, es decir, tenía veinticuatro, quizá veinticinco ya. Tenían que haber nacido muy seguidos, lo cual apuntaba a un desconcertante período de pasión en el matrimonio de sus padres, cosa que prefería no contemplar. Eliano había sobrevivido en puestos profesionales modestos en el ejército y en el cargo de gobernador civil en la Bética y estaba perfectamente dispuesto a presentarse a la elección aunque el proceso era caro, lo cual siempre causaba fricciones en la familia.

La campaña también requería acercarse a los posibles votantes con sonrisa conciliadora y era aquí donde yo veía la dificultad; no era éste uno de sus talentos naturales. Eliano tenía un carácter ligeramente gruñón, demasiado ensimismado, carente de la falsa calidez que pudiera congraciarlo con los viejos senadores malolientes a los que debía halagar. Su padre acabaría por colocarlo en alguno de los escaños de la Curia pero, de momento, incluso podía considerarse una suerte que la fuga de su hermano con Claudia Rufina lo hubiera retrasado todo. Eliano aún estaba por pulir. A falta de mejores prendas, no podía hacerle ningún daño que, cuando menos, se ganara la fama de hombre viril. Los mujeriegos consiguen puñados de votos sin necesidad de sobornos.

Todo es relativo. Como aprendiz en una calderería del Aventino, el joven gruñón habría resultado fino y elegante. Quizá no lo suficiente como para engañar a las chicas, pero sí para convertirse en líder de los hombres.

—Si no le importa —comenté mientras su padre y yo reflexionábamos saboreando el vino—, hoy en día todo el mundo da por hecho que la votación en la mayoría de las elecciones sigue las líneas aprobadas por el emperador.

—¡En eso confiábamos! —reconoció Décimo, en una de sus contadas alusiones a su amistad con Vespasiano.

—Entonces, ¿qué hace hoy Eliano con esa caterva de cerriles?

Décimo lo explicó con su habitual sequedad:

—Los hermanos arvales, según hemos aprendido mientras nos dedicábamos sin descanso a imponernos a ellos, están muy ocupados durante el mes de mayo. Celebran la elección anual del líder y llevan a cabo los rituales de su máxima deidad durante un período de cuatro días. Tengo la teoría de que, después de los primeros asaltos sin freno a la comida y a la bebida, se toman un descanso y luego, aplacados por un día de resaca, continúan con más cautela.

—¡Son hombres hechos y derechos! ¿Cuál es la deidad?

—La diosa Día, esa dama conocida también como Ops.

—¿La protectora de las cosechas desde el principio de los tiempos?

—Desde que Rómulo trazó con el arado los límites de la ciudad.

Miré a Julia, pero la mujer estaba examinando las sandalias que llevaba con aire satisfecho. Se había agarrado el grueso tobillo y levantaba los dedos de los pies con una expresión interesante que significaba que estaba pensando en comerse el pie. Decidí dejar que aprendiera de sus investigaciones empíricas.

Décimo continuó su narración:

—El primer día de los ritos tiene lugar en Roma en la casa del maestro de los arvales, el hermano mayor de ese año. Al amanecer, ofrecen frutas, vino e incienso a la diosa, ungen la estatua, celebran un banquete formal en el cual se realizan nuevas ofrendas y los hermanos reciben regalos por su asistencia.

Viaje y subsistencia, ¿no? Buen grupo al que asociarse.

—Hoy, los ritos más importantes contemplan la elección del siguiente maestro en el bosque sagrado de la diosa. Espero que ahí esté la clave para adivinar si Aulo ha tenido éxito. Espero que el maestro recién elegido diga algo de quién va a ser ordenado bajo su mandato.

—Ojala tengas razón. Sería un gran golpe. Ser un hermano arval es uno de los honores que se conceden a lo más granado de la sociedad.

No exageraba. Los varones jóvenes de la familia imperial, por ejemplo, podían esperar su incorporación a la hermandad automáticamente como supernumerarios. Es probable que nuestros actuales príncipes, Tito y Domiciano, ya se hayan afiliado. El número total de miembros acostumbra a ser de nueve. Las vacantes están muy disputadas. Supongo que los Camilos iban demasiado lejos en sus aspiraciones cuando plantearon la candidatura de Eliano, pero éste no era el momento de criticarlos.

Ligeramente afectado por el vino, incluso el senador parecía dispuesto a reconocer la verdadera situación.

—No tenemos muchas posibilidades, Marco. ¡Condenados advenedizos!

—¿Se ha realizado ya la votación? —pregunté con un deje de prudencia.

—No. El acto tiene lugar en el templo de la Concordia, en el Foro, y parece que se celebra aparte de las fiestas rituales.

Fijamos la mirada en nuestras copas y reflexionamos sobre las desigualdades de la existencia.

Fue en este punto cuando, contra toda esperanza, el joven del cual estábamos hablando apareció en la puerta del estudio. Traía muy arrugada su indumentaria blanca que había llevado a la festividad y venía rojo como la grana. Probablemente estaba algo bebido, pero su expresión no lo dejaba entrever.

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