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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (7 page)

BOOK: Una virgen de más
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—No, madre.

Ella entornó los ojos y compartimos uno de nuestros escasos momentos de sensatez:

—¿Y cómo está Maya, hijo?

—Bastante tranquila. Cuando le di la noticia, casi no mostró la menor emoción.

—Eso no durará mucho.

—Estoy vigilando el momento en que se derrumbe.

—¡No vayas a molestarla!

Helena Justina, que había asistido en silencio a la conversación desde su silla de mimbre, donde sujetaba a la perra contra su regazo al tiempo que dejaba que Julia Junilla se sentara sobre sus pies, me dirigió una sonrisa cargada de ternura.

Esta vez, Helena no me ayudaba en nada. Peor aún, me enfrentaba aquella noche a una cena en casa de sus padres, en la que tendría que someterme a más interrogatorios sobre los problemas de su familia.

—Deberías estar todo el rato en casa de tu hermana, en lugar de hacer tanto el vago —dijo mi madre a modo de orden. Ésa era mi intención; quería preguntarle a Maya por la recepción de la reina Berenice y cómo había encajado lo de las pequeñas candidatas a vírgenes vestales—. Pero no te preocupes, ya iré yo…

Se me había adelantado. Las vírgenes tendrían que esperar. Petronio Longo diría que las vírgenes nunca lo hacían. Sin embargo, la clase de vírgenes de las que se reía Petronio no tenían nunca la tierna edad de seis años.

Cuando mi madre se marchó, esperé a que Helena me contara lo de la visita del flamen pomonalis. Tuve que fingir que había llegado a casa precisamente al final de la visita y que no había oído a escondidas toda la entrevista. Helena habría participado con gusto en un juego en el que yo fuera el cómplice oculto, siempre que antes nos hubiéramos puesto de acuerdo en la conspiración, pero detestaba que la espiaran en secreto. Incluso le incomodaba que alguien le enmendara la plana.

Me hizo un breve resumen, profundamente preocupada ahora.

—¿Qué fue exactamente lo que dijo Gaya ayer, cuando estuvo a solas contigo antes de que yo llegara a casa?

—Me dijo: «Uno de mis parientes ha amenazado con matarme». Y añadió que estaba asustada —Helena me miró, pensativa—. Se le había metido en la cabeza que necesitaba ver a un informante, de modo que dejé que fueras tú quien se encargara del tema.

—Empiezo a lamentar haberla enviado de vuelta sin hacerle más preguntas. Ya sé que tú pensaste que debería haber profundizado un poco más en el asunto.

—Tenías otras preocupaciones, Marco.

—Esa pequeña puede tener otras aún peores.

—Ha crecido en una casa muy peculiar, eso es cierto —dijo Helena un tanto excitada—. Sus abuelos se casarían por algún extraño ritual antiguo y, como flamen dialis y flaminia, incluso su propia casa tenía un significado ritual. Ningún niño disfruta de una infancia normal en una casa así. La vida diaria del sacerdote y la sacerdotisa está plagada de ridículos tabúes y rituales a cada paso, que dejan poco tiempo para los asuntos familiares. Incluso los niños tienen la obligación de participar en algunas ceremonias religiosas; presumiblemente, el padre de Gaya pasó por todo eso. Y ahora Gaya, la pobre chiquilla, está siendo forzada a convertirse en virgen vestal…

—¡Tiene todos los indicios de ser una huida! —conjeturé con una sonrisa.

—Sólo tiene seis años —refunfuñó Helena.

Le di la razón. No era edad para alejarla de casa y someterla a treinta años de santidad.

—¿Debo entender que te propones investigar el asunto, Helena?

—Quiero hacerlo. —La noté abatida, lo cual siempre me inquietaba—. Pero todavía no veo cómo enfocar el tema.

Permaneció pensativa y callada todo el día. Todavía no estaba preparada para compartir sus nuevas ideas. Yo me apliqué a limpiar las deyecciones de ganso. Helena había dejado muy claro que aquél era un rito diario que, según establecían las tradiciones antiguas, sólo podía llevar a cabo el procurador de las aves sagradas.

Esa noche, la cena llegó como el alivio de una pesadilla. No cabía decir otra cosa de los nobles Camilos salvo que, a pesar de sus problemas financieros, cenaban opíparamente. En esto ganaban de largo a la mayoría de millonarios romanos.

El dinero de la familia estaba vinculado a las tierras (para proteger el derecho familiar a mantenerse en la lista senatorial), pero una serie de hipotecas oportunamente repartidas les permitía vivir con cierta holgura. Por ejemplo, al invitarnos a cenar, habían enviado su silla de manos para Helena y la niña. Lo que hicimos fue cargar el palanquín con regalos y juguetes de Julia. Yo llevé en brazos a la pequeña. Helena llevaba unas cartas de su hermano, un joven brillante llamado Quinto Camilo Justino, a quien yo conocía bastante bien.

Helena tenía dos hermanos, los dos menores que ella y ambos estrictamente obedientes a sus órdenes siempre que se acercaban demasiado a su hermana. El mayor de ellos, Eliano, estaba prometido a una rica heredera de la Bética, en el sur de Hispania. El menor, Justino, había huido con la chica. Yo acudí a Tripolitania, pagado por el senador, con el encargo de encontrar a la pareja fugada. Yo sabía que se consideraba culpa mía que Claudia Rufina hubiese decidido cambiar de hermano. No era cierto, por supuesto: se había encandilado del más guapo y atractivo, que también tenía un carácter más abierto. Desde luego que yo estuve involucrado en el asunto, pues fui yo quien la trajo a Roma la primera vez como posible novia para Eliano y la esposa del senador sostenía desde hacía mucho tiempo que cualquier cosa que tocara M. Didio Falco saldría mal. En esto, Julia Justa seguía las opiniones de mi propia familia, de modo que no hice intento alguno por demostrar que su teoría no era cierta. Era perfectamente capaz de vivir con la pena que ha quedado expuesta.

Helena y yo habíamos observado que, bajo la tensión de las condiciones adversas del desierto, la pasión de los jóvenes amantes se había enfriado hasta el punto de llegar a la ruptura; nosotros, haciendo caso omiso de sus sentimientos más íntimos, tratamos de que se volvieran a juntar. Convencimos a Justino de que acabara con sus dudas y se casara con Claudia (y con su dinero), aunque antes enviamos a la pareja de visita a Hispania para que ella se reconciliara con sus ricos abuelos.

Justino estaba empeñado en encontrar el
silphium
, un famoso condimento de lujo ya extinguido. Esperaba descubrirlo de nuevo y hacerse millonario. Una vez fracasado su desquiciado plan, la única manera de evitar que saliera corriendo y se hiciera ermitaño fue atraerlo para reemplazar a Anácrites y convertirlo en mi socio. No cumplía con ninguno de los más elementales requisitos y, dado que ahora se había instalado en Hispania definitivamente, no se sabe por cuánto tiempo, en mi tercer intento de encontrar un compañero me topé con uno que no tenía la más remota idea del oficio… y que ni siquiera estaba localizable.

Helena había decidido compartir una casa entre todos (lo cual explicaría por qué había dicho al flamen pomonalis que vivíamos en el Janículo). Conociéndola, era probable que ya hubiese comprado un lugar en la zona. Ver sus esfuerzos para decírmelo me proporcionaría horas de secreta diversión.

Cualquiera pensaría que asegurar una fortuna en aceite de oliva de la Bética y una esposa agradable a su talentudo muchacho me granjearía coronas de laurel por parte de los padres. Por desgracia, todavía les quedaba el problema de su hijo mayor, el ofendido. Eliano había perdido el dinero y la novia y debía abstenerse de participar en las elecciones al Senado durante un año, todo ello porque su hermano lo había puesto en ridículo. Fueran cuales fuesen los sentimientos de sus padres respecto a la solución dada a la vida de su hermano, ahora era Eliano el que andaba todo el día por la casa refunfuñando muy irritado. Un joven de veintitantos años sin oficio y con muy malos modales puede dominar una casa aunque pase la mayor parte del tiempo fuera de la ciudad.

—Parece mejor solución dejar que alarme a los vecinos con sus pendencieros amigotes —murmuró el senador a nuestra llegada—. Hasta el momento no han llegado a detenerlo ni lo han traído a casa en una carretilla cubierto de sangre.

—¿Aulo cenará con nosotros? —preguntó Helena, dándole a Eliano el nombre familiar, pero intentando disimular que esperaba lo contrario. La concienzuda hermana mayor siempre procuraba ser justa pero, de los dos chicos, era Justino quien más se parecía a ella en temperamento y carácter.

—Probablemente, no —respondió el padre, Camilo Vero, un hombre alto, agudo y ocurrente, con unos cabellos revueltos, salpicados de canas, que su barbero aún no había conseguido domesticar. Noté en él un aire dolido cuando se refirió a sus hijos.

—¿Está en alguna fiesta? —pregunté.

—Quizá te cueste creerlo, pero he intentado conseguirle un cargo sacerdotal y, de este modo, relacionar su nombre con títulos honorables. Si supongo bien, estará en el Campo Sagrado de los hermanos arvales. Hoy es el día principal de sus fiestas anuales.

Emití un silbido de aprobación. Parecía lo más cortés. El grupo a que hacía referencia presidía los festivales y celebraciones religiosas y también tenía el encargo de elevar plegarias por la felicidad de la familia imperial. Las actividades del colegio de los hermanos arvales se remontaban al principio de nuestra historia, cuando oraban por la salud propia y la abundancia de las cosechas, en prenda de lo cual llevaban guirnaldas de espigas de trigo atadas con cintas blancas. Imaginar a Eliano, siempre tan ceñudo, ataviado con una guirnalda o con una corona de espigas fue el clímax hilarante de una buena cena. Sin embargo, hablando con franqueza, si un hijo mío quisiera algún día afiliarse a la hermandad, lo encerraría en el cuarto oscuro hasta que se le quitara de la cabeza semejante tontería.

—Bien, cuéntanos tus novedades, Marco.

Anuncié mi ascenso social y rehuí las felicitaciones como buen romano modesto.

—Os advierto, señor, que en la actualidad mi conversación se limita a los sistemas de crianza de aves. Mi vida está regulada, hoy por hoy, por los acontecimientos rituales del calendario de la diosa Juno.

—¿Cómo? ¿Ya no te dedicas a tu labor preferida de informante?

Crucé mi mirada con la suya brevemente. Décimo, como me atrevía a llamarlo en ocasiones, era íntimo amigo de Vespasiano y yo nunca estaba del todo seguro de hasta qué punto sabía de mi trabajo oficial.

—Estoy liado con esas aves.

El senador me dedicó una espontánea sonrisa:

—¿Te mereces el ascenso social pero no puedes soportar el Aviario?

—Se supone que debo sentirme muy honrado.

—¡Vaya fastidio!

La madre de Helena dirigió una mirada compungida a su esposo y decidió conducirme a mi triclinio para comer antes de que su rudo marido infectara a su yerno, que estrenaba respetabilidad, con opiniones discutibles. Hasta aquel momento, yo había sido el republicano peligroso, y Décimo era el miembro convencional de la Curia. Me sentí ligeramente irritado.

Cuando ocupamos los triclinios, Julia Justa colocó ante mí, con sus manos de dedos sarmentosos llenos de anillos, unos cuencos de aceitunas y unas gambas al azafrán. Helena se inclinó hacia delante y picó unas gambas.

—Dime, Marco —intervino la madre, espléndida con su vestido blanco con ribetes dorados que brillaban casi tanto como su nueva y alarmante actitud amistosa—. Siempre me ha inquietado cómo se consigue convencer a los gansos sagrados de que no se muevan de su cojín púrpura cuando van en una procesión…

—Lo averiguaré y te lo contaré. Sospecho que primero les hacen pasar hambre y, a continuación, un hombre se les acerca con un puñado de grano para convencerlos de que se queden quietos.

—Es como llevar a un niño a una fiesta —dijo Helena. Su madre contempló complacida a nuestra pequeña que, tranquila y callada en brazos de una esclava, chupaba su sonajero de loza; con gran tacto, había escogido mordisquear un juguete que le habían regalado los abuelos.

La pequeña Julia siempre buscaba el momento oportuno. Sabía perfectamente cuál era el instante de interrumpir una comida. Y, desde la última vez en que los apreciados Camilos habían tenido ocasión de disfrutar de ella, había aprendido nuevas gracias.

—¡Qué rica es!

Helena y yo exhibimos públicamente la sonrisa de suficiencia de unos padres experimentados. Habíamos tenido un año para aprender a no confesar jamás que nuestra pequeña, tan encantadora con sus mofletes gordezuelos, podía ser también una llorona irritante. La habíamos vestido de punta en blanco, habíamos peinado sus suaves cabellos oscuros con suaves rizos y en aquel momento esperábamos, con los nervios a flor de piel, el instante inevitable en que decidiera empezar su berrinche.

Como siempre, fue una cena excelente, de la que habría disfrutado aún más si me hubiera sentido capaz de relajarme. El padre de Helena me caía bien y la madre no me disgustaba. Ellos habían aceptado, al parecer, que me tendrían que soportar. También habían observado ya que no se habían cumplido las expectativas de que haría desgraciada a su hija, ni había terminado en la cárcel (al menos, últimamente). No me habían prohibido la entrada en ningún edificio público, no me habían ridiculizado en ningún pasquín satírico ni había aparecido en las fichas policiales de malhechores que publicaba la
Gaceta Diaria
. Aun así, en aquel tipo de reuniones siempre había el riesgo de que alguien hiciese un comentario ofensivo. A veces me parecía que Décimo lo esperaba, en secreto, porque le resultaba emocionante. El hombre tenía cierta vena maliciosa que yo conocía muy bien, puesto que su hija Helena la había heredado de él intacta.

—Padre, madre, podéis ayudarnos en un asunto —dijo Helena cuando estuvimos en los postres—. ¿Alguno de vosotros sabe algo de Lelio Numentino, el flamen dialis, y de su familia?

—¿Qué asunto despachas tú con ese flamen? —quiso saber el padre.

—Bien, he tenido un primer enfrentamiento con ese viejo estúpido —fue mi respuesta—, aunque no ha sido cara a cara.

—Por supuesto. En todo caso, estarías siempre a una braza de distancia impuesta por su preciada vara.

—No, no. Ya se ha jubilado. Su esposa falleció y ha tenido que renunciar al cargo. Aunque parece que esto no ha frenado sus quejas. Lo primero que me he encontrado en mi nuevo cargo ha sido una crisis causada por su disgusto a que los ansarinos campen a sus anchas por el Capitolio. He conseguido, hasta ahora, evitar encontrarme con él; de lo contrario, habría sido muy brusco.

—Después de pasar toda una vida protegido del contacto próximo con el mundo real, no puede ser muy ducho en el trato con las personas…, ni con los animales.

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