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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (4 page)

BOOK: Una virgen de más
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Anácrites nunca se refería a sus orígenes, pero era sin duda un ex esclavo; incluso un liberto de palacio sólo podía adquirir una villa de lujo de forma legítima como recompensa a una vida de servicios excepcionales. Nunca había descubierto su edad, pero mi socio todavía no pensaba en retirarse; seguía teniendo el vigor suficiente como para sobrevivir a una herida en la cabeza que debería haber acabado con él, le quedaban muy pocos dientes y le faltaba la mayor parte de su cabellera negra, peinada hacia atrás y engominada. El otro sistema por el que los esclavos de palacio atesoraban cosas de valor era más directo: el soborno. Ahora que pertenecía al rango intermedio, no podía esperar sino que esos sobornos fueran más sustanciosos.

Nos separamos aún en silencio. Mi socio no era de los que proponen tomar una copa para celebrarlo. Yo nunca habría podido tomarla con él.

Para mí, el futuro aparecía sombrío. Yo era un hombre libre, pero plebeyo. En aquella jornada acababa de llegar más alto que todas las anteriores generaciones de Didios… Y total, ¿para qué? Para ser un plebeyo que ha perdido su posición natural en la vida.

Dejé palacio agotado y desanimado, consciente de que ahora debería explicar mi terrible destino a Helena Justina. También era su destino: hija de un senador, había dejado su hogar patricio por las emociones y los riesgos de vivir con un don nadie de baja estofa. Quizá pareciese reservada, pero Helena era apasionada y voluntariosa. Conmigo había afrontado el peligro y la deshonra. Habíamos luchado con la pobreza y el fracaso, aunque la mayor parte del tiempo habíamos podido disfrutar de nuestras vidas a nuestro antojo. Era una apuesta por la independencia que muchas personas de su posición envidiaban, quizá, pero pocos se atrevían a escoger. En mi opinión, Helena había sido feliz. Yo estaba seguro de haberlo conseguido.

Ahora, después de tres años de la promesa de ser ascendido al orden ecuestre, finalmente se ha cumplido, y con ella llegan todas sus restricciones. Tendría que relacionarme con delicadas empresas comerciales, con las jerarquías inferiores de las órdenes sacerdotales locales y con los puestos administrativos, no tan bien remunerados. Con la aprobación de mis iguales y la aquiescencia de los dioses, mi futuro estaba sellado: M. Didio Falco, ex informante privado, tendría tres hijos, ningún escándalo y una estatuilla erigida en su honor al cabo de cuarenta años. De pronto, todo aquello no me pareció tan divertido.

Y Helena Justina quedaría reducida a una permanente mediocridad, aburrida y respetable. Como fuente de escándalo, había constituido una rotunda decepción para ella.

III

En conclusión, que mi primera jornada después de mi regreso a Roma fue bastante exigente. Pasé la tarde encerrado, en casa con Helena, asimilando nuestra nueva situación y reflexionando sobre lo que el cambio podía significar para nosotros.

Al día siguiente fui a casa de Maya y le di la terrible noticia. El hecho de que el viaje en el que había muerto su esposo me hubiera traído especiales recompensas no mejoró en absoluto las cosas. Por supuesto, me sentí culpable. Cuando Maya me aseguró que no tenía motivos para reprocharme nada, me sentí todavía peor.

Me quedé con mi hermana la mayor parte del día. Además de aquella desgarradora experiencia, al volver a casa me encontré con la inesperada visita de aquella clienta infantil, Gaya Laelia. Después, lo único que me apetecía era entrar en casa y cerrar la puerta.

Sin embargo, el mundo parecía haberse enterado de mi regreso. En casa no había un solo cliente y, al menos por una vez, ni acreedores ni patéticos prestamistas. En cambio, varios miembros de mi círculo íntimo aguardaban en torno a mi mesa, absolutamente despejada, con la esperanza de que cocinaría para ellos. Había un amigo y un pariente. El amigo era Petronio Longo, cuya presencia habría acogido con gusto si no lo hubiera encontrado charlando como un viejo colega con el pariente al que menos toleraba: mi padre, Gémino.

—Les he contado lo de Famia —dijo Helena en un murmullo. Se refería a la versión edulcorada que habíamos decidido contar.

Habíamos acordado que sólo Maya conocería la verdad desnuda. Famia había sido enviado a provincias por la facción de los carreteros para la que trabajaba como veterinario equino, con objeto de adquirir nuevos animales en los criaderos de potros de Libia. La dificultad de acceso a la zona nos permitió difuminar los detalles. Oficialmente, mi cuñado había muerto en un «encuentro accidental» con un animal salvaje.

Era asunto de Maya decidir cuándo (si llegaba el caso) se daría a conocer públicamente que Famia, borrachín escandaloso e intolerante, había proferido soeces comentarios contra los dioses y héroes tripolitanos en el foro de Lepcis Magna, hasta el punto de que los habitantes olvidaron las normas de hospitalidad para con los forasteros y lo molieron a palos, lo llevaron ante un magistrado que visitaba la ciudad y lo acusaron de blasfemo. La pena que se aplica en Tripolitania por tradición es la de morir despedazado por las fieras.

El circo de Lepcis estaba en vísperas de celebrar una serie de juegos, como suele ser normal en África, donde son habituales los deportes sangrientos para aplacar la cólera de los dioses ofendidos, aunque esos severos dioses púnicos no hayan sufrido el menor insulto. En Lepcis guardaban un león convenientemente hambriento con ocasión de los juegos. Famia fue arrojado a la fiera al día siguiente, antes de que yo tuviera noticia de que había desembarcado en Lepcis, antes de que me enterase de lo que estaba sucediendo, antes incluso de que yo pudiera intentar evitarlo. Le conté a Maya con todo detalle la causa de la muerte de su marido y cómo había sucedido, al tiempo que le aconsejaba que protegiera a sus hijos del horror innecesario a aquellas alturas. Sin embargo, lo que no le dije fue que el magistrado que había aprobado la ejecución con el objeto de mantener la paz en Lepcis era mi colega en las tareas del Censo, el enviado senatorial del emperador Rutilio Gálico. Tampoco le conté que yo me alojaba en su casa en aquella ocasión. Estaba sentado a su lado cuando me descubrí presenciando la muerte de Famia. Incluso sin saberlo, Maya me había echado la culpa de lo sucedido.

Petronio y mi padre me observaban con curiosidad como si ellos también sospecharan, por alguna razón, que yo estaba metido hasta el cuello en el asunto.

Helena me libró de la tarea de cuidar del ansarino, que colocó en su cesto junto al otro hermano, que no dejaba de chillar. Por suerte, nuestro apartamento quedaba encima de la tienda de un cestero y Enniano siempre estaba impaciente por vendernos un cesto nuevo. No le habíamos contado que ahora me dedicaba a criar gansos. Ya tenía yo suficiente fama de payaso en el barrio.

—¿De dónde has sacado esos polluelos? —preguntó mi padre, burlón—. Un poco flacos para asarlos, ¿no crees? ¡Cuando les llegue el momento de echarlos a la cazuela, te habrán tomado por su madre!

Respondí con una franca sonrisa. Helena debía de haberle hablado de mi nuevo rango y del buen empleo que lo acompañaba. Mi padre dedicaría días enteros a pensar chistes malos al respecto.

Petronio empujó a
Nux
bajo la mesa, y la retuvo entre sus botas. A Julia la pusieron en brazos de su empalagoso abuelo. Mi padre era un caso perdido con los niños; baste con decir que incluso abandonó a sus hijos para irse con una novia. Sin embargo, quería a Julia y se pavoneaba porque el otro abuelo de la niña era un senador. La niña le pagaba con el mismo afecto sin necesidad de razones. La generación futura siempre parecía dispuesta a reverenciar a mi padre antes incluso de que los pequeños alcanzaran una edad en la que podían visitarlo a escondidas en su emporio de antigüedades y dejarse sobornar con golosinas y chucherías.

Reprimí la irritación, busqué un taburete y tomé asiento.

—¿Una copa? —me ofreció Petronio con la esperanza de tomarse él otra. Dije que no con la cabeza. El recuerdo de Famia me había quitado las ganas. Éste es el aspecto más nefasto de los borrachos. No sólo dejan de disfrutar de su propia bebida, sino que la visión de las consecuencias de sus excesos elimina cualquier placer en el resto de los presentes.

Petronio y mi padre se miraron y arquearon las cejas.

—Mal asunto —comentó mi padre.

—Siempre te gusta soltar obviedades.

Helena apoyó una mano en mi hombro y enseguida la retiró. Había vuelto a casa abatido, sintiéndome un cerdo miserable que necesitaba consuelo pero no permitía que se lo dieran. Ella conocía los síntomas.

—¿Has visto a Maya? —preguntó, aunque mi humor de perros así lo confirmaba claramente—. ¿Dónde se metió ayer?

—Llevó a una de sus hijas a una gala en la que se presentaba a las jóvenes a la reina Berenice.

Helena puso cara de sorpresa.

—¡Eso no parece propio de Maya!

Como yo, mi hermana menospreciaba los formalismos sociales. Normalmente, ante la ocasión de asistir a un acto presidido por la exótica amiga de Tito, Maya se mostraría tan rebelde como Espartaco.

Petronio parecía saber el motivo:

—Tenía algo que ver con el sorteo para una nueva virgen vestal.

De nuevo, aquello era impropio de Maya.

—No he tenido ocasión de comentar chismes —respondí—. Ya conoces a Maya. Tan pronto me vio, supuso que le llevaba malas noticias. Yo me presentaba en su casa pero… ¿dónde estaba Famia? Incluso él, en condiciones normales, habría pasado por su casa a dejar el equipaje antes de encaminarse a la taberna. Maya lo adivinó.

—¿Cómo se está tomando las cosas? —preguntó mi padre.

—Demasiado bien.

—¿Qué significa eso? Maya es una mujer sensata. No montará un escándalo. —Mi padre no conocía nada de sus hijos menores, Maya y yo. ¿Cómo iba a conocerlos, si había rehuido cualquier responsabilidad sobre nosotros cuando yo tenía siete años y Maya sólo seis? ¿Es que no llevaba más de veinte años sin ocuparse de nosotros?

Cuando le comuniqué a Maya la noticia de que su marido había muerto, se derrumbó en mis brazos. Después se irguió, se separó de mí y pidió que le contara los detalles. Yo había ensayado la narración suficientes veces durante la travesía de regreso a casa. Fui breve y ello dio un aire aún más sombrío al asunto. Maya permaneció muy callada. Dejó de hacer preguntas y no prestó oídos a lo que le decía. Estaba sumida en sus pensamientos. Tenía cuatro hijos y no disponía de ingresos. Había un fondo funerario al que Famia había cotizado, obligado a ello por la facción Verde de los carreteros, que cubriría el precio de una urna y de una inscripción que Maya no quería, pero que debería aceptar para dar a los niños un recuerdo de su infame progenitor. Tal vez los Verdes le ofrecieran una pequeña pensión. También cubría las condiciones para optar al reparto de grano para pobres. Pero tendría que trabajar.

La familia la ayudaría. No tendría que pedirlo y, cuando se le ofreciera ayuda, siempre tendríamos que decir que era para los niños. Éstos, cuyas edades iban de los tres a los nueve años, se mostraron asustados, perplejos e inconsolables, al principio. Pero eran todos muy brillantes. Supongo que, una vez que Maya y yo les informamos con delicadeza de que habían perdido a su padre, percibieron que tras nuestras palabras les estábamos ocultando algún secreto.

Mi hermana ya había conocido otras tragedias parecidas. Se le había muerto la hija primogénita de una enfermedad infantil cuando tenía más o menos la edad de Mario, su hijo mayor por entonces. En aquella época, yo estaba en Germania y, para vergüenza mía, pronto me olvidé de lo sucedido. Maya, en cambio, no lo olvidaría nunca, pero sobrellevó su pena en solitario; Famia nunca le fue de ninguna utilidad.

Petronio tomó a Julia de manos de mi padre y se la entregó a Helena, momento que aprovechó para dar un leve codazo a mi padre indicándole que era hora de marcharse. Mi padre, como de costumbre, no lo captó.

—¡Bah! Volverá a casarse, por supuesto.

—No estés tan seguro —Helena mostró su desacuerdo sin alterarse. Sus palabras eran un reproche a los hombres. Mi padre tampoco captó aquella indirecta. Hundí el rostro entre las manos un momento y me dije que, en efecto, una mujer atractiva y desprotegida como mi hermana tendría que esquivar una lluvia de proposiciones, muchas de ellas repulsivas. Aquél debía de ser sólo un aspecto de su desesperación ante su nueva situación. Sin embargo, eliminar pretendientes indeseables e interesados era algo en lo que podía ayudarla.

—Apuesto… —A mi padre se le acababa de ocurrir una de sus terribles ideas maliciosas—. Apuesto a que tu madre —me sugirió ominiosamente— intentará emparejarla con alguien a quien todos conocemos…

No me atreví a pensar siquiera de quién estaba hablando.

—Alguien ha quien también le ha sido concedido un buen empleo… Por cierto, Marco, felicidades. Ya iba siendo hora. Tenemos que celebrarlo, hijo… En mejor ocasión, desde luego —concedió a regañadientes.

Con retraso, capté a qué se refería.

—¿No estarás hablando de…?

—Tiene un buen empleo con un empresario solvente, en posesión de mucho dinero, en lo mejor de la vida y bien conocido por todos nosotros. Supongo que es evidente —chilló mi padre—. ¡El apreciado inquilino de tu madre!

Me incorporé de un saltó, aparté el taburete de un puntapié y me marché al dormitorio, y cerré dando un portazo, como un chiquillo enfurruñado. Había sido un mal día, pero en aquel momento me sentí hastiado. Como todos los vaticinios de mi padre, aquél tenía un aire de poder cumplirse fatalmente. Si uno pasaba por alto el hecho de que el inquilino era un hongo venenoso y parásito con la ética de una babosa políticamente tortuosa, era cierto que se trataba de un hombre con buen salario, con propiedades, recientemente ascendido, que anhelaba entrar a formar parte de la familia.

¡Oh, dioses! ¡Anácrites!

IV

La mañana del día siguiente, Petronio salió a mi encuentro en la plaza de la Fuente.

—¿Cuál es la verdadera historia de la muerte de Famia? —me preguntó. Me encogí de hombros y no solté prenda. Me dedicó una mirada cargada de acritud y evité sus ojos, convencido de que maldecía una vez más a Famia por colocarme en aquella situación—. ¡Cabronazo!

A pesar de la irritación, Petronio esperaba la ocasión de sonsacármelo por la fuerza.

—Gracias por llevarte a mi padre anoche.

Petronio sabía que mis palabras eran un intento por cambiar de tema.

—Estás en deuda conmigo. Tuve que dejar que me arrastrara hasta el local de Flora y que me hiciera beber la mitad de mi salario semanal.

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