—Lo siento, no acepto encargos.
Angustiado todavía por la visita a Maya, me mostré más severo y arisco de lo que hubiera debido.
La cliente intentó ganarse mi amistad. Con la cabeza gacha, se miró los dedos de los pies con aire conmovedor. Estaba acostumbrada a conseguir sus propósitos a fuerza de halagos y mohines. Sus grandes ojos pardos suplicaban favores, confiados en que recibirían lo que pedían. Me limité a dedicarle la mirada severa de un hombre que vuelve de comunicar una noticia trágica a una gente que acaba de decidir responsabilizarlo de la tragedia.
Helena hizo acto de presencia. Dirigió una mirada ceñuda a la pequeña de las ajorcas y me dirigió una sonrisa maliciosa desde detrás de la media puerta de listones que Petronio y yo habíamos construido para evitar que mi hija de un año se saliera de casa gateando. Julia, mi atlética heredera, apretaba su rostro contra los tablones y miraba entre las junturas, desesperadamente interesada en lo que estaba sucediendo aunque averiguarlo le costara unos arañazos en las mejillas, la nariz chafada y los labios aplastados. La pequeña me recibió con un barboteo sin palabras.
Nux
, mi perra, saltó sobre la media puerta, enseñando a Julia el modo de escapar. La clienta fue derribada de su taburete por la masa alocada de pelambre pestilente y se acurrucó en un rincón mientras
Nux
llevaba a cabo sus exageradas zalamerías de costumbre para celebrar mi regreso a casa y la expectativa de que alguien le diera de comer.
—Te presento a Gaya Laelia. —Y Helena señaló a la probable clienta como una hechicera miserable que sacara de una caja deslustrada un conejo vivito y coleando. No sabía si el tono de desaprobación de su voz tenía que ver conmigo o con la niña—. Tiene ciertos problemas con su familia.
Solté una carcajada amarga.
—¡Pues no busques consuelo en mí! Yo también tengo problemas con la mía. Escucha, Gaya, mi familia me considera un asesino, un manirroto y un capullo que no merece confianza alguna… Y ahora, encima, cuando consigo llegar a casa tengo que bañar a la niña, preparar la cena y coger dos pajarillos que dejan sus cagadas por todas partes, que se cuelan bajo los pies de la gente y se dedican a picotear a mi perra.
No bien hube pronunciado estas palabras, cuando un ansarón amarillo brillante, de patas palmeadas, se escabulló por entre las rendijas de la media puerta. Conseguí atraparlo en el mismo momento en que me preguntaba dónde estaría el otro; a continuación, agarré a
Nux
por el collar antes de que se le ocurriese saltar sobre el ave y empujé a la perra escaleras abajo.
Nux
se agarró a mis corvas con la esperanza de echar el diente al pobre pollo de ganso.
Las ajorcas emitieron un irritante tintineo como el de un cencerro y al mismo tiempo que Gaya Laelia pataleaba enérgicamente con su pie menudo, calzado de oro. Con el gesto perdió parte de su anterior aire de madurez.
—¡Eres odioso! ¡Ojala se mueran todos tus gansos!
—Estos ansarinos son aún muy jóvenes —le precisé con frialdad—. Cuando crezcan…, si lo consigo… Los crío desde que salieron del cascarón y si llegan a animales adultos sin que
Nux
ni Julia los maten de un susto, serán guardianes de Roma en el Capitolio. No insultes a un ser con un destino sagrado de por vida.
—¡Bah, eso no es nada! —se mofó la irritada damisela—. Mucha gente tiene un destino que… —dejó la frase a medias.
—¿Y bien? —pregunté con tono paciente.
—No estoy autorizada a continuar.
A veces, el secretismo le convence a uno para que acepte un encargo; pero en esta ocasión, el misterio no me interesó lo más mínimo. La tarde terrible que acababa de pasar en casa de mi hermana anuló cualquier curiosidad.
—¿Y cómo es que los has traído a casa? —insistió Gaya, señalando al ansarón con un gesto de cabeza.
A pesar de mi depresión, intenté mostrarme orgulloso:
—Soy el procurador del aviario, encargado de su cuidado por el Senado y el pueblo de Roma.
Era mi nuevo empleo. Apenas hacía un día que me habían nombrado y aún no me había hecho a la idea, pero ya sabía que, de haber estado en mi mano, no era ése el cargo que yo habría escogido.
—¡Un lacayo emplumado! —exclamó Helena desde el interior, con una risilla picarona. La idea le resultaba hilarante.
—¡Me da la impresión de que ese título te lo has inventado tú! —replicó Gaya.
—No. Quien lo ha inventado ha sido el emperador, siempre tan ocurrente.
Vespasiano había querido colocarme en una situación que pareciese una recompensa y que a él sólo supusiera un pequeño sueldo. Había pensado en ello mientras yo estaba en el norte de África. Por orden suya regresé en barco directamente desde la Tripolitania, esperando con impaciencia posición e influencia. En lugar de ello, me viene con lo de los gansos. Vespasiano me había hecho objeto de una de sus bromas imperiales. Y, además, también me habían adjudicado los pollos sagrados de los augures. La vida es un asco.
Gaya, que sabía ser insistente, seguía intentando que le explicara por qué tenía en mi casa aquel ansarino amarillo.
—¿Cómo es que lo tienes aquí?
—Verás, Gaya Laelia, cuando recibí el nombramiento de mi honorable cargo, corrí a inspeccionar a mis pupilos. Es sabido que los gansos de Juno no incuban sus huevos en el Capitolio; normalmente, su descendencia la crían unas gallinas carcomidas en una granja. Dos ansarinos desconocedores del sistema habían eclosionado ya. Y a la llegada al templo de Juno Moneta vi al sacerdote de guardia dispuesto a retorcer aquel par de sagrados pescuezos.
—¿Por qué?
—Alguien se ha quejado. La visión de unos ansarinos campando a sus anchas ha molestado a algún anciano flamen dialis retirado.
Flamen dialis era el sacerdote de Júpiter, el principal servidor del padre de los dioses, el jefe supremo de la gran Tríada Olímpica. Aquel hombre amenazador que detestaba los ansarinos debía de ser un tradicionalista amargado y de la peor calaña.
Tal vez había resbalado en las deyecciones que los ansarones depositaban con frecuencia y en abundancia. Imaginaos los problemas que ahora teníamos en casa.
Gaya pestañeó.
—¡No se debe importunar a un flamen! —comentó con voz bastante enérgica.
—¡Trataré a éste como se merece! —fue mi respuesta. No había llegado a encontrarlo cara a cara; sólo había oído sus protestas de boca de un acólito en apuros. Me proponía evitarlo. De lo contrario, terminaría diciéndole a algún cabronazo poderoso dónde podía meterse su vara de mando. Como procurador del Estado, yo no tenía poder para actuar de aquella manera.
—Es un hombre muy importante —insistió la chiquilla. Parecía nerviosa por alguna causa. Era evidente que a este sacerdote le daba mucha importancia. Detesto a los miembros de las clases sacerdotales antiguas, con sus pretensiones y sus ridículos tabúes. Sobre todo, aborrezco la influencia clandestina que tienen en Roma.
—¡Hablas de él como si lo conocieras, Gaya! —dije con tono irónico.
Y, al instante, la pequeña consiguió paralizarme:
—Sí, se llama Lelio Numentino; es mi abuelo.
El corazón me dio un vuelco. Aquello era grave. Tener una disputa con un obstinado jerarca de un culto oficial por un par de pollitos de ganso fuera de sitio ya era un estreno suficientemente malo en mi nuevo cargo; no era preciso que, además, descubriera que su adorada nieta acudía a mí para contratarme. Vi que Helena alzaba las cejas y fruncía el entrecejo con aire alarmado. Era momento de acabar con aquello.
—Bien. ¿Cómo es que has venido a parar aquí, Gaya? ¿Quién te ha hablado de mí?
—Ayer conocí a uno que me dijo que ayudas a la gente.
—¡Por el Olimpo! ¿Quién ha hecho tan absurda afirmación?
—No importa.
—¿Quién sabe que estás aquí? —preguntó Helena con voz preocupada.
—Nadie.
—No salgas nunca de casa sin decirle a alguien dónde vas —reprendí a la pequeña—. ¿Dónde vives? ¿Queda lejos?
—No.
Del interior de la casa llegó de pronto el llanto estridente de Julia. Se había alejado a gatas hasta desaparecer, pero en aquel instante estaba metida en algún apuro urgente. Helena titubeó y enseguida fue en su busca por si la crisis tenía que ver con el agua caliente o con algún objeto punzante.
Una chiquilla de seis años no podía necesitar nada de un informador. Yo me dedicaba a divorcios y a infidelidades financieras, a robos, a escándalos políticos, a herederos que no aparecen, a amantes desaparecidos o a muertes inexplicables.
—Mira, yo trabajo para adultos, Gaya. Deberías volver a casa antes de que tu madre te eche en falta. ¿Ese vehículo de la calle es tu transporte?
La chiquilla se mostró menos segura de sí misma y más dispuesta a descender hacia la refinada silla de manos que, un momento antes, yo había visto frente a mi propia casa. Automáticamente, me imaginé que era una niña rica y consentida que había tomado prestado el hermoso palanquín de su madre y a los porteadores. ¿Sucedía aquello con frecuencia? ¿Sabía la madre que Gaya se había llevado la silla de manos aquella tarde? ¿Dónde estaba la madre? ¿Dónde estaba la criada que Gaya debía llevar pegada a sus talones incluso en el interior de la casa familiar, tanto más si la niña salía de sus muros? ¿Dónde estaba el progenitor de Gaya, inquieto sin duda?, pensó el padre que yo llevaba dentro sin grandes esperanzas de conseguir una respuesta seria.
—Nadie me hace caso —comentó. En la mayoría de los niños de su edad, la frase habría constituido una muestra de irritación; en boca de aquella chiquilla, sólo transmitía resignación. Era demasiado pequeña como para estar segura de que no contaba.
Me contuve:
—Está bien. ¿Quieres contarme brevemente a qué has venido?
La niña había perdido su fe en mí, si es que en algún momento la había tenido.
—No —murmuró.
Me hallaba varios peldaños por debajo de ella, de forma que mis ojos quedaban a la altura de los suyos. Su corta edad habría significado una novedad si hubiera estado dispuesto a aceptar su encargo, pero aquellos en que corría riesgos sin objeto habían quedado atrás. Por ridículo que pareciese el cargo que había recibido de Vespasiano, mi posición social había mejorado ostensiblemente con él. No podía permitirme el lujo de tomar decisiones extravagantes.
Conseguí recurrir a la paciencia que se supone que uno ha de tener con los niños.
—Todos tenemos peleas con nuestros parientes, Gaya. A veces son importantes, pero casi siempre quedan en nada. Cuando te tranquilizas y el que te ha ofendido ha tenido tiempo de hacer lo mismo, basta con una simple disculpa.
—¡No he hecho nada de lo que deba disculparme!
—Yo tampoco, Gaya, pero créeme: con la familia, lo mejor es ceder.
La chiquilla me dio de lado con la cabeza erguida. Estorbado por
Nux
y el ansarino, no pude hacer otra cosa que apartarme. Pero me incliné sobre el pasamanos cuando Gaya llegaba al nivel de la calle y, alzando la voz para que me oyesen los porteadores (que deberían haber tenido el juicio necesario para no llevarla hasta allí), le ordené con tono paternal que regresara directamente a casa.
Helena Justina salió a buscarme mientras yo seguía con la vista el palanquín que se alejaba. Me miró con sus bellos ojos pardos, unos ojos rebosantes de callada inteligencia y un aire burlón apenas disimulado. Me enderecé y acaricié al ansarón. Éste emitió un graznido sonoro y suplicante al cual respondió Helena con una expresión de desprecio. Yo tampoco estaba seguro de producirle a mi amada mejor impresión.
—¿Has dejado que se vaya, Marco?
—Ha decidido hacerlo por propia iniciativa. —Era evidente que Helena sabía algo. Tenía una mueca de preocupación en el rostro. Inmediatamente, lamenté mi brusca contestación—. Y bien, ¿cuál era ese encargo magnífico que quería proponerme Gaya y que he rechazado de forma tan tajante?
—¿No te lo ha contado? Cree que su familia quiere matarla —respondió Helena.
—¡Ah!, entonces no sucede nada. Me preocupaba que se tratara de alguno urgente de verdad.
Helena arqueó las cejas:
—No la crees, ¿verdad?
—¿A la nieta de un sacerdote de Júpiter? Lo que dice sería un escándalo de altos vuelos y no habría confusión —respondí con un suspiro. La silla de manos ya había desaparecido y no podía hacer nada al respecto—. Ya se acostumbrará. Mi familia tiene esas mismas intenciones conmigo, casi siempre.
Volvamos al día anterior y pongamos orden en la narración.
Helena y yo acabábamos de regresar de la Tripolitania en una apresurada travesía marítima, emprendida a toda prisa tras la muerte atroz de Famia y su funeral. Mi primera obligación al final del viaje fue darle a mi hermana la mala noticia. Maya debía de esperar lo peor de su esposo, pero que fuera devorado por un león en el circo era más de lo que incluso ella podía prever.
Tenía que darme prisa porque quería decírselo a Maya yo mismo, con calma. Como había regresado con nosotros mi socio Anácrites, que a la sazón se alojaba en casa de mi madre, era para creer que ésta descubriera lo sucedido enseguida. Mi hermana no me perdonaría nunca que alguien se enterase antes que ella. Anácrites había hecho la promesa de mantenerse callado todo el tiempo que pudiera, pero mi madre tenía fama de saber sonsacar un secreto. Y, además, yo nunca me fiaba de Anácrites.
Con mis responsabilidades a cuestas, corrí a casa de mi hermana nada más atracar la nave en el puerto de Ostia. Maya había salido.
Lo único que pude hacer fue volverme a casa con la esperanza de encontrarla más tarde. Según supuse después, Anácrites se vio apartado de cualquier peligro de que se le fuera la lengua con mi madre, puesto que tanto él como yo recibimos sendos mensajes convocándonos a una reunión en el Palatino para estudiar los resultados del Censo. Más adelante descubriría por casualidad que Maya no se encontraba en su casa porque también ella asistía a un acto con una conocida suya, relacionada con la realeza (algo que no habría esperado nunca de mi hermana, mujer de profundas convicciones republicanas), aunque tal evento se producía en la Casa de Oro, al otro lado del Foro, en cambio nosotros íbamos en busca de los escasos placeres de la burocracia a las viejas oficinas imperiales del palacio de los Claudios.
La recepción a la que asistía Maya sería importante para todo lo que aconteció después. Me habría resultado muy útil recomendarle que prestara atención a lo que oyera. Sin embargo, uno rara vez conoce las cosas antes de que sucedan.