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Authors: David Wellington

Vampiro Zero (7 page)

BOOK: Vampiro Zero
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—Dijiste que vendrías a medianoche. ¡Aún es pronto!

Caxton se movió con rapidez, apuntando con la pistola al suelo. El siervo no iba armado y parecía incapaz de tenerse en pie. De hecho, se tambaleaba, parecía que iba a desplomarse en cuanto Angus lo soltara. Eso no significaba que no fuera peligroso. Los siervos no muertos eran las víctimas de los vampiros, que les chupaban la sangre y luego los llamaban de entre los muertos. Eran unos pobres diablos, maliciosos y crueles, que carecían de cualquier atributo humano que hubieran poseído en vida. La maldición que los devolvía a la vida les corrompía el cuerpo y el alma. El cuerpo de los siervos empezaba a descomponerse y a deshacerse casi al instante. Como mucho, duraban diez días antes de desintegrarse por completo. Éste tenía por lo menos una semana y olía fatal, incluso en el frío aire de la noche. Sin embargo, por muy débil que estuviera, podía morder a Angus y contagiarle alguna infección, por no hablar de cosas peores.

—Suéltelo y apártese —le ordenó Caxton, pero Angus actuaba como si no la oyera.

—Dijiste veinticuatro horas —le dijo al engendro—. ¡Llegas demasiado pronto!

Pero, aparte de proteger a Angus, Caxton tenía otro interés en aquel siervo. Sólo un vampiro podía crear siervos, de modo que aquél en concreto tenía que ser obra de Jameson Arkeley. Eso tenía múltiples implicaciones, algunas de las cuales eran más agradables que otras. Significaba que Arkeley había matado a un ser humano, prueba definitiva de que había sucumbido a las fuerzas oscuras. Si Caxton lograba que el siervo siguiera en pie durante un rato, el caso podía dar un verdadero giro, pues era posible que el engendro supiera dónde estaba la guarida de Jameson.

Podía interrogarlo, podía intimidarlo y obligarlo a que contara todo lo que sabía. Pero para ello era necesario que Angus no acabara antes con él. Caxton levantó el arma, decidida a apuntar a Angus si seguía negándose a obedecer sus órdenes.

El siervo habló y a Caxton se le heló el pulso.

—Mi amo se está impacientando —silbó. Tenía una voz aguda y antinatural, similar al sonido de un clavo al arrancarlo de un pedazo de madera podrida—. Te ofreció un don pero aún no lo has aceptado. Ya sabes cuál es la alternativa. ¿Qué me dices, Angus Arkeley?

—¿Qué te parece esto? —replicó el viejo y le cortó al siervo la cara con la navaja. El siervo chilló y cayó al suelo, donde Angus empezó a patearlo con saña—. ¿Te gusta? ¡Mi respuesta es que no, hijo de la gran puta! ¡Puedes preguntármelo un millón de veces y mi respuesta será siempre que no!

—Apártese —le ordenó Caxton—. ¡Déjelo en paz!

Angus, que ya había levantado la pierna para propinarle otro puntapié al siervo, se volvió hacia Caxton. Sus ojos bajaron lentamente por el brazo hasta llegar a la pistola.

—Mierrrda —dijo. Tenía los labios y la barbilla manchados de una saliva blanquecina—. Puedo ocuparme de esto a solas. Usted no tenía que verse involucrada.

—Eso es el siervo de un vampiro y, por lo tanto, es mi responsabilidad. Y ahora apártese —dijo en el tono más tranquilo del que fue capaz. El corazón le latía a cien por hora.

Angus levantó las manos y apartó la navaja. No había ni una gota de sangre en la reluciente cuchilla, tan sólo algunos fragmentos de carne grisácea.

—Supongo que debería decir que usted gana —respondió—. Pero éste es mi problema.

Le dio una patada en las costillas al siervo, que empezó a toser y a retorcerse.

—¡Apártese! Me ha estado mintiendo, ¿verdad? Sí ha tenido contacto con su hermano Jameson, ¿no es cierto?

Angus le dedicó una sonrisa y retrocedió un paso.

—Le dije que no he visto a Jameson ni he hablado con él en veinte años y ésa es la verdad. Aún no lo he visto. Pero este tipo me visitó anoche y dijo que lo mandaba mi hermano. Me dijo que tenía un mensaje para mí, una especie de trato, y que me daba veinticuatro horas para pensármelo. También sabía que usted estaría por aquí, haciendo preguntas. Me advirtió que, si le contaba algo, me mataría.

—Puedo protegerle. Si lo hubiera sabido, habría podido llevarlo a lugar seguro —dijo Caxton, sacudiendo la cabeza. Miró al siervo y vio que no se movía.

—Un hombre debe ocuparse de sí mismo. Aunque no espero que lo entienda. Jameson es mi hermano y por lo tanto matarlo es mi deber...

Angus volvió los ojos hacia el coche del siervo. Caxton pensó que tal vez se trataba de un truco, una treta del viejo para hacerle perder la concentración y, así, recuperar el control. Lentamente, dio un paso hacia atrás y se volvió para ver qué estaba mirando.

En el interior del coche había una figura enorme, que se movió. Dos ojos rojos la observaron desde el asiento trasero. Caxton quiso apuntar al coche, pero no fue lo bastante rápida. La puerta trasera se abrió de golpe y una figura borrosa blanca y negra cruzó el pavimento en dirección a Angus. Al llegar a él, la figura aminoró el paso para agarrarlo por la cintura. En aquel momento, Caxton vio exactamente lo que esperaba ver.

Era Jameson Arkeley, el vampiro. Llevaba una camisa negra y pantalones, pero iba descalzo. Su piel había perdido toda la pigmentación y le había caído el pelo, pestañas incluidas. Sin embargo, sus orejas triangulares, sus ojos rojos y su boca llena de dientes no lograban ocultar la similitud que aún guardaba con su hermano. Aun así, allí donde el rostro de Angus revelaba las arrugas típicas de la edad y la mala vida, la piel de Jameson era lisa y lustrosa. Sólo su mano izquierda estaba lejos de la perfección, pues le faltaban los cinco dedos. Había quedado lisiado en vida y ni siquiera la maldición iba a hacerlos crecer de nuevo.

Sus ojos rojos la miraron fijamente. Caxton sintió como si una fría brisa soplara dentro de su cráneo, y oyó que la voz de Arkeley (una voz muy humana) gritaba su nombre, aunque sus labios no se movían. Caxton dejó caer los brazos y empezaron a cerrársele los párpados. Sabía exactamente lo que estaba sucediendo, se había encontrado en aquella situación demasiadas veces ya como para sentirse cómoda. El vampiro estaba intentando hipnotizarla, paralizarla.

Tenía un amuleto que le colgaba del cuello, un talismán de metal plateado en forma de espiral que Vesta Polder le había dado para romper precisamente ese tipo de hechizos. Intentó cogerlo al tiempo que notaba que la clavícula le ardía, que le costaba mover el brazo. Sentía como si su mano estuviera atravesando una densa gelatina. Jameson iba a tener todo el tiempo del mundo para matarla antes de que pudiera agarrar el amuleto y recuperar el control sobre su cuerpo.

Sin embargo, parecía que no era eso lo que quería, pues de repente apartó los ojos y desapareció de dentro de su cabeza. Caxton levantó la mano y agarró el amuleto. El calor le quemó los dedos, pero ya se había liberado. Su otra mano, con la que sujetaba la pistola, se levantó y apuntó directamente al corazón del vampiro.

Y, sin embargo, una vez más, fue demasiado lenta. Jameson se movía de nuevo, a una velocidad mayor de la que sus ojos eran capaces de registrar. Caxton hincó una rodilla en el suelo para apuntar mejor e intentó darle en la espalda, aunque sabía que sus probabilidades de acertar en el corazón de aquella forma eran casi nulas. Por si eso no bastaba, el vampiro arrastraba a su hermano Angus tras él y, por muchos motivos, Caxton no podía arriesgarse a disparar.

—¡Quieto! —gritó, pero lo oyó reírse dentro de su cabeza, una carcajada maligna que se fue desvaneciendo a medida que su poder hipnótico se disipaba.

Caxton volvió a ponerse de pie y salió corriendo tras él, pero no llegó demasiado lejos. Jameson había salido corriendo hacia el motel y había abierto la puerta de Angus de una patada. Una vez dentro de la habitación, se escondió detrás de su hermano, cerró la puerta a su espalda y se perdió de vista.

Caxton fue corriendo hacia la puerta y se puso a cubierto detrás de la pared que había a la izquierda de ésta. Si Jameson salía disparado, no quería que la encontrara en su camino. Alzó la pistola a la altura de los hombros e intentó respirar y pensar cómo debía proceder.

Jameson Arkeley, el cazador de vampiros, ni siquiera habría tenido que pensarlo. ¿Debía entrar corriendo y que fuera lo que Dios quisiera? ¿O era mejor esperar a que el vampiro saliera a por ella? Jameson Arkeley ni siquiera se habría formulado la pregunta. Caxton, en cambio, era incapaz de decidirse rápidamente. Si se abalanzaba contra la puerta, podría meterse en una trampa y a los vampiros les encantaba tender trampas. Jameson podía estar al otro lado, esperando a que entrara para agarrarla y hacerla trizas antes de que pudiera darse cuenta. Y, sin embargo, si esperaba a que saliera, ¿quién sabía qué podía sucederle a Angus?

Caxton se dijo que se debía al hermano vivo. Si aún tenía alguna oportunidad de salvarlo, debía moverse rápido, y ya había perdido unos valiosos segundos. Con el arma preparada, se lanzó contra la puerta, entró rodando en la habitación y se refugió detrás de la cama. Sus ojos y sus manos asomaron por encima de la sábana, decorada con motivos selváticos, y barrió la habitación varias veces con la Beretta.

Estaba vacía, pero la puerta del baño estaba abierta. En el interior no había luz y Caxton sólo acertaba a ver sombras. Se lanzó por encima de la cama y entró en el baño con el hombro por delante. Pivotó sobre los talones y con el arma cubrió el lavabo, el lavamanos de plástico y la puerta de cristal de la bañera. Al ver que nada la atacaba al instante, alargó el brazo izquierdo y accionó el interruptor.

La puerta de la pequeña bañera estaba cubierta de sangre.

Capítulo 11

—¡Oh, no, Dios mío! ¡A tu propio hermano no! —susurró Caxton entre dientes.

Dudó durante un instante, porque en realidad prefería rechazar lo sucedido, pero finalmente decidió correr la puerta de la bañera. Esta se deslizó suavemente sobre la guía, que estaba ensangrentada. En la bañera había más sangre aún y cubría casi por completo el cuerpo de Angus Arkeley. El viejo yacía hecho un amasijo sobre la superficie de porcelana, con un brazo doblado debajo del cuerpo y el otro estirado, como si intentara agarrarse a la jabonera. Tenía los ojos muy abiertos y la sangre aún le salía a borbotones de una aparatosa herida en el cuello.

El protocolo la obligaba a llamar a emergencias, y eso hizo, aunque sabía que Angus iba a morir antes de que llegara la ambulancia.

—Tengo a un hombre herido en la habitación número cuatro —le dijo al telefonista después de comunicar sus datos y su ubicación—. Ha perdido mucha sangre debido a un profundo desgarro en el cuelo. Necesito una ambulancia inmediatamente y mande también a todos los agentes disponibles.

Caxton cerró la tapa del teléfono. A continuación cogió una toalla blanca con la que cubrió la herida de Angus, pero la sangre seguía manando a borbotones, ni siquiera había empezado a coagularse.

Lentamente, Angus dirigió las pupilas hacia abajo e intentó enfocar el rostro de Caxton. Su mirada no transmitía ningún tipo de emoción, el viejo no tenía fuerzas ni para pedir auxilio. Caxton pensó en interrogarlo, pero sabía que el hombre no estaría en condiciones de responder. Ya le había contado suficientes cosas, se dijo, aunque le hubiera mentido.

Por grave que fuera el estado de Angus, ella debía ocuparse del otro Arkeley.

Levantó la mirada e inspeccionó el baño. No había rastro de Jameson. Había leído las viejas historias sobre vampiros en las que se afirmaba que éstos podían escabullirse por el resquicio que quedaba entre una puerta y el marco, pero sabía que eso no era cierto. Jameson era un tipo grande. Resultaba imposible que estuviera escondido en algún lugar de aquel cuartito. Caxton levantó la vista y se dio cuenta de que había una ventana encima de la taza del váter. Estaba abierta y daba entrada al frío aire de la noche. Parecía demasiado pequeña para que Jameson se hubiera escabullido por allí, pero Caxton sabía que eso era exactamente lo que había sucedido, pues el marco de metal de la ventana estaba combado hacia fuera. Con la fuerza y la determinación necesarias, sumadas a una indiferencia absoluta por el dolor físico (tres cualidades que los vampiros poseían), imaginaba que Jameson habría podido salir por allí. Tuvo la tentación de saltar por la ventana y salir del mismo modo que lo había hecho él, pero antes decidió echar un vistazo en la bañera para ver cómo estaba Angus.

El protocolo exigía también que no se moviera de allí hasta que acudiera la asistencia médica, lo mismo que la simple decencia humana. Sin embargo, si se quedaba allí, le estaría brindando a Jameson una gran oportunidad de huir y, además, Angus iba a morir de todos modos.

—Voy a cazarlo —le prometió, mirándolo a los turbios ojos. Era el único consuelo que podía ofrecerle. Esperaba que el viejo la hubiera entendido y supiera que no iba a morir sin ser vengado. Ignorando los ojos de Agnus, Caxton se subió a la taza del váter y se asomó por la ventana.

No vio nada. Las luces del motel y de la autopista no iluminaban la parte trasera. Pensó que allí debía de haber un campo, tal vez varios acres en barbecho invernal. Sólo acertaba a entrever un denso matorral justo debajo de la ventana. Jameson podía estar allí mismo, lo bastante cerca como para alargar el brazo y tocarla, pero Caxton sabía que no lo vería. Su ropa negra ocultaría la mayor parte de su cuerpo y las sombras harían el resto.

Según el protocolo, debía dar media vuelta, salir por la puerta principal y rodear el edificio. El protocolo indicaba también que debía actuar siempre acompañada por otro agente, alguien que pudiera cubrir sus movimientos. «A la mierda el protocolo», se dijo, y enfundó el arma. Se encaramó a la cisterna y asomó la cabeza y los hombros por la ventana. Entonces bajó los brazos, deslizó la cintura y las piernas por la ventana, cayó al suelo y se puso en cuclillas.

Aquél era el momento y lo sabía. Si Jameson tenía previsto atacarla, lo haría justo entonces, cuando aún tenía la pistola enfundada y no podía defenderse. Se protegió con las manos, esperando que en cualquier momento él la arrollara como un tren de mercancías, sin darle siquiera opción a orientarse.

Pero no pasó nada, nada se movió. Sus ojos se empezaron a acostumbrar a la oscuridad, y Caxton volvió a empuñar la pistola. Vio que las malas hierbas que había a su alrededor terminaban a unos seis metros de donde estaba ella, en el borde claramente definido de un campo. Había nieve amontonada en los surcos en barbecho, la luna se reflejaba débilmente en ella. En aquella superficie lisa y blanca le resultaba muy difícil calcular las distancias y no lograba enfocar la visión. Al cabo de un momento se le empezó a erizar el vello de los hombros y Caxton...

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