Authors: David Wellington
—¿Qué pasa? —preguntó el chico.
Caxton soltó un suspiro.
—¿Scott Cohen? Soy la agente especial Caxton y éste es el agente especial Benicio. Queremos hablar con Simón Arkeley. ¿Podemos entrar, por favor?
El chico se pasó la lengua por los labios y pareció meditar seriamente su respuesta. Caxton hizo lo posible por mantener la calma y no perder los estribos, pero sabía que si Cohén no se hacía a un lado, pronto iba a sacarlo del umbral de un empujón.
—Pues... vale —dijo finalmente el chico—. Un momento, ¿sois polis?
Caxton lo apartó y entró en la casa.
—Agentes federales —le dijo y le hizo un gesto a Lu para que la siguiera.
—Pues no estoy seguro de si debo dejaros entrar —dijo Cohen, pero era demasiado tarde, Caxton ya estaba dentro.
La sala que había al otro lado de la puerta era una cocina con una encimera rota y chamuscada, y unos armarios desconchados. La nevera estaba decorada con un póster de una organización llamada NORML, el logo de la cual era una enorme hoja de marihuana. Dio la vuelta a la encimera y vio una reproducción enmarcada de Escher colgada de la pared. El resto de la planta baja lo ocupaba una espaciosa sala de estar. En el suelo había una maltrecha alfombra con numerosos agujeros redondos y ennegrecidos que dejaban ver el suelo, provocados tal vez por cigarrillos. Había también un enorme sofá encima del cual dormía un chico que debía de ser Murphy Frissell. Había un televisor de pantalla plana de cuarenta y cinco pulgadas, apagado, una mesita con una nutrida colección de cachimbas de cristal y de plástico, numerosos mecheros de butano y sopletes en miniatura de los que se utilizan para preparar natillas con azúcar quemado... o para mantener una pipa de crac encendida.
Caxton inspeccionó los rincones de la habitación en busca de pistolas, escopetas o incluso espadas: había visto muchas casas y sabía que podía encontrar las cosas más extrañas. Pero, no había rastro de armas.
Cohén la había seguido como un cachorro. Iba con las manos en alto, como si se entregara incluso antes de que ella lo hubiera acusado de nada.
—¿Dónde está? —le preguntó—. Arkeley, Simón Arkeley —insistió Caxton antes de que Cohén tuviera tiempo de preguntar a quién se refería.
El chico echó un vistazo a la habitación y frunció el ceño.
—No está aquí —dijo, y a Caxton le cayó el corazón a los pies. Entonces al chico se le iluminó la mirada—. A lo mejor está arriba. No sé...
—Vamos a comprobarlo —dijo Caxton y le hizo un gesto a Lu—. Scott, tú quédate aquí.
El chico le dirigió una mirada hosca.
—Vale —dijo.
Caxton se preguntó qué demonios hacía Simón con esa Janda de perdedores. Cuando lo había conocido, no le había parecido que fuera un consumidor de drogas tan asiduo, aunque tan sólo lo había visto un momento y a lo mejor no lo había sabido juzgar correctamente.
La escalera estaba al fondo de la sala. La subió lentamente, preguntándose qué iba a encontrar arriba. Vio volutas de humo flotando encima de las lámparas y desenfundó el arma. Si Simón estaba ahí arriba fumando marihuana, era posible que no reaccionara bien ante la policía.
Sin embargo, el chico le evitó problemas cuando se asomó por una de las puertas del primer piso y le dirigió una mirada furiosa. Caxton se dio cuenta inmediatamente de que Simón estaba vivo. Vivito y coleando.
No era demasiado tarde.
—Señor Arkeley —dijo Lu—. Espero que no le molestemos, señor.
—Ni mucho menos —respondió Simón—. Hola, agente.
Caxton apretó los dientes.
—Ahora soy agente especial.
Simón asintió con la cabeza.
—Supongo que tendremos que hablar —dijo—. Pasen, por favor.
Al llegar a lo alto de la escalera, Caxton se volvió hacia Lu.
—No pierda de vista a los dos de abajo. Es posible que estén fuera de combate, pero no quiero que se marchen hasta que yo se lo permita.
Lu asintió, pero antes de dejar que se marchara la cogió por el brazo y, frunciendo el ceño, le dijo:
—No haga nada que yo no haría.
¿Qué esperaba? ¿Que le sacara información a Simón a golpes? ¿Que violara los derechos civiles de alguna otra forma? De momento, mientras Simón estuviera bien, no sentía ninguna necesidad de incumplir la ley. Siguió al chico por un corto pasillo hasta un dormitorio.
Había dos colchones en el suelo en dos rincones opuestos. Las paredes estaban llenas de pósteres de grupos de música y estrellas del rock fallecidas. Había ropa sucia esparcida por el suelo y varias revistas pornográficas amontonadas en un rincón. El techo estaba cubierto de un denso humo azulado que volvía indistinguibles todos los objetos del cuarto. Este provenía de un cuenco lleno de hierbas humeantes colocado en el suelo.
Simón se sentó encima de la alfombra, junto al cuenco, adoptando cómodamente la posición del loto, y con un gesto le indicó a Caxton que hiciera lo mismo.
Pero Caxton prefería permanecer de pie.
—Hemos descubierto la táctica de distracción que has intentado con Linda —dijo.
—No dudaba de que lo descubrirían, a pesar de su reputación. Tan sólo quería algo de tiempo para poder huir. Naturalmente, eso fue hace horas —dijo Simón. Tenía los ojos cerrados y la cabeza ligeramente echada hacia atrás.
—He estado ocupada por la mañana y acabo de llegar a la ciudad. Entonces no vas a ayudarme, ¿verdad?
Simón levantó casi imperceptiblemente los hombros.
—He estado investigando. Generalmente, las cuestiones legales me traen al pairo, pero cuando sus secuaces se presentaron en mi casa y empezaron a acosarme, me planteé qué opciones tenía. No puedo interferir en su investigación, pero más allá de eso no puede hacerme nada. Ni siquiera tengo que responder a sus preguntas si no quiero. —Simón abrió los ojos—. Y no quiero.
Caxton sonrió.
—¿Y por qué no?
Él se limitó a sonreír.
—Podría trincarte aquí mismo. Podría arrastrarte hasta la comisaría más cercana y hacer que te ficharan —lo amenazó.
—Ah, ¿sí? ¿Y de qué me acusaría?
Caxton señaló el humo que llenaba la habitación.
—Drogas.
Pero Simón sacudió la cabeza.
—No, en realidad no puede acusarme de eso. Nadie en esta casa ha vulnerado una sola ley de estupefacientes. Por la cara que pone me doy cuenta de que no me cree, pero le aseguro que puede registrar la casa de pies a cabeza, pues no dudo que lo haría, y que no encontraría ni un tallo, ni una simple semilla de ninguna droga ilegal. Aquí es donde vengo cuando quiero fumar salvia divinorum, la salvia de los videntes. Una sustancia perfectamente legal.
—De momento —dijo Caxton—. La asamblea legislativa está trabajando en ello.
—Pero hasta que aprueben la ley... en fin —dijo Simón con otra sonrisa.
Caxton conocía aquella droga. Aún era legal en el estado de Nueva York, lo mismo que en Pensilvania, aunque ésta tenía fama por su severa legislación sobre estupefacientes. La salvia divinorum era una planta procedente de México, utilizada durante miles de años por los indígenas en sus ceremonias religiosas. También era un potente alucinógeno y durante los últimos años se había vuelto muy popular entre los jóvenes de las ciudades, que solían tomar LSD hasta que los proveedores de ácido se quedaron sin material. Consumida en pequeñas dosis provocaba un subidón de quince minutos con visiones. En mayores dosis provocaba letargo e inconsciencia, lo que explicaba la actitud de los dos chicos de la planta baja.
—¿Y qué ves cuando la fumas? —preguntó Caxton.
Simón sacudió la cabeza.
—Antes creía que me abriría las puertas de otros estados de conciencia y que aprendería algo útil, pero nunca fue así. Hoy no he fumado nada.
Entonces cogió un bastoncillo de cristal y removió las hierbas que quemaban en el cuenco. Las brasas cobraron vida brevemente, pero pronto quedaron de nuevo reducidas a un montón de ascuas, al tiempo que otra nube de humo se elevaba por los aires.
—Esto es salvia blanca —explicó Simón—. Salvia apiana. Se usa en rituales de purificación.
—¿Has hecho algo de lo que te sientas culpable? —le preguntó Caxton—. ¿Tienes que limpiar tu aura?
—Vine aquí para refugiarme de las miradas indiscretas.
—Esas «miradas indiscretas» no hacían más que velar por tu seguridad —dijo Caxton—. Yo estoy aquí para protegerte, no entiendo por qué estás tan a la defensiva. Desde luego, debes de estar al corriente de lo que ha hecho tu padre. Ha matado a tu tío, a tu madre...
—Sí, por supuesto —dijo Simón con una sonrisa, aunque su voz se había vuelto más insegura.
Caxton se acordó de Dylan Carboy y del tic facial que lo había delatado cuando ella había mencionado sus libretas. Al parecer, en la armadura de Simón había también una grieta.
—Intentó matar a tu hermana.
—Eso no lo sabía —dijo Simón y carraspeó—. Pero usted la ha salvado, ¿no?
—Sí, pero mató a una de sus amigas. Una buena chica, una muda. La compañera de habitación de Raleigh, para más señas. Bebió algo de su sangre, pero en el fondo se la cargó básicamente porque se interpuso en su camino.
—Basta.
—La hizo pedazos. Tuvimos que encontrar una bolsa impermeable para trasladar el cadáver.
—¡He dicho que basta! —gritó Simón y se levantó de un salto.
Caxton sacudió la cabeza.
—Se te ha empezado a revolver el estómago, ¿verdad? —le preguntó—. Conozco esa sensación demasiado bien. Ayúdame, Simón. Ayúdame a detenerlo antes de que mate a alguien más. Antes de que te mate a ti. ¿O acaso ése es el plan? ¿Has estado en contacto con él recientemente? ¿Te ha ofrecido convertirte en un vampiro como él? ¿Le has dicho que sí?
Simón torció el rostro, que se le ensombreció de rabia. Abrió la boca para hablar, pero un violento estremecimiento lo sacudió de pies a cabeza. Tenía las mejillas lívidas.
—Creo que no quiero seguir hablando con usted si no es en presencia de mi abogado —dijo por fin.
A Caxton le cayó el alma a los pies.
—Estás en tu derecho —dijo, pero no pudo evitar añadir—: ¿significa eso que ha contactado contigo o...?
—Ya basta, agente especial —dijo el chico—. Me voy a casa. Estoy cansado.
—Vale —dijo ella—. ¿Quién es tu abogado?
El chico se metió la mano en el bolsillo y sacó una cartera de nailon atada con una cadena. La abrió, sacó una tarjeta de visita y se la tendió a Caxton. Qué interesante, pensó Caxton. No había demasiados estudiantes de veinte años que tuvieran abogado fijo. Se dijo que debía de habérselo buscado hacía poco, después de descubrir que lo vigilaban. Y también que alguien que se tomaba tantas molestias seguramente tenía algo que esconder. Se acercó a la puerta y llamó a Lu. Le entregó la tarjeta sin ni siquiera echarle un vistazo.
—Llame a este tío —le dijo—. Dígale que nos reuniremos con él en el apartamento de Simón, esta noche. Si se queja o dice que no trabaja a esas horas, le dice que la policía está acosando a su cliente.
Lu salió a llamar al pasillo.
—Te llevaré a tu casa —le dijo Caxton— y esperaremos a tu abogado allí, ¿vale?
El chico dejó caer la cabeza. Caxton se volvió hacia Lu, que estaba esperando a que lo atendieran al teléfono.
—Usted quédese aquí y vigile este lugar. Si a nosotros nos ha resultado así de fácil encontrarlo, probablemente el vampiro pueda encontrarlo también. Si Jameson aparece, ya sabe qué tiene que hacer.
Lu asintió con la cabeza.
—Desde luego: empezar a correr.
Se hizo a un lado para dejar que Caxton y Simón salieran de la habitación. Bajaron la escalera juntos y llegaron al frío aparcamiento. Caxton había temido que el chico no dejaría que lo acompañara en coche, pero cuando le abrió la puerta del Mazda, éste se montó sin rechistar. Regresaron al apartamento de Simón en silencio. Delante de la puerta, él le dijo:
—No quiero que entre. Legalmente no puede entrar si no la invito.
—Ésa es una interesante cuestión legal, porque ya he entrado antes —dijo Caxton—. Se la consultaremos a tu abogado en cuanto llegue.
Simón la miró con el ceño fruncido, pero no sólo no le cerró la puerta en las narices al ver que entraba, sino que al llegar a su habitación le abrió la puerta. Una vez dentro, se quitó el abrigo y se sentó en el catre. Los muelles chirriaron.
—¿Va a quedarse ahí mirando mientras me desnudo? —le preguntó.
Caxton levantó la mano.
—Mejor quédate vestido. De hecho, ¿por qué no hacemos el equipaje?
Fue hasta el armario y cogió una pequeña maleta del estante superior.
—¿Por qué? ¿Adonde voy?
—Creo que a Pensilvania, Harrisburg —dijo ella—. Así podré teneros vigilados a ti y a tu hermana a la vez.
—Creo que no me apetece —respondió Simón.
Caxton se encogió de hombros y empezó a prepararle el equipaje. Dobló varias camisas y las colocó dentro de la maleta. Sabía que le quedaba muy poco tiempo: en cuanto llegara el abogado, no tendría forma humana de convencer a Simón para que la acompañara a Pensilvania. Tenía que conseguir que el chico volviera a irritarse, asustarlo. Rebuscó en el armario, a ver si encontraba unos pantalones.
—No toque mis cosas —dijo Simón débilmente.
Caxton volvió a encogerse de hombros y echó un vistazo a las prendas que había colgando de las perchas. No había gran cosa, sólo unas pocas camisas de vestir y un traje azul claro. El mismo que había llevado al simulacro de funeral de Jameson. Probablemente se trataba de su único traje, pensó. Cogió una manga y acarició el lino con los dedos. Aquel traje...
No, no podía ser el mismo. Era demasiado, demasiado... El cerebro empezó a irle a cien por hora. Si estaba en lo cierto, si aquel traje encajaba con el otro, el de la foto, todo aquel asunto resultaría aún más complejo. Aunque, por otro lado, había otras cosas que resultarían mucho más sencillas.
Se volvió y lo miró fijamente, estudiando su rostro con atención por primera vez. Entonces se le acercó y se llevó la mano al cinturón.
—¿Va a dispararme? —preguntó Simón. Intentó darle un tono sarcástico a su voz, pero Caxton detectó también una pizca de miedo.
—No —respondió Caxton. Sí, estaba segura, se dijo. El traje era del mismo color, del mismo azul claro. Abrió un bolsillo del cinturón y sacó las esposas—. Te voy a detener.
—¿De qué va esto? —preguntó Simón unas horas más tarde—. ¿De qué se me acusa?