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Authors: David Wellington

Vampiro Zero (27 page)

BOOK: Vampiro Zero
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Caxton sacudió la cabeza. En comparación con eso, Pensilvania era el trópico.

—¿Cómo está nuestro sospechoso? —preguntó, inclinándose para mirar a través del parabrisas.

La furgoneta tenía una buena visibilidad del edificio del otro lado de la calle que constaba como la última dirección conocida de Simón Arkeley. En una casa victoriana de dos pisos, como las otras, pero estaba pintada de blanco, de modo que se confundía con el cielo y parecía que las ventanas, con su luz amarilla, flotaran en el aire. Caxton podía ver el interior del porche, que estaba lleno de muebles de jardín y otros trastos, y también el balcón, que estaba casi vacío.

Lu se puso de cuclillas junto a ella y le tendió unos prismáticos. Sólo había dos ventanas iluminadas.

—Vive en la ventana de arriba, en el segundo piso. Se ha pasado toda la tarde ahí, leyendo un libro.

Miró hacia donde señalaba el marshal y vio alguien sentado junto a la ventana, aunque tan sólo logró identificar una silueta vaga y apenas iluminada. Tenía que tratarse de Simón Arkeley. Tal como había dicho Lu, tenía un libro en las manos y la cabeza inclinada sobre éste. Caxton vio cómo pasaba unas páginas y se hundía en la silla.

—¿Quién vive en la planta baja? —preguntó. No conseguía ver a nadie a través de la ventana, tan sólo la luz parpadeante de un televisor.

—El casero —respondió Lu—. Un viejo que se pasa casi todo el tiempo borracho. Ha salido una sola vez en todo el día para comprar cerveza en la tienda de licores.

Caxton suspiró y miró por las ventanas de la furgoneta. Dudaba mucho que, con la nevada que estaba cayendo, Simón fuera a salir esa noche. Todo parecía indicar que iba a pasar muchas horas sentada en aquella fría furgoneta.

—¿Qué plan tiene? —le preguntó Lu—. Porque supongo que no habrá venido hasta aquí para que seamos cuatro y podamos jugar al bridge...

Caxton sonrió, recordando la camaradería informal típica de las operaciones de vigilancia. Cuando había estado en la patrulla de tráfico, había participado en varias.

—Bueno —dijo, intentando decidir cuál iba a ser su siguiente movimiento al tiempo que lo decía—. Voy a...

Pero no pudo decir nada más porque le sonó el teléfono. Era Fetlock.

—Hemos encontrado una guarida —le dijo.

Capítulo 37

—Pero ¿él está allí? ¿Y Malvern? —preguntó Caxton.

—No, ninguno de los dos —dijo Fetlock casi en tono de disculpa—. Y parece que llevan tiempo sin pasar por ahí. Déjeme que le dé los detalles, ¿de acuerdo?

Caxton cerró los ojos y se hundió en la silla.

—Vale —dijo, sosteniendo el teléfono con el hombro. Se metió la mano en el bolsillo, sacó una libreta y entonces chascó los dedos hacia los federales, haciendo el gesto de escribir. Lu le tendió un bolígrafo.

—Sobre las dos de la tarde habíamos eliminando ya casi todas las guaridas posibles de su lista —le dijo Fetlock—. Algunos de mis hombres de la oficina de Reading fueron a ver la última, sabían que se estaba haciendo tarde y no querían llegar allí después de la puesta de sol.

—Muy bien —dijo Caxton—. Muy listos.

—Bueno, usted nos había advertido. Se acercaron al lugar y realizaron un reconocimiento rápido. El lugar era un silo de cereales abandonado de las afueras de Mount Carmel. Detectaron señales claras de ocupación reciente: alguien había forzado la entrada en un edificio anexo, había arrancado las cadenas de la puerta y ni siquiera se había tomado la molestia de volver a colocarlas en su sitio. Supusieron que se trataba de algún delincuente de poca monta buscando algo que robar. Después de asegurarse de que no hubiera siervos no muertos al acecho, un equipo de tres hombres entró en el edificio, donde encontraron varias bolsas de plástico vacías. Eran bolsas intravenosas de un hospital. El tipo de bolsas donde se almacena sangre.

—¿Y han encontrado restos humanos? ¿Muebles hechos de huesos, esqueletos colocados de forma que pareciera que estaban vivos y cosas por el estilo?

Eso era lo que Caxton esperaba encontrar en la guarida de un vampiro, pues era lo que había en las guaridas que había visto.

—No, no había nada de eso, pero las bolsas de sangre despertaron su curiosidad. Y también había un ataúd, muy antiguo, muy sencillo y destartalado. Siguiendo las instrucciones, decidieron pedir refuerzos. Muchos refuerzos. Al ver que no salía ningún vampiro, mandaron varias unidades armadas hasta los dientes para acordonar el lugar y recoger pruebas. Lo hicieron y se marcharon de allí enseguida, aproximadamente a las cinco y media, justo antes de que se pusiera el sol.

Caxton soltó un suspiro de alivio. Parecía que por lo menos Fetlock entendía cómo había que trabajar en este caso. No tenía ningún sentido merodear por las proximidades de la guarida de un vampiro después del crepúsculo, por abandonada que pareciera. Eso era buscarse problemas.

—Las pruebas se han trasladado a la jefatura de policía de Harrisburg. He movilizado a mi equipo de forenses y también a la líder de su equipo, Clara Hsu, para que supervise las operaciones.

—¿Clara ha participado en la investigación? —preguntó Caxton, ligeramente sorprendida—. ¿Y qué tal ha...? Quiero decir, ¿les ha resultado útil?

—Sí —dijo Fetlock, y Caxton abrió de par en par los ojos al oír sus explicaciones—. Es evidente que no está preparada para realizar labores forenses, pero formuló una serie de preguntas muy interesantes e incluso nos ayudó a resolver un enigma. Encontramos algunas muestras de piel en el ataúd. Eran sólo escamas, de hecho parecía caspa, pero las pruebas de ADN no revelaron absolutamente nada.

—¿Los resultados no encajaron con ningún registro de la base de datos?

—No es eso —replicó Fetlock—. Quiero decir que no había ADN, algo que provocó una gran confusión entre los miembros de mi equipo forense. Entonces Clara señaló que los vampiros no tienen ADN humano.

Vaya, pensó Caxton, Clara había estado prestando atención y había logrado atar cabos. Caxton habría estado sumamente orgullosa de su novia si no se sintiera tan culpable por no haber confiado en ella antes.

—En cambio, lograron fechar las muestras con la prueba del carbono 14 —prosiguió Fetlock—. Al parecer tienen por lo menos doscientos años.

—O sea, que pertenecen a Malvern —dijo Caxton—. Malvern estuvo en la guarida. Pero ella no puede ir a ninguna parte sin la ayuda de Jameson, de modo que los dos tuvieron que estar allí.

—No sólo ellos. Encontramos huellas dactilares en las bolsas de sangre. Y éstas sí encajaron con un registro de la base de datos. Las huellas pertenecen a Dylan Carboy, también conocido como Kenneth Rexroth.

—¿En serio? —preguntó Caxton, que quiso golpearse en la frente.

Así pues, Glauer estaba en lo cierto: Carboy había tenido contacto con Jameson. Al parecer iba a tener que disculparse con mucha gente.

—Eso es lo único que tenemos de momento en cuanto a las pruebas —concluyó Fetlock—. Pero mis hombres realizaron otra conjetura: a juzgar por la cantidad de polvo en el ataúd y las bolsas de sangre, aseguran que hace semanas que nadie ha entrado en la guarida. No lo ratificarían ante un juez, pero están bastante seguros.

—Eso es genial —dijo Caxton—. Nos proporciona mucha información que no teníamos antes y nos ayuda a aclarar un poco los hechos. Bolsas de sangre... Parece que Jameson utilizó esa guarida antes de empezar a matar. Y, sin embargo, debía de estar hambriento, desesperado por conseguir sangre. Debió de pedirle a Carboy que la robara en el hospital o el banco de sangre más próximo... pero no funcionó. Los vampiros no pueden beber sangre fría. Tiene que ser sangre caliente para que les sirva de algo.

—Vale —respondió Fetlock—. No es mi terreno. He colocado la guarida bajo vigilancia permanente, desde lejos. Si alguien intenta entrar o salir durante la noche, se lo comunicaré.

—Gracias —dijo Caxton y colgó.

Estaba casi segura de que esa guarida estaba abandonada y que Jameson se había trasladado a otro lugar, pero era bueno que Fetlock no bajara la guardia.

Pasó un rato muy agitada, juntando mentalmente las piezas del rompecabezas y añadiendo la nueva información a lo que ya sabía. Pero poco a poco, a medida que la noche se imponía, la emoción se fue diluyendo.

La nueva información era útil, pero no cambiaba nada. Jameson aún andaba suelto. Y si bien era posible que, a la larga, las nuevas pruebas la ayudaran a capturarlo, de momento tenía que concentrarse en Simón. En mantenerlo vivo, concretamente.

El subidón de adrenalina que le había provocado la llamada telefónica se convirtió pronto en tensión.

Intentó relajarse y prestar atención a la conversación de los tres federales de la furgoneta. Hablaban de los Orangemen, el equipo de baloncesto de la Universidad de Syracuse. Al parecer habían pillado a una de sus estrellas fumando crack en el vestuario. Los hombres discutían si iban a permitirle terminar la temporada antes de juzgarlo.

—Tampoco es que se dedicara a traficar —dijo Miller—. Sólo lo consumía.

—¿Con o sin intención de distribuirlo? —preguntó Young, que abrió una bolsa de nachos y se metió un puñado en la boca.

Caxton miró por la ventanilla de la furgoneta y echó un vistazo a la calle principal y a las calles transversales. Allí fallaba algo. A lo mejor estaba demasiado ansiosa, demasiado paranoica. Era posible que fuera así. Y, sin embargo, había logrado sobrevivir hasta entonces porque nunca había dado por sentado que todo iba bien.

—Díganme, ¿conocen este barrio? —preguntó—. ¿Qué hay detrás de esa casa?

Miller resopló.

—Varios patios traseros divididos por vallas.

—¿Y sería posible que alguien hubiera salido por la puerta trasera de la casa y se hubiera marchado sin que ustedes se dieran cuenta? ¿Que hubiera saltado una de esas vallas y se hubiera largado por una calle transversal?

Young se enderezó en su silla.

—Desde luego. Si ese alguien no estuviera vigilado. Ya hemos pensado en ello y nos hemos asegurado de conocer en todo momento la ubicación de Simón y del casero. Si su sospechoso se hubiera apartado de esa ventana, uno de nosotros habría ido a echar un vistazo a la parte trasera de la casa. Pero no se ha movido de ahí desde la hora de comer.

—¿Ni siquiera para ir al baño? —preguntó Caxton.

Miller se encogió de hombros.

—Sí, una vez, hace unas horas, pero ha regresado al cabo de un segundo. No ha tenido tiempo de hacer nada.

Caxton cogió los prismáticos y echó otro vistazo a Simón. La figura era difícil de distinguir, apenas se veía la silueta de un chico leyendo un libro. Un chico...

—¡Mierda! —dijo y golpeó el apoyabrazos de la silla con tanta fuerza que todos los hombres se volvieron—. ¡Les ha tomado el pelo! Maldita sea, debe de haberse largado hace horas. Lu, venga conmigo. Miller, Young; quédense aquí y cúbrannos.

—Pero ¿qué coño pasa? —preguntó Yonung—. ¿De qué habla? Si no se ha movido...

—Mírele los dedos —le espetó Caxton—. ¿Eso son los dedos de un hombre? ¡Porque yo dudo que Simón Arkeley se pinte las uñas!

Lu ya había abierto la puerta posterior de la furgoneta. Salió de un salto y cayó con los pies en la nieve. Caxton lo siguió de cerca. Se abrieron paso entre la nieve que cubría la acera y llegaron al porche de la casa. Allí, Caxton se adelantó y aporreó la puerta.

—¡Abra! —gritó—. ¡Federales, abra la puerta!

El casero tardó una eternidad en llegar hasta allí con paso tambaleante. Cuando finalmente abrió, Caxton se llevó la mano a la solapa y le mostró su estrella.

—Caray, ¿qué quieren? —preguntó el hombre. Tendría poco menos de sesenta años y era de estatura media. Llevaba una barba de tres días y tenía los ojos húmedos y enrojecidos. A lo mejor lo habían pillado durmiendo. El aliento le apestaba a cerveza. Miró primero a Caxton, luego a Lu, y finalmente a Caxton de nuevo.

—Agentes federales —repitió Caxton—. Tenemos que entrar. ¿Puede apartarse, señor?

El hombre tenía derecho a pedirles la orden de registro. Caxton no estaba segura de qué haría si se la pedía. Pero al momento el hombre se encogió de hombros y dio un paso atrás para que Caxton y Lu pudieran entrar en la casa. En el interior, la temperatura era agradable, incluso hacía un poco de calor. El vestíbulo estaba lleno de muebles viejos: un aparador, un espejo de cuerpo entero y un sofá que podría haber pasado por una pieza de anticuario si la tapicería no hubiera estado cubierta de desgarrones por los que salía el relleno.

—Es por el chaval de arriba, ¿no? ¿Arkeley? ¿Ha hecho algo malo? Siempre sospeché que un día se metería en problemas —susurró el casero—. Es el único inquilino. Entra y sale a altas horas de la madrugada, como si no durmiera nunca y he visto lo que lee, unos libros escandalosos...

—¿Dónde está su habitación? —lo interrumpió Caxton.

—Subiendo la escalera a la izquierda. —El casero volvió a encogerse de hombros—. Si me necesitan, estaré aquí abajo.

Regresó arrastrando los pies a su habitación, donde, desde un televisor, una voz anunció estentóreamente que en el siguiente concurso, varias modelos de lencería competirían para ver cuál de ellas era capaz de comer más gusanos de sangre.

Caxton ya estaba subiendo apresuradamente la escalera. Su mano se deslizaba por la barandilla, aunque ésta tenía numerosos cortes y lugares donde el barniz había desaparecido y revelaba la madera desnuda, seguramente después de que innumerables generaciones de estudiantes hubieran subido y bajado aquellos peldaños. Al llegar a lo alto de la escalera giró a la izquierda y encontró la puerta que andaba buscando. Llamó dos veces con los nudillos y entonces desenfundó la pistola.

A su espalda, Lu puso unos ojos como platos pero sacó también el arma.

Caxton volvió a llamar. La puerta no era maciza y parecía fácil derribarla a patadas. Y eso fue lo que Caxton se dispuso a hacer.

—¡Un momento! —dijo Lu y la agarró por el brazo. Caxton le dirigió una mirada furiosa—. No puede hacer eso. No es kosher.

Caxton sabía perfectamente a qué se refería. A menos que tuviera una orden de registro o pruebas de que se estaba cometiendo un delito en el interior, no podía echar una puerta al suelo legalmente. Pero Caxton no tenía tiempo para legalismos.

—El vampiro va a venir. Tal vez lo haga esta noche, o mañana, pero no tardará. ¿Quiere que este chaval muera a manos de su padre? ¿Que le corten la garganta y ver su sangre derramada por todas partes?

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