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Authors: David Wellington

Vampiro Zero (26 page)

BOOK: Vampiro Zero
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—No —dijo—. Sólo quiero hablar con él sobre una investigación.

El celador se encogió de hombros.

—Esperaba que pudiéramos librarnos de él. El cabroncete me pone de los nervios. Si quiere hablar, adelante, pero no sé si va a responder.

Caxton se acuclilló junto a Carboy y estudió sus facciones. Era tan sólo un chaval, más joven incluso de lo que le había parecido cuando lo detuvo. Aunque en aquella ocasión iba disfrazado de vampiro, claro. Seguía estando pálido, pero no lívido, y tenía las orejas redondas, como todo el mundo. Había empezado ya a crecerle el pelo en lo alto de la cabeza. Tenía los ojos abiertos, pero éstos no respondían, tan sólo miraban fijamente al vacío.

—Si quiere puedo hacer que se levante —dijo el celador—. Podemos arrastrarlo hasta una sala de interrogatorios.

—No hace falta —dijo Caxton—. Por cierto, ¿ha pedido un abogado?

El celador indicó que no con la cabeza.

—Se lo hemos ofrecido un montón de veces. Incluso de noche, cuando habla. Dice que quiere venganza. Y sangre, eso lo dice muy a menudo. Pero al parecer puede pasar sin abogados.

—Pues muy bien. Hablaré con él un rato y luego los dejaré en paz —dijo Caxton.

El celador asintió y se colocó junto a la puerta con las manos detrás de la espalda, esperando. Caxton sabía que no podía pedirle que la dejara a solas con el prisionero. Tratándose de alguien tan violento como Carboy no se lo habrían permitido jamás.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó Caxton. El chico ni se inmutó. Se suponía que era un vampiro y, naturalmente, los vampiros no hablaban durante las horas de sol. AI parecer, estaba decidido a prolongar la comedia a pesar de que nadie le creyera—. Soy Laura Caxton. Querías matarme, ¿te acuerdas? —Caxton frunció el ceño—. Lo ponía en tus libretas.

A Carboy le tembló el labio superior. Fue un movimiento casi imperceptible pero Caxton lo vio. A lo mejor necesitaba justamente eso: encontrar la forma de hacerlo reaccionar. El secreto en los interrogatorios policiales no consistía en saber cuándo el interrogado mentía. Tenías que asumir que todo lo que decían los sujetos era mentira. No, el secreto consistía en saber encontrar el botón apropiado, aquello que molestaba de tal forma al sujeto que le hacía perder los papeles y hacerse un lío con la historia que llevaba preparada. En aquel caso, consistía en encontrar algo que obligara a Carboy a hablar.

—Encontramos las libretas en tu casa. La casa donde estrangulaste a tu hermana, ¿te acuerdas?

El tic volvió a aparecer cuando Caxton se refirió a las libretas pero no ante la mención de la hermana. Sí, ya lo tenía. Aquellas libretas eran importantes para él.

—No me tomé la molestia de leerlas todas —dijo entonces—. Eran bastante repetitivas y no estaban muy bien escritas, la verdad. Por eso se las di a uno de mis agentes. Tuvo que hacer una pedazos porque la sangre había dejado todas las páginas pegadas. Quedó destrozada.

El chico apretó los dientes.

—Pero lo que leí era bastante gracioso. «Laura Caxton morirá en Halloween.» Pero mira, las navidades están a la vuelta de la esquina y aquí estamos. Yo estoy vivita y coleando, y tú, en cambio, estás aquí encerrado, y no puedes ni siquiera escribir poesía mala para distraerte.

Carboy abrió la boca y Caxton creyó que iba a decir algo, pero lo que hizo fue apretar los dientes silenciosamente y volver a cerrar los labios con fuerza. Tanta, que se pusieron lívidos.

—Creo que voy a hacer fotocopias de las páginas más graciosas —continuó diciendo Caxton— y las repartiré entre mis colegas.

—A mí me gustaría verlas —dijo entonces el celador, siguiéndole el juego. «Bien hecho» —pensó Caxton—. Seguro que nos reímos un rato.

Caxton asintió con avidez.

—Antes de marcharme cogeré su dirección y se las enviaré. Hay una parte que es para troncharse. Habla de Jameson Arkeley, el vampiro de verdad, ¿sabe? Y el chaval dice que habló con él. ¡Anda ya!

El chico se lanzó contra ella y le hincó los dientes en una solapa del abrigo. El celador se abalanzó contra él, pero ella le indicó con un gesto que no lo necesitaba. Carboy gruñó y empezó a patear, pero Caxton lo inmovilizó fácilmente aplastándole los hombros contra el suelo. El chico estaba débil como un perro hambriento. Caxton se preguntó si habría comido algo desde que estaba en la cárcel. Si quería que todos creyeran que era un vampiro, no podía consumir alimentos sólidos.

Carboy se retorcía y gemía en el suelo.

—Vino a verme. ¡Acudió a mí! Sabía que yo era digno de él, que haría cualquier cosa que me pidiera, ¡que no le fallaría! Y yo le demostré que no se equivocaba. Demostré que podía Matar a quien fuera, incluso a alguien a quien amara. Lo mismo que él.

—¿Y Malvern? —preguntó Caxton—. ¿También acudió a ti?

—Sólo en sueños —respondió el chico.

—¿Dónde están, Rexroth? —le preguntó Caxton. Pensó que tal vez apelando a ese hombre conseguiría más—. ¡Dime dónde están!

Carboy se agitó violentamente, intentando liberarse. El celador tosió para indicarle que su actitud bordeaba el maltrato, pero Caxton no lo soltó.

—Dímelo. Si sabes tantas cosas, si realmente fue a verte, ¡dímelo! O nunca te creeré. ¿Dónde está su guarida?

—¡Sigo siendo digno de él! ¡Y vendrá a por mí! ¡Vendrá a liberarme! —chilló el chaval.

—¡Mientes! ¡Eres un mentiroso despreciable y un mierda! —rugió Caxton—. Jameson nunca vendrá a buscarte. ¿Para qué? No eres nada. No eres nadie.

—¡Nunca lo traicionaré! Me advirtió que vendrías y me ordenó que no te dijera nada. ¡Nada! ¡Sigo siendo digno de ti, Jameson! ¡Sigo siendo digno!

El celador volvió a toser, en esta ocasión mucho más fuerte. Caxton se obligó a soltar al chico. Entonces se levantó de un salto para evitar que pudiera volver a morderla. Le faltó poco para propinarle un puntapié en las costillas, pero al final abandonó la celda y empezó a alejarse por el pasillo. El celador salió tras ella y le preguntó si podía hacer algo más para ayudarla, pero Caxton ni siquiera lo miró. Sólo pensaba en subirse al coche... y marcharse a Syracuse.

Capítulo 36

Caxton llevaba ya un buen rato en la autopista (la 1-81, que la llevaba a Syracuse) cuando se dio cuenta de que tenía la cara bañada en sudor. Se la secó con una mano mientras con la otra manejaba el volante. «La cosa podría haber ido mejor», pensó.

Habría querido hacerle daño al chico, aplastarlo contra el suelo de la celda hasta que le contara todo lo que quería saber. Lo único que se lo había impedido había sido la presencia del celador. Y, sin embargo, dudaba mucho que el chico dispusiera de alguna información útil. Jameson era demasiado cauto, demasiado hábil a la hora de cubrir su rastro, para dejar que un pirado conociera su mayor secreto: la ubicación de su guarida. Por lo que ella sabía, y por mucho que las pruebas parecieran apuntar en sentido contrario, Carboy no se había encontrado nunca con Jameson. Glauer la había convencido de lo contrario, pero había una parte de Caxton que seguía pensando que Carboy se lo había inventado todo y que sus historias sobre que había hablado con un vampiro eran tan sólo fruto de su imaginación. El chico, de eso no había duda, era un enfermo mental. Las personas cuerdas no asesinan a sus familias para luego disfrazarse de vampiro y salir a disparar contra los agentes del orden. En cualquier caso, ¿mentía o no?

Caxton lo había ido a ver tan sólo porque quería mirar debajo de cada piedra. Porque se le estaban agotando las ideas.

Aquello la asustaba y su miedo la había vuelto violenta. Tenía que aprender a controlar el miedo.

Intentó concentrarse en la conducción. Centró toda su atención en las líneas de la autopista para no tener que pensar en nada más. Su estratagema empezó a surtir efecto al cabo de un buen rato, sobre todo porque cuanto más al norte, más difícil resultaba conducir. La carretera se fue llenando de nieve, primero en forma de ráfagas blanquecinas que cruzaban el asfalto, y luego como una fina capa de aguanieve con las marcas de los neumáticos de la quitanieves que había pasado antes que ella. Al norte de Binghamton, justo después de la frontera del estado de Nueva York, la nieve se convirtió en una gruesa alfombra blanca y el coche empezó a perder adherencia. Caxton tuvo que detenerse en una zona de servicio para poner cadenas. Lo hizo rápido, en parte porque no quería perder tiempo y en parte porque fuera hacía frío, mucho más frío del que había esperado, y cada vez que tocaba las cadenas metálicas notaba un pinchazo en las manos. Se maldijo por no haber prestado atención al boletín meteorológico. Su Mazda no estaba preparado para circular con climas extremos. Si hubiera sabido con lo que iba a encontrarse, habría pedido un coche patrulla o incluso un vehículo con tracción en las cuatro ruedas.

Al regresar a la autopista tuvo que reducir la velocidad. Las cadenas le proporcionaban una mayor adherencia, pero el pavimento seguía estando resbaladizo y peligroso. Después de Cortland se metió dentro de la nevada y de pronto el cielo estuvo tan blanco como el suelo, cargado de gruesos copos que estallaban contra su parabrisas. Los faros perforaban la cortina de nieve y la deslumbraban, y las luces de freno de los coches que iban delante hacían brotar rosas en el cristal. Una luz estroboscópica de emergencia la obligó a apartar la mirada y a punto estuvo de salirse de la carretera. Ante su coche, una máquina quitanieves avanzaba ruidosamente en dirección norte, levantando chorros de nieve derretida a ambos extremos de la pala.

No debía de circular a más de cuarenta por hora. Caxton tuvo que refrenar el impulso de adelantarla. Teniendo en cuenta el mal estado de la carretera detrás de la máquina, sabía que por delante estaría intransitable. Se aferró al volante con las dos manos e intentó no salirse de las roderas de la quitanieves, dos surcos oscuros. Esos surcos eran la única forma que tenía de saber hacia dónde giraba la carretera, pues la cortina de nieve le impedía incluso ver las barreras de protección.

Tardó tres horas más en llegar a Syracuse y más incluso en encontrar el camino por el laberinto de calles de la ciudad. En algunas de ellas habían apartado la nieve y lo que quedaba era un estrecho carril y un montón de dos metros de nieve a cada lado. La nieve cubría los coches de tal forma que Caxton se preguntó cómo iban a sacarlos de allí. Las casas victorianas que iba dejando atrás estaban medio aisladas, con los tejados cubiertos por una gruesa capa de color blanco que parecía el glaseado de un pastel. Incluso había algunas señales de tráfico que quedaban ocultas por la nieve y en más de una ocasión tuvo que detenerse en medio de una calle y consultar el mapa.

El campus principal de la universidad asoma entre la tormenta. Vio las residencias de estudiantes, con los muros de ladrillo rojo y los cristales empañados, las bibliotecas y los bloques de hormigón de las aulas manchados de negro por la nieve derretida. Vio un enorme edificio gris con un techo abuhardillado de color negro, lleno de gabletes y ventanas. Le recordaba a la casa de la familia Addams. Siguiendo las instrucciones que le había dado Fetlock, giró a la izquierda, atravesó un gran parque, cuyas colinas parecían las olas de un océano blanco, y volvió a girar a la izquierda por la calle Westscott, donde las tiendecitas proyectaban una luz amarillenta sobre la calle medio sepultada. Pasó delante de una gran librería New Age y finalmente llegó a su destino, en el cruce de Westscott y Hawthorne. En las cuatro esquinas había edificios de dos plantas de principios de siglo, cubiertos también de nieve. Los cuatro estaban pintados con colores vivos que los blancos copos habían transformado en colores pastel y, por algún motivo, todos ellos tenían balcones en el segundo piso. Caxton se preguntó qué aspecto tendría aquel lugar en verano, pero no logró imaginarlo. Había tanta nieve por todas partes que no le cabía en la cabeza que el invierno pudiera terminar jamás.

Aparcó detrás de una furgoneta blanca sin marcas, una Ford E-150, con cristales tintados. Estaba cubierta de nieve hasta los tapacubos, pero habían limpiado el parabrisas hacía poco. Era tan evidente que se trataba de una furgoneta de vigilancia policial que Caxton dio un respingo al verla. Al parecer, los federales de allí no sabían qué era la discreción. A lo mejor, pensó, Simón habría estado tan ocupado estudiando que ni siquiera se habría dado cuenta de que llevaba dos días aparcada delante de su casa. Caxton nunca había tenido tanta suerte.

Fetlock había empleado a sus propios hombres, los marshals, para aquella operación de vigilancia pensando que lo harían mejor que la policía local. Y no era trabajo de Caxton juzgar aquella decisión.

Cuando apagó el motor y las luces, la puerta trasera de la furgoneta se abrió y una mano enguantada le hizo un gesto para que entrara. Caxton abrió la puerta de su coche, se apeó de un salto, montó corriendo en la furgoneta y cerró la puerta a sus espaldas, aunque no pudo evitar que una ráfaga de nieve se colara por la rendija.

Dentro había tres hombres con estrellas plateadas en la solapa, como la suya. Estaban sentados en sillas giratorias y se pasaban un termo de café. Todos llevaban anorak, guantes, gorro y botas gruesas. Uno de ellos se irguió ligeramente para saludarla.

—El marshal Fetlock nos avisó de que vendría. Caxton, ¿verdad? Yo soy Young, éste es Miller y aquél de ahí es Benicio.

—Llámeme Lu —dijo Benicio, tendiéndole la mano—. Me llamo Luis pero la gente de por aquí no sabe pronunciarlo, aunque es un nombre bastante común en la ciudad de donde vengo.

—¿Y dónde es eso? —preguntó Caxton.

Lu sonrió.

—Utica —respondió.

Caxton chapoteó en el suelo de la furgoneta, donde se había acumulado un centímetro de agua turbia en la que flotaban varias botellas de agua llenas de una sustancia amarillenta que Caxton prefería no identificar. Estas se disputaban el espacio con varios envoltorios de burritos de microondas y numerosas cajas de comida rápida. Hacía tanto frío dentro de la furgoneta que la respiración formaba nubes de vaho, aunque desde luego se estaba mejor allí que en el exterior. Caxton se había dejado caer en una cuarta silla y asintió mientras los otros hacían las presentaciones.

—Llevan un tiempo aquí, ¿no? —preguntó entonces—. Han elegido un gran día.

Young se rió.

—¿Lo dice por el tiempo? Esto no es nada. Somos todos de la oficina local de los marshals de Syracuse, estamos acostumbrados. Syracuse es la ciudad donde nieva más de los Estados Unidos contiguos
1
. Tenemos, ¿qué, unos tres metros de nieve al año? —Miller asintió animadamente—. Dicen que estas nevadas las provocan por los lagos. Son muy intensas pero la nieve se derrite en unos días. Si quiere saber lo que es la nieve, espere a enero. Cuando hay tanta que no podemos ni abrir la puerta de casa, nos empezamos a preocupar.

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