No había nada que hacer. Por lo menos no por el momento. La acción de Valentino era un delgado rayo de esperanza en las tinieblas. Quizá se negara a instaurar la tiranía que su madre quería.
—Acepto, emperador —dijo Leonata, sonando a falso.
—Bien —dijo Valentino y se volvió hacia Iolani—, Iolani Jharissa, tú eres una traidora y una asesina y tan pronto como se disuelva el Consejo, te serán quitados tus títulos y tu clan quedará disuelto y, después de haberme acompañado en mi desfile triunfal en Vespera, te entregaré a la custodia de Sarthes por tu sacrilegio al ordenar la destrucción de la abadía de Carmonde.
—Gracias —dijo Aesonia con total formalidad; debían de haberlo acordado de antemano.
—El clan Jharissa y su pueblo quedan proscritos a partir de ahora —dijo Valentino, subrayando la formalidad y haciendo llegar su voz, sin esfuerzo, a todos los rincones de la plaza—. Cada uno de vosotros es ahora un prisionero del Imperio sin ciudadanía ni derecho de apelación. Allá donde alcancen las leyes y los derechos del imperio, vosotros no poseeréis nada ni seréis dueños de nada. Yo dispondré de vosotros como estime oportuno para que podáis expiar con el trabajo de vuestras vidas el asesinato y la traición que habéis cometido. Y cuando gobierne en Vespera, la
damnatio memoriae
recaerá sobre vosotros, vuestro clan y vuestras familias y todo lo que habéis sido, para que el deshonor de vuestro nombre jamás infeste la faz de las aguas.
Aesonia aguardó hasta que hubo silencio para intervenir.
—Si no van a poseer nada ni a ser dueños de nada, deberíamos aplicar tu decreto inmediatamente.
* * *
Y la isla de Zafiro desapareció entre las llamas y el agua.
Rafael recordaba el fuego porque el fuego era puro, no tenía malicia.
Valentino dio algunas órdenes a los tribunos y ellos echaron abajo la puerta de la casa de Iolani. Destrozaron sistemáticamente todo lo que encontraron allí. Rafael oyó los golpes, los crujidos, el sonido del cristal al romperse y la madera al quebrarse, el de la tela siendo desgarrada, los impactos del metal de sus espadas reduciendo a pedazos todo el mobiliario. Tiraron el pequeño amuleto sobre la entrada y lo pisotearon, y luego se dirigieron al jardín que había detrás destrozando las plantas, los arbustos y la fuente.
Rafael observaba en silencio, como los demás. Los imperiales se habían apartado para que Iolani pudiera ver lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo sabían que aquélla era su casa? Una de las magas mentales debió de habérselo arrancado a los cautivos.
Iolani no lloró, pero tenía los dedos blancos por la fuerza con que agarraba la soga que la ataba y un músculo de la mejilla le empezó a temblar.
La destrucción continuó. Los tribunos subieron al piso superior y prosiguió el alboroto vandálico. Iolani trató de cerrar los ojos, pero a una señal de Aesonia, uno de los tribunos avanzó con una daga y le obligó a abrirlos otra vez para que pudiera ver lo que le estaban haciendo.
Rafael veía cómo apilaban todas sus posesiones en la habitación principal, pero no comprendió lo que iban a hacer hasta que los tribunos volvieron a bajar. Otros habían desaparecido en el interior de las casas circundantes y salieron al poco rato con botellas y una ánfora de petróleo, que procedieron a derramar por todo el interior de la casa y las plantas del jardín. Parecieron guardarse algo para las cosas de los alrededores.
Y a continuación, cuando el último de los tribunos hubo salido, Zhubodai golpeó un trozo de pedernal para que prendiera un trozo de tela, que lanzó con perfecta puntería a través de la puerta.
El petróleo ardió en un segundo, las llamas se extendieron con rapidez por toda la casa, encendiendo la noche con su brillo refulgente. Las líneas de fuego atravesaron el interior hasta alcanzar el jardín y el humo empezó a ascender, un humo acre como de alimentos quemándose.
Entonces el fuego prendió con fuerza y las llamas comenzaron a crecer en altura cuando empezaron a consumir el mobiliario y las posesiones, los restos destrozados del hogar y la vida de Iolani o, al menos, la parte de ellos que tenía en la isla de Zafiro. Las llamas subieron por las escaleras y cobraron fuerza en el piso superior y después en la terraza, mientras nubes de humo salían por las ventanas arruinadas. Una enredadera sobre el muro superior prendió y se fue ennegreciendo lentamente al tiempo que los zarcillos crepitaban y se carbonizaban hasta caer y las llamas cada vez mayores devoraban todo el edificio.
El fuego aún seguía creciendo y las volutas de humo se escapaban por las ventanas del edificio contiguo. Más allá, los tribunos se afanaban en vaciar las casas de alrededor de todo material inflamable. Valentino y su gente aún permanecían en la plaza, colocados, sin hacer otra cosa, en forma de semicírculo alrededor de la casa en llamas mientras un resplandeciente escudo en el aire que había creado la abadesa Hesphaere los protegía del calor.
Ahora, las vigas de la casa estaban empezando a desmoronarse, el jardín se había convertido en una gruesa columna de humo y, finalmente, con un gran estruendo, la casa se desplomó. Durante un segundo Rafael creyó que la fechada caería hacia afuera, pero se sostuvo en pie, cubriendo un armazón en llamas y ennegrecido.
Valentino hizo otra señal y los tribunos empezaron a sacar de la plaza a los tratantes árticos cautivos como si fueran ganado, y los llevaron en dirección al mar. Los legionarios rodearon a Iolani, la liberaron del pilar y la condujeron, como si fuera una bestia, con ayuda de una correa. Otros rodearon a Leonata y a los demás representantes de los clanes y se los llevaron, mientras los tribunos levantaron a la inconsciente Anthemia sobre sus hombros y también se la llevaron.
—¡Emperador!
Un hombre delgado y moreno, vestido con un uniforme de lugarteniente ennegrecido entró corriendo en la plaza.
—¿Si, capitán Palladios?
—Hemos encontrado un almacén de armas que no ha sido dañado por la ola. Hay más armas nuevas como aquéllas.
—Ahora voy —dijo Valentino—. Aesonia, ¿puedes supervisar tú el resto?
Se marchó a grandes pasos, aparentemente ajeno a las casas ardiendo, con su acostumbrada escolta de tribunos, y Rafael siguió a Aesonia y su séquito hacia el mar, pasando al lado del lugar donde Iolani estuvo a punto de matarlos dos semanas atrás.
¿Por qué no lo hizo? Quizá eso habría provocado su ruina y algunos de los suyos habrían muerto en el fuego cruzado, pero no hacer nada le había costado su captura y su desgracia.
Rafael se dio cuenta de que Thais estaba intentando cruzar la mirada con él, pero apartó la vista. No. Él tenía que mantener la guardia alta. No había posibilidad alguna de enfrentarse a lo que había hecho. No, con los ojos de la emperatriz y los pensamientos de los magos mentales centrados en él. ¿Se sentiría Thais asqueada por lo que había hecho Rafael? Él esperaba que sí. Sería mucho peor que ella creyera que estaba bien matar a un hombre a sangre fría porque así lo ordenaba el emperador.
Ella lo volvió a intentar y Rafael volvió a apartar la mirada.
Después de pasar la hilera de árboles donde los tratantes árticos habían estado esperando, llegaron hasta el mar. Fueron caminando al lado de muros destrozados, cadáveres y desechos flotantes, hasta donde se había reunido a la población entera de la isla de Zafiro en la playa en bajamar, bajo las flechas amenazantes de los legionarios y las agresivas luces de éter. Debía de haber unos cuatrocientos o quinientos en total. Incluidos los niños.
Aesonia se paseó majestuosamente, como la emperatriz que era, e inspeccionó la escena con satisfacción.
—Hesphaere —la escuchó decir en voz baja Rafael—, si te llevas a los niños ¿crees que podrás hacer de ellos algún día unos ciudadanos leales?
—Hay muchos, pero sí, podré. Pensé que los querías a todos...
—Ya intentamos eso y no funcionó. Si no lo hacemos, el ciclo entero volverá a iniciarse. Sus padres nos odian más allá de toda medida. Los niños quizá puedan salvarse, y más tarde, cuando muera esta generación, esta contienda habrá terminado.
—Por supuesto —dijo Hesphaere.
—Guyuk —dijo Aesonia, y otro tribuno avanzó al frente. Este era un guardián de templo con un tono diferente de azul y con una armadura que parecía hecha de piel de kraken— Separa a los niños menores de quince años y embárcalos a bordo de la
Cobalto
con destino a Sarthes. No han de sufrir daños. Diles a sus padres que sus hijos serán criados como ciudadanos leales del Imperio y que no pagarán por sus crímenes.
Una ráfaga de viento hizo susurrar las hojas de los árboles tras ellos. Guyuk asintió y dio instrucciones a sus hombres.
La emperatriz y Hesphaere observaban en silencio cómo los tribunos hacían la selección y apartaban a todos los niños. Los gritos comenzaron casi al instante y ascendieron hasta un llanto frenético, un sonido terrible que se extendió por toda la playa de la isla de Zafiro. No estaban siendo rudos con los niños, ni siquiera cuando se aferraban a sus padres, pero eran eficientes e implacables.
Lo que resultó más desgarrador fue ver la cantidad de padres que no prorrumpió siquiera en un murmullo, limitándose a implorar con el gesto a los tribunos que sus hijos escaparan a su destino. Los niños fueron cargados en el primer grupo de rayas que los tribunos dispusieron en la playa. A continuación las rayas se sumergieron y se marcharon, y los niños de la isla de Zafiro desaparecieron.
—¿Y éstos? —preguntó Guyuk dándose la vuelta. Si lo que estaba haciendo le producía alguna incomodidad, su rostro no lo revelaba. Eran tribunos. No era su propio pueblo el que estaba siendo tratado de aquel modo en la terrible venganza del Imperio.
Rafael no podía permitirse mostrar debilidad.
—Todos los que estaban en la plaza, cualquier otro tratante ártico y cualquiera que mis magas hayan identificado, vendrán con nosotros a Vespera.
—¿Por qué? —preguntó Hesphaere—. Puede que supongan un peligro allí, si hay un traidor en tus filas.
A sus espaldas se oyó un lento estruendo procedente de la aldea en llamas, y un golpe ensordecedor al desplomarse espectacularmente una casa. Rafael se giró y vio una fuente de chispas elevarse hasta muy alto.
—Hay varios niveles de sótanos debajo del palacio ulithi. Podemos emplearlos como celdas. Necesitaremos a algunos para el Consejo. El resto participará en la entrada triunfal de Valentino.
—Tendrás más que suficientes en Vespera.
—Existe una razón. Ya lo comprenderás —dijo Aesonia, y Hesphaere se calló—. El resto puedes embarcarlos de regreso a las bases en Gorgano. Divídelos ahora.
—Como quieras.
—Ah, y una cosa más.
—¿Sí?
—Ellos no poseen nada y no son dueños de nada. Creo que deberías recordarles ese detalle —y Aesonia tiró de su manga, como si lo hiciera distraídamente.
—¿A todos ellos? —preguntó Guyuk desapasionadamente. Ahora, supuso Rafael, el tribuno se estaba mostrando más inseguro. Quizá existiera en él una chispa de compasión humana, aunque Rafael nunca la había visto en un tribuno y ellos no la iban a mostrar frente a los thetianos, a quienes despreciaban.
—A todos ellos —dijo Aesonia—. Incluida Iolani. Pero no a los otros clanes; ellos se convertirán en nuestros aliados, si se comportan.
—Sois un pueblo extraño —subrayó Guyuk—. Lo haré tal como me pides.
Rafael contempló la destrucción de la isla de Zafiro desde el dañado puente de observación de la
Soberana
, un poco por detrás del emperador. Valentino había ordenado a todos que estuvieran allí y allí estaban. Los representantes de los clanes, liberados de las sogas, pero custodiados por los omnipresentes tribunos. Iolani todavía estaba atada y vigilada pero, al menos, alguien la había cubierto al subir a bordo. Iolani había rechazado la túnica de Leonata en la playa, negándose a recibir cualquier atención que no recibiera también su pueblo. Rafael confiaba en que su gesto hubiera irritado a Aesonia sobremanera.
Parecía que no había nada que el imperio no fuera a hacerle a Iolani. No había ninguna humillación o tormento mental que Aesonia no quisiera infligirle. Valentino se había puesto furioso al ver a los prisioneros en la orilla de la playa, con sus ropas destrozadas y convertidas en una masa negra a sus pies. Pero Aesonia sólo se había limitado a aplicar rigurosamente el decreto de Valentino, y él no podía discutirle eso en público.
Rafael apretó los puños con una fuerza tal que llegaron a dolerle, pero todo se estaba alargando mucho y empezaba a tener problemas para continuar disimulando.
Todavía había dos lunas en el cielo, proporcionando la luz suficiente para ver, cuando una enorme columna de humo y polvo hizo erupción desde la zona del asentamiento quemado, una columna que se extendió hasta formar un semicírculo alrededor de la aldea, mientras los árboles se derrumbaban hacia atrás por todas partes. Un momento más tarde se produjo la detonación, un estruendo descomunal como el de un trueno que se prolongó y prolongó.
El borde de la isla sobre el que estaba cimentada la aldea, sencillamente tembló y empezó a derrumbarse. Los árboles y las casas se desmoronaron, hundiéndose en la tierra, que parecía estar convirtiéndose en una masa fluida que, después de devorar las ruinas en el margen del asentamiento, se desplazó hacia el interior mientras olas más y más grandes iban extendiéndose por el lago.
El asentamiento se hundió y las olas crecieron hasta que resultó difícil distinguir lo que era la tierra del agua. Rafael no estaba siquiera seguro de si alcanzó a ver la cúpula destrozada del edificio del concejo sumergirse en el agua. La isla de Zafiro había desaparecido.
Casi se pierde el último acto, de tan silencioso y apagado que fue. A lo largo de la línea del arrecife hacia el sur, seis columnas de humo se elevaron hacia al cielo, estruendos sordos reverberaron en el casco de la
Soberana
y la laguna volvió a sufrir una sacudida, aunque esta vez sin estrépito. Simplemente se produjo un paulatino hundimiento de la arena y el coral del arrecife bajo las olas. La laguna se había fracturado, quedando demasiado expuesta como para que alguna vez volviera a utilizarse como puerto o se destinara a cultivos marinos.
Rafael esperó a que todos se hubieran marchado y, entonces, liberó la fuerza de sus puños. Su túnica estaba empapada en sangre, por la fuerza de una uña que se había clavado en la palma de su mano. El dolor en la pierna y en el brazo había remitido y no tenía nada roto, ni siquiera desgarrado, que él supiera. Todo había sido un susto.