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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (74 page)

BOOK: Vespera
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—Quien crea que no puedo hacerle esto a él —dijo Aesonia en medio del completo silencio— se equivoca. La sangre no es muy diferente del agua.

Y entonces, Rafael se dio cuenta, finalmente, de que él no podía vencer. El había creído que el poder de Aesonia estaba en las olas y en la fuerza de las profundidades, y que no podría convocarlo desde un lugar como aquél. Pero ningún mago del Agua tuvo nunca un poder como ése.

A ella no le gustaba matar, aunque acababa de demostrar que podía hacerlo.

Rafael oyó a alguien respirar profundamente y vio a Leonata moverse entre los salassanos en un extremo, seguida de Silvanos y Anthemia, los tres observando al hombre de blanco que yacía sobre el suelo.

—No puedes hacernos eso a todos —dijo Rafael.

—¿No puedo? —dijo Aesonia, bajando su mirada hasta él—. ¿Quieres que te lo demuestre?

—No —dijo Rafael. Aesonia cerró los ojos—. ¡Por favor, emperatriz madre!

—No era necesario que hicieras eso —dijo Valentino.

—Primera regla del arte de gobernar —dijo Aesonia—. La gente no creerá lo que puedes hacer hasta que no vea una prueba. Después, hay muchos menos problemas. Y ahora, hasta el último de todos vosotros, poned las armas en el suelo y arrodillaos ante mi hijo y ante mí.

Por fin, amargamente, los salassanos y los tratantes árticos dejaron las armas que podían haber cambiado las tornas. Incluso los tribunos obedecieron. Silvanos no. Sin embargo, Leonata y Rafael lo habrían hecho, pero sólo por la presencia de Anthemia.

Iolani, con torpeza y con un movimiento lleno de cólera, se puso en pie. Aesonia hizo un barrido con la mirada por la Sala. Que fue el último.

—Nada de lo que puedas hacer —dijo Iolani— es peor que lo que ya has prometido. Soy Iolani Velasu Theleris y no me someto a ti. Puedes matarme. No tendrás tu venganza.

Rafael se puso tenso, se dispuso a levantarse para seguir su ejemplo y sintió cómo un cuchillo le cortaba rápidamente las ataduras de las manos y los pies. Los ojos de Thais se encontraron con los suyos durante una fracción de segundo.

—Pierdes un esclavo cada vez que matas a uno de los nuestros —dijo Silvanos tras Aesonia—. Yo soy Ithien Morias Azrian, hijo de Ruthelo Morias Azrian, dogo de la República thetiana, y de Claudia Salassa, y no me someto a ti.

Aesonia se giró para mirar a Silvanos y dio la espalda a Rafael. Rafael recogió el bastón, se puso en pie de un salto, buscando a tientas durante un segundo el seguro, el ojo de la serpiente, y notó cómo saltaba la parte inferior del bastón golpeando el suelo con un sonido metálico. Aesonia, intuyendo un posible peligro, empezó a moverse.

Y Rafael clavó la espada-bastón de Petroz con toda su furia y orgullo en el corazón de la emperatriz, atravesándoselo. Pudo ver la incredulidad en sus ojos, mientras se tambaleaba hacia atrás, y entonces oyó un grito que procedía del borde del Patio de la Fuente.

—¡Tú asesinaste a mi familia! —gritó uno de los soldados de Chiria, y disparó su ballesta directamente hacia el pecho del emperador, un segundo después de que la flecha de Valentino se clavara en el hombro de Rafael.

Zhubodai cogió rápidamente su ballesta y el tercer dardo de Silvanos le alcanzó en la garganta. El segundo tribuno murió un instante después, por el último dardo.

Aesonia agarró convulsivamente la espada bastón y se desplomó sobre el suelo de madera con sus ojos azul marino vidriados por la muerte.

Unos pasos más allá, Valentino yacía ya muerto, con su uniforme blanco manchado de sangre.

Cuando el tercero y el cuarto de los guardaespaldas del emperador se movieron, los tratantes árticos y los salassanos ya se habían puesto en pie, con las armas apuntando hacia ellos. Pero ninguno de los guardaespaldas, a pesar de lo rápidos que eran, tuvo tiempo de desenvainar su espada. Estaban demasiado cerca de Anthemia Mezzarro, que había visto cómo mataban a su querido Petroz, y de Odeinath Sabal, que había perdido un hombre que había navegado con él durante casi tres décadas enteras.

Rafael sentía brasas en la espalda, dio un traspié y recuperó precariamente su equilibrio, dándose la vuelta a tiempo para presenciar el último acto.

Los tratantes árticos alzaron sus armas, unos amenazadores tubos de pólipo que llevaban la muerte dentro de ellos y las apuntaron contra los tribunos.

—Rendíos con honor —dijo una voz nítida. La de Leonata. Ya estaba en pie, avanzando entre los guardaespaldas—. Ya ha habido suficientes muertes en una noche.

Y los tribunos, guerreros audaces como eran que habían jurado lealtad al emperador ahora muerto, observaron a los tratantes árticos y las armas que tenían y comprendieron que morirían, y lo que es peor, resistiéndose inútilmente. Sus artes no servían de nada ante aquellas armas, fruto de la tecnología de Thetia y la de Tuonetar, concebidas en las gélidas minas del norte que el Imperio quiso que fueran su salvación.

Los tribunos tiraron sus armas, y un momento más tarde, en medio de un gran ruido, también lo hicieron los soldados canteni y los ulithi.

Rafael sentía cómo la sangre le estaba empapando la parte de atrás de la túnica y un dolor desgarrador. A punto estuvo de caerse, pero un hombre le sujetó. Era Silvanos, como se dio cuenta poco después, quien ni siquiera había cogido a Rafael cuando él se caía siendo un niño.

Los soldados salassanos y chirianos se movieron para rodear a sus prisioneros, mientras los tratantes árticos se abrieron en abanico por el Patio de la Fuente. Los refuerzos estaban rindiéndose.

Leonata recogió el cuchillo que Thais había usado y le cortó las ataduras a Iolani. Después lo volvió a tirar y la abrazó.

—Ahora —dijo Leonata, aparentemente ajena al hecho de que todos los ojos estaban puestos en ella—, ya puedes buscarte a alguien competente que te enseñe a cantar.

Iolani sonrió. Rafael nunca había visto un rostro cambiar tanto.

Miró a Thais, de pie todavía donde él había estado, sosteniendo algunos trozos de soga y jirones de la ropa de Rafael, observando los tres cadáveres con la mirada extraviada.

Rafael se dio cuenta un poco después de que esos cadáveres eran de personas de su propia familia. Su tía abuela, su tío abuelo y su primo. Lo había sabido y habían desaparecido en menos de una hora. Ahora sólo quedaban él y Silvanos, como siempre había sido.

Uno de aquellos cadáveres pertenecía a la mujer que había poseído el alma de Thais durante once años. Ya no importaba lo que ocurriera a partir de ahora, nunca más volvería a lastimar a Thais.

—Thais —dijo él. Ella se encontró con la mirada de Rafael y se acercó a él lentamente. Ella le había salvado, los había salvado a todos. No dijo nada—. Después de todo, has podido elegir.

—No soy libre —dijo ella, con una sonrisa vacilante, mirando de Rafael a Silvanos y volviendo a Rafael—. Vosotros sí lo sois.

—Tú lo serás —dijo Silvanos—. Algún día.

Leonata fue al centro de la Sala y, muy intencionadamente, puso el pie sobre uno de los trozos rotos de cuerda.

—Aún nos queda solucionar la rendición de las otras tropas imperiales —dijo, apuntando el siguiente paso. Leonata si había hecho cargo de la situación de manera natural, sin que nadie intentara de impedírselo.

En el plazo de una semana, ella luciría el
corno
ducal como nonagésimo primera dogaresa de la república Vesperana.

—Estamos a tu servicio —dijo Rafael.

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