De nuevo volvía a haber un dolor ahogado en la mirada de Iolani y Leonata recordó el exquisito jardín de su casa en la isla de Zafiro, ahora tragado por el mar.
—Apholos me enseñó a cuidar un jardín —dijo Iolani, a punto de llorar por fin. Era algo que no había hecho durante mucho tiempo y necesitaba hacerlo desesperadamente. Leonata continuó limpiándole la herida, vertiendo un poco más de agua en ella—. Él había sido también jardinero, con mi padre. Yo no sabía distinguir una planta de otra, pero él fue muy paciente. Y sobrevivió dos décadas en las minas, pero esta noche...
Entonces Leonata, dejó el paño y sostuvo los hombros de Iolani cuando la gran thalassarca, finalmente, liberó su angustia por todo lo que aquella noche había ocurrido y, quizá, por una pequeña parte de todo lo que le había ocurrido durante los años atroces que había pasado en las minas de Thure.
Ningún ser humano debería soportar algo así.
¿Qué clase de mente podía tolerar una atrocidad semejante? No solamente los soldados y navegantes derrotados, aunque eso no habría sido mejor. El Imperio se había llevado a todos, hasta a los jardineros de una villa de verano en Theleris. Y todo por haber jurado lealtad al lado que no tocaba, por haber escuchado las promesas doradas de Ruthelo, por haber creído en la República que él intentó levantar.
Damnatio memoriae.
Aesonia había tratado de borrar de la historia a los clanes de Ruthelo y de construir el nuevo imperio sobre sus huesos, casi literalmente. Gian, Rainardo y Catilina probablemente lo sabían y estaban implicados, así como otros cientos más jóvenes.
Iolani todavía estaba llorando, respirando convulsamente entre sollozos, y Leonata, instintivamente, extendió la mano para acariciarle el cabello, como lo había hecho con Anthemia, su propia hija, cuando era pequeña. Leonata sostuvo a Iolani hasta que, al final, cesó el llanto. Entonces Iolani cogió un trapo y se secó el rostro antes de volver a sentarse erguida, mirando a Leonata, con una expresión extrañamente joven y abierta que Leonata era la primera vez que veía en ella.
Iolani era tan sólo un poco mayor que Anthemia, después de todo.
—Gracias —dijo ella—. Quizá te lo debería haber contado antes.
—Tenías tus razones.
—Malas —dijo Iolani, con una mueca—. Debería haber confiado en ti. Ahora es demasiado tarde.
—No tanto —dijo Leonata mirando a su alrededor, preguntándose si alguien estaría escuchando. Petroz estaría todavía en Vespera y quizá existiera aún una posibilidad de que actuara contra el emperador. Aunque él sólo contaba con un buque de guerra, si bien era nuevo, y sería superado ampliamente en número.
—No, no me lo digas —dijo Iolani—. Aesonia enviará una hechicera de la noche cuando me haya dormido, pero es posible que en tu caso se lo ahorre por el momento.
—Entonces, ¿cómo has conseguido mantener en secreto el nombre del espía durante todo este tiempo? —le preguntó Leonata.
—Preparación. Soy capaz de proteger una parte de mi mente cuando estoy dormida. Aesonia la invadirá con el tiempo. Pero por el momento no es capaz —Iolani tragó saliva; en su voz había un deje de temor—. Leonata, ¿podrías hacer algo por mí?
—Claro.
—¿Le pedirás a Valentino que me ejecute? No me importa lo lenta o humillante que pueda ser la agonía, o que quiera que le ruegue vanamente clemencia delante de toda la ciudad. Puede hacerme lo que le plazca, mientras me mate.
—¿Qué crees que quiere hacerte Aesonia? —le preguntó Leonata, desconsolada por el crudo dolor que leía el rostro de Iolani, que le empujaba a hacer una petición semejante. ¡Era tan terriblemente siniestro el universo del que Iolani había escapado! Y ahora, nuevamente, ese universo volvía a tragársela.
—Ella me mantendrá en un lugar frío y oscuro como las minas, donde nunca pueda ver ni el cielo ni las estrellas, y convertirá todas las cosas que he hecho, todas las palabras amables, todos los abrazos de mi padre, todas las veladas con mis tratantes árticos, todas las noches estrelladas, todas las caricias de amor, todo... lo convertirá en pesadillas. Poco a poco, para que tenga tiempo de temer lo que venga a continuación. Y cuando ya no quede nada y me halle al borde de la locura, ella hará de mí una hechicera de la noche.
—Pero las hechiceras de la noche son magas, ¿no es así? —dijo Leonata tomándole de nuevo la mano a Iolani. Por Thetis, ¿qué podía decir?
—No. Ese poder está en todos nosotros. Te quiebran la mente mediante tortura y pesadillas y, al final, o te vuelves loca o desentrañas el secreto. Pero, la persona que te lo hace a ti ejerce un dominio en tu mente para el resto de tu vida. Una vez ella me haya transformado, Aesonia se asegurará de que toda la gente que me importa se mantenga con vida y entonces, me obligará a destruirlos uno por uno.
—Pero, ¿por qué tú? Eres la hija de un jardinero, ¿por qué no los hijos de Claudia?
—Están fuera de su alcance —le respondió Iolani—. Como Ruthelo. Él murió en combate, de manera que no pudo vengarse de él poco a poco. Ahora yo soy para ella el sustituto de Ruthelo. Si quedara con vida alguien de su sangre para ponerle las manos encima, aunque diera la extraña casualidad de que la hubiera servido lealmente durante toda su vida, Aesonia le haría lo mismo.
—Haré lo que pueda —le prometió Leonata, sin dar crédito a que, en el espacio de una noche, hubiera acabado ofreciéndole a una aliada una esperanza de muerte—. Espero que no sea necesario.
—Las estrellas, Leonata —dijo con ira Iolani, volviéndose a secar el ojo, y casi abriéndose otra vez la herida de su mejilla—. La vida es preciosa. Y yo sé cuán preciosa es a causa de Thure. Yo quería envejecer en la ciudad y construirme una villa de verano como Endrema, con un jardín formal, ver ponerse el sol por un lado y levantarse por el otro. Yo quería ser una vesperana, como tú, y en absoluto una norteña. Pasarme las veladas en las cafeterías, aprender quizá a tocar un instrumento.
—Tú podrías cantar.
—¿Cantar, Leonata? ¿Con mi vozarrón...?
—Tienes una voz muy potente de soprano. Necesita educación y deberías pedirle ayuda a Anthemia para controlar tu capacidad pulmonar, pero podrías defenderte muy bien en cualquier escenario.
—¿De verdad? —la sonrisa de Iolani fue como un sol naciente. Debería sonreír más a menudo; se transformaba.
—Tienes la voz, lo que te hace falta es el control.
—Yo ya tengo demasiado control —dijo irónicamente Iolani.
—Entonces, úsalo en la voz —dijo Leonata y se estiró lo suficiente para cerrar la puerta que daba a la cabina principal—. Lo que tienes que hacer es aprender a cantar desde el pecho, no desde la garganta...
En el exterior, las dos vieron a la más pequeña y rápida de las mantas imperiales adelantando a la
Soberana
, para llevar los despachos de Valentino a Vespera.
* * *
—¿Rafael? ¿Rafael?
Se despertó de inmediato, alerta ante cualquier peligro, y vio una estera carbonizada y áspera contra su rostro. ¿Dónde estaba? Ésa era la voz de Thais. Tenía la boca terriblemente seca.
Se incorporó rápidamente y pudo ver destrozado el puente de observación, inundado de luz, y las hojas ondulantes de un bosque de kelp cerca del puerto, un banco de peces plateados que nadaban como flechas por el borde exterior, adoptando la forma de una pelota, luego de un cono, virando y dándose la vuelta como si una sola mente los condujera.
Se había quedado dormido. Había amanecido y se acordaba... se acordaba de la isla de Zafiro.
Thais había entrado y estaba de pie en la cabecera de la cama, con actitud vacilante, con un vaso de agua y algunas galletas marinas y raciones navales en la mano. Rafael se puso en pie con dificultad y en seguida notó que la cabeza le daba vueltas. Se apoyó sobre una mesa despedazada de éter y sintió una punzada de dolor en el brazo; había utilizado la muñeca equivocada.
—No has comido ni bebido durante horas —dijo Thais, cerrando la puerta tras ella y acercándose a él. Por una vez llevaba suelto el cabello y él le miró fijamente el rostro, buscando, esperando algún tipo de condena, pero sólo encontró simpatía y preocupación. Si ella se hubiera sumido también en la maldad de Aesonia...
—No podía encontrarte.
—¿Por qué te molestaste? —le preguntó Rafael. Él había soñado con Thais, ¿o había sido la noche anterior? Con Thais y con un pequeño templo abovedado sobre el mar, alzándose sobre las laderas de una montaña en alguna parte. Un extraño lugar para construir un templo, pero tan sereno, tan pacífico, tan remotamente alejado de los horrores de la isla de Zafiro.
—Estaba preocupada por ti.
¿Qué podía decir él? ¿Qué podía contarle a ella? «No, no tienes por qué estar preocupada. No me importa que el emperador me haya pedido mi alma. No me importa que tu señora matara a tantas personas inocentes; que destruyera con maldad una villa entera y redujera a sus habitantes a la condición de animales; que les arrebatara a sus hijos y atormentara a su líder, disfrutando visiblemente con ello. Todo es estupendo.»
—Creo que hay otros muchos que necesitan que te preocupes por ellos más que yo —dijo Rafael—. Deben de estar en los cobertizos de la bodega, esperando a que la emperatriz los marque con el hierro de su monograma.
—Rafael, no trates de fingir. Te conozco demasiado bien. —Le tendió el vaso de agua y él se lo bebió un gran trago, humedeciendo su garganta reseca.
—¿Por qué debería fingir, yo, un servidor leal como soy?
—Tú detestas lo que ha sucedido y casi matas a un hombre a sangre fría.
—¿Y tú lo apruebas?
—Si yo creyera que tu intención fue matarle para ganarte al emperador, nunca volvería a hablarte. Pero tú no hiciste eso.
¿Cómo era posible que ella lo supiera?
—Zhubodai me detuvo —dijo él.
—Tú sabías que iba a ocurrir. Has observado lo bastante a Valentino como para saber que él no ordenaría una ejecución sumaria, y tú sabías que Zhubodai estaba lo suficientemente cerca y era lo suficientemente rápido para detenerte.
—Creía que Valentino era un hombre mejor.
—La venganza de Valentino es rápida y directa. Viste la de Aesonia...
—...malvada, perversa y premeditada —acabó Rafael—. Sí, ¿cuándo vas a disculpar eso?
—No voy a hacerlo —dijo Thais—. No puedo excusarla.
—¿Cómo puedes estar a su servicio?
—¡Porque no tengo elección!
—Siempre hay una elección. No estás atada para siempre a los exiliados.
—También tú anoche pudiste negarte a la propuesta de Valentino y dejar que te proscribiera —dijo Thais—. También eso fue una elección.
—No me has respondido. ¿Por qué eres todavía una exiliada?
—Hice un juramento a Thetis y al rito sarthieno del que sólo la abadesa y la congregación de Sarthes pueden eximirme y, hasta que lo hagan, he de obedecer, no importa el coste. —Rafael nunca la había visto tan irritada; tenía el rostro demacrado y tenso; se trataba de una vieja herida personal más que de una furia justificada contra alguien que estaba cuestionando sus principios—. No esperaba que lo entendieras, pero al menos podrías aceptarlo.
Él no lo entendía. ¿Por qué abrazar tal causa si sólo le había provocado angustia? Existían otras maneras de servir a Thetis, lejos de la influencia malvada de Sarthes y de la emperatriz.
La
Soberana
viró y Rafael se sujetó en un mamparo, advirtiendo la rapidez a la que estaba navegando la manta. Alcanzó a ver fugazmente otro buque en la proa del suyo, apenas visible por el kelp en la esquina del canal. Y otro un poco más allá. ¿Cuántos buques de guerra había llevado Valentino?
—No puedes —dijo Thais con amargura, dejando el vaso de agua y las galletas marinas, y contemplando los escombros del camarote.
—¿Habrías matado a Hycano si Aesonia te lo hubiera pedido? le preguntó Rafael. Podía ver parcialmente en aquel camarote el origen de la falta de piedad de Valentino la pasada noche. Apenas quedaban unos restos en el puente observatorio, donde él estuvo durante la entrada a Vespera; los paneles de éter eran un amasijo de cascotes; el suelo y las paredes estaban ennegrecidos y quemados, las sillas estaban apiladas en pequeños montones de escombros en el extremo más alejado de la habitación. No quería ni pensar cuántos hombres habían muerto allí.
Thais apartó la mirada, pero Rafael rodeó rápidamente un panel de éter roto y se puso frente a ella para que le mirara a la cara.
—¿Le habrías matado?
—No, no lo habría hecho.
—No pareces muy segura. —Rafael le soltó el brazo, dándose cuenta entonces de con cuánta fuerza la había sujetado sin que ella hubiera protestado siquiera. Estaba dejando que la furia se apoderara de él, y eso era peligroso.
—Porque he sido educada en la obediencia durante veinte años. Para ti resulta fácil resistirte; tú huiste.
—¿Y tú has doblegado tu voluntad tanto como para matar a alguien a sangre fría?
—¡Tú hubieras matado a Hycano si Zhubodai no te hubiera frenado! —Ahora era Thais quien había agarrado del brazo a Rafael, con el rostro rojo de ira—. Sabías que era una prueba, sabías que podías ofrecer tu vida por la de Hycano, pero decidiste no hacerlo, porque tu libertad es más importante para ti que la vida de Hycano. ¿Cómo te atreves a juzgarme?
Pero Rafael se había arriesgado porque estando libre podría vengarse de Valentino y Aesonia e impedir una tragedia aún mayor. Pero, naturalmente, no podía decirle eso a Thais.
Rafael se había jugado la vida de Hycano. Sin embargo, él sabía que si Valentino le esclavizaba, Petroz y el traidor anónimo aún serían capaces de oponerse al imperio... aunque tal vez no actuarían, o quizá no tendrían oportunidad de enfrentarse a una potencia así. ¿Cuántos más morirían si no se detenía a Valentino y Aesonia?
En el fondo de su mente, Rafael sabía que, aunque pudiera justificarse, él siempre se sentiría culpable.
Rafael bajó la mirada a su brazo y Thais le soltó como si le escociera.
—Fui un estúpido —reconoció Rafael, e incluso sus palabras producían escozor—. Fui un estúpido al no ver lo que era realmente el Imperio, pero ahora ya lo sé.
—La noche pasada demostraste al son de quién bailarás al obedecer las órdenes de Valentino, cosa que seguirás haciendo.
—La pasada noche yo debí haber renunciado a su servicio, encadenado. Cuando esto se acabe, podré abandonar Thetia y no regresar nunca.