Vespera (53 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Rafael ya no pudo soportarlo más. Se dio la vuelta y echó a correr colina arriba, rogando para que su escapada hiciera cundir el pánico y que todo el mundo le siguiera. Con un grito, sus guardias echaron a correr tras él, mientras el estruendo de la ola de los exiliados se hizo más intenso y los alaridos por las zonas inferiores quedaban silenciados. Podía sentir ya el viento que precedía a la ola y, a punto de tropezar con un escalón en el extremo superior de la calle, se dio la vuelta y miró atrás.

La ola era increíblemente alta, y resistía las descargas de éter que estaba recibiendo en un intento inútil de frenarla. No se tambaleaba sino que seguía avanzando y llegaría tierra adentro hasta donde él se encontraba. El suelo estaba temblando tanto que Rafael apenas podía mantenerse en pie y comprendió que no había ni la más ligera esperanza de escapar. La cresta tenia tres o cuatro veces la altura de Rafael, coronando un muro negro de agua que estaba aniquilando la aldea de la isla de Zafiro. Ahora sabía lo que debieron sentir aquellos piratas, inmóviles y paralizados ante su propia destrucción.

Algunas explosiones más de éter y por fin la ola pareció contorsionarse, caer hacia atrás, como si fuera posible detener su empuje, pero era demasiado tarde para Rafael. Respiró hondo, como si eso importara, retomó la carrera, atrapado un instante más tarde por la fuerza del agua a sus pies y, después, la ola se lo tragó.

NAVIGATOR III: EL REINO DE LA MUERTE EN VIDA

Siete meses antes

Lo que hallaron en la costa de Thure, al este de Eridan, los perseguiría el resto de sus vidas.

Resultó bastante curioso que Cassini, finalmente, fuera el primero en verlo un día cuando decidió sin razón aparente subirse al tope del vigía y pasarse unas horas gélidas sin nadie con quien hablar. No es que esto último le importara. Un día nublado. Alguien menos interesado en un país desconocido y más en la próxima comida, y lo podían haber pasado por alto, con coordenadas o sin ellas.

Odeinath trepó hasta la cofa para reunirse con Cassini, quien le pasó el telescopio. Tenía años de práctica estabilizándolo en un barco inclinado, pero lo que Cassini había visto se encontraba a una distancia de varios kilómetros y apenas podía divisar las construcciones bajas de piedra y lo que parecían malecones y, después, una carretera que serpenteaba hacia el interior por las montañas. No era tuonetar, no era en absoluto una ciudad, pero parecía un punto de embarcación, ¿no? ¿Sería posible?

Pero ¿de quién y por qué?

Después de todas aquellas semanas de navegación, la tripulación rompió en vítores cuando dio la orden de virar a estribor y en dirección a tierra firme y de encender los sensores de éter para tener una buena visión del fondo a medida que se iban aproximando a la orilla desconocida.

Había inequívocamente un canal de agua profundas, quizá de dos kilómetros de anchura que se abría paso entre el creciente lecho de roca directamente hacia el descubrimiento de Cassini. Tenía la profundidad suficiente para que pasaran mantas, aunque ninguna podría sobrevivir en aquellas aguas. Sin embargo, bien pensado, el clan Jharissa sí lo había conseguido. Los rumores afirmaban que la solución que habían descubierto consistía, sencillamente, en construir en cada estación de hielo una cuenca cubierta lo suficientemente grande para albergar una manta y utilizar las corrientes de agua cálida y los reactores para calentar el agua hasta alcanzar temperaturas tropicales, dando a la manta un baño de agua caliente más que suficiente para revivirla y ponerla en disposición de viajar tres o cuatro días hasta la siguiente estación de hielo.

Ingenioso, si era cierto, pero también caro si no daba la casualidad de que las corrientes cálidas estuvieran situadas a la distancia adecuada una de otra.

Era un puerto bastante grande, cuatro o cinco malecones de piedra, espaciados con la anchura suficiente para que pudieran atracar entre ellos grandes navíos, elevadores de carga y almacenes rectangulares construidos de piedra gris oscura, sin ventanas y con enormes puertas metálicas reforzadas.

El silencio reinaba en el
Navigator
mientras se aproximaban. La tripulación formaba una fila a lo largo de la borda o se colgaba en las jarcias, si no tenían trabajo entre manos. No había gaviotas por allí y, a pesar de encontrarse e pleno verano, no hacía calor. Soplaba un frío viento marino.

—No me gusta este sitio —dijo Daena en voz baja—. Hay algo en él...

Odeinath asintió con un gesto. Un estremecimiento que no tenía nada que ver con el frío le recorrió la columna. Quizá, sencillamente, se trataba del descubrimiento de un puerto abandonado en los páramos inhóspitos y vacíos de Thure. O quizá no.

Dos miembros de la tripulación saltaron a la orilla tan pronto pudieron, amarraron el
Navigator
a bolardos oxidados con grandes cabos mientras los telescopios enfocaban la orilla en busca de alguna clase de vida. A esa distancia, Odeinath pudo ver que las piedras de los malecones estaban mal colocadas, con hierba creciendo entre ellas; y también pudo ver la herrumbre sobre las puertas y los agujeros en los embarcaderos que se derrumbaban en el mar.

—Id por parejas —ordenó Odeinath—. Coged armas si queréis, aunque no creo que las necesitemos.

El acero era inútil contra los muertos, y nada vivo quedaba en aquel lugar.

Daena y Tilao fueron los primeros en seguirle por la plancha y luego, los demás. Cassini se quedó en la proa, examinando el terreno y parpadeando, como si estuviera observando aquel lugar desplegarse frente a sus ojos.

Caminaron por los espigones y atravesaron el muelle hasta llegar al almacén más cercano. Sus puertas congeladas estaban abiertas por el óxido y los elementos. El interior era oscuro, grande y tenebroso, y vacío salvo por algunos escombros grises diseminados por el suelo. Tilao se inclinó a recoger uno, lo frotó y lo miró con circunspección.

—Es metal —dijo, tirándoselo a Odeinath—. Hierro probablemente, pero está muy oscuro para saberlo con seguridad.

Dirigió el haz de luz de una antorcha de éter por el hueco oscuro, pero no había nada más.

Volvieron al exterior, otra vez sobre el muelle en sombras —apenas había pasado el mediodía pero ya había desaparecido el sol tras aquellas grandes montañas hacia el oeste—, y entraron en otro almacén más apartado. Más metal, gris y reblandecido. Plomo. El vacío.

Abandonaron el almacén y, desde el mar, ascendieron por un camino pavimentado con piedras aplastadas más que cortadas, marcadas por los surcos de ruedas de vagones. Más allá, hacia el interior, había dos almacenes más a un lado y al otro, una enorme construcción de piedra en forma de fortaleza. Las puertas se habían desplomado o bien habían sido arrancadas de sus bisagras. Todo el complejo y la estructura misma del edificio estaban vacíos, sin vida. Las ventanas habían tenido cristales en su momento, pero ahora sólo quedaban algunos fragmentos en el suelo. Las salas, una tras otra, estaban vacías. Tenían gruesas paredes y grandes chimeneas de piedra. Todo indicio de presencia humana, incluso las cenizas de las chimeneas, había desaparecido.

Continuaron, alejándose más aún de la costa. Vieron un edificio que pudo haber sido una fábrica de alguna clase; las calderas vacías eran todo lo que quedaba. Un grupo de construcciones cilíndricas, sin ventanas, sobre pilotes. Tampoco quedaba nada allí, excepto algunas semillas congeladas que Cassini recogió metódicamente para examinarlas.

Y a la derecha, dominado por el edificio con forma de fortín, otro complejo con una doble pared de piedra y torres en las esquinas. Odeinath levantó la vista y advirtió, a lo largo de los muros, aristas afiladas de piedra, cristales rotos y restos de metal, como si en la argamasa hubieran puesto espadas rotas orientadas hacia arriba.

Volvió a sentir un escalofrío, más intenso que nunca.

Pasaron por la puerta, arrancada de sus bisagras, atravesaron el fúnebre terreno y llegaron a un vasto complejo interior donde había hileras e hileras de camarotes de madera, envejecidos por el tiempo y muchos de ellos sin techo. Diminutas ventanas en las que nunca había habido cristales, tierra estéril con algún hierbajo creciendo débil y lánguido por el complejo.

Dentro, los barracones eran grandes y fríos, casi tan fríos como el exterior, cubiertos de triples literas, tan mal construidas que sorprendía que alguna vez hubieran resistido peso alguno. Varias de ellas se habían derrumbado.

Odeinath observó la puerta al marcharse. Gruesa, con enormes pernos y cerradura en el exterior. También se fijó en las dobles verjas.

Daena estaba pálida. Incluso la piel cobriza de Tilao había palidecido.

Abandonaron el complejo en silencio, continuaron hacia el interior y pasaron al lado de otro complejo en el otro lado y dos atalayas, sombríos centinelas de la carretera que conducía al oeste, hacia las montañas, sobre una discreta elevación y al otro lado de una llanura de piedras que quizá alguna vez fuera tierra de cultivo. Odeinath tendió la mano y, sin mediar palabra, Tilao le tendió el telescopio. Lo enfocó sobre las lejanas laderas, pero estaban a demasiada distancia y había demasiada oscuridad para ver nada.

Empezó a andar por el camino, sin hacer caso del gélido viento thuriano que agitaba los pliegues de su capa, diseñada para temperaturas cálidas y, a medida que fue alejándose del asentamiento, fue encontrándose con alguna cosa. Jirones de tela delgada y grisácea, tan frágil que se descomponía al tacto, como las tuberías tuonetares. Palos de madera que podrían haber sido mangos de herramientas.

Odeinath sabía lo que estaba buscando y él, con los demás tras sus pasos, lo encontraron al llegar a la parte superior de la pequeña elevación y contemplar la llanura que había detrás. Zonas blancas por todas partes entre las piedras, delgadas figuras alargadas y otras redondeadas, todas agrupadas, Odeinath se acercó mecánicamente el telescopio al ojo y distinguió los objetos que se mostraban con preciso relieve. Muchos de ellos estaban al lado de la carretera, aunque había otros más apartados, sobre el suelo permanentemente congelado.

Huesos. Huesos humanos diseminados por centenares y millares sobre la capa de tierra helada, algunos aún tenían patéticos jirones de tela enganchados en el borde afilado de una costilla.

Odeinath no dijo nada; nada podía expresar aquello. Los demás estaban lívidos, como si el viento les hubiera dejado congelados mientras estaban allí de pie.

Todos ellos sabían ya lo que encontrarían en aquellas montañas adonde conducía la carretera. Minas. Muerte. Aquél era el reino de la Muerte en la Vida.

El viento cortante se transformó en la huracanada agonía de miles de voces, con un dolor demasiado terrible para soportarlo, las voces de las almas perdidas llevadas por el viento.

Almas perdidas.

Daena cogió el telescopio de la mano exánime de Odeinath, oteando el paisaje de uno a otro lado antes de detenerse con un grito mudo. Le devolvió el telescopio a Odeinath y echó a correr por la carretera para después salir de ésta y abrirse camino entre la llanura de huesos hasta que se detuvo, se inclinó y cogió dos objetos, sosteniéndolos en alto.

Odeinath se puso el telescopio en el ojo y miró por él. Su mano agarró con tal fuerza el aparato que, por un momento, creyó que se iba a romper, destruido en mil pedazos que se quedarían allí con los muertos. Pero no fue así y se lo pasó a la persona que tenía al lado, Cassini. Odeinath no se había dado cuenta de que Cassini estaba con ellos y quizá habría sido mejor que no les hubiera acompañado. Nadie debería tener que ver aquello.

Dos cráneos, uno del doble de tamaño que el otro yacían juntos. Un esqueleto mucho más pequeño que el otro. Daena volvió a depositar los dos cráneos en el suelo, pero parecía que no conseguía levantarse. El sonido de sus sollozos quedaba ahogado por el viento, por las voces a coro de los muertos.

Odeinath levantó la vista hacia aquellas tremendas montañas blancas contra el cielo, hacia el vacío de Thure y la desolación que tenía enfrente.

Almas perdidas.

¿Cuántas había allí? No las contó, no podía contarlas, aunque realmente no importaba cuántas hubiera. Lo que importaba es que estaban allí. Y que él también lo estaba, en medio de aquellas tinieblas olvidadas en los confines del mundo. Que aquello hubiera ocurrido y que el mundo no lo supiera.

«No hay justicia en este lugar; ningún crimen es tan grande para que un pueblo merezca ser enviado a morir al Ártico helado.»

Un pueblo entero. Desesperadamente quiso creer que eran víctimas de alguna guerra en el norte, librada en las tinieblas tras la caída tuonetar, en algún momento durante los dos siglos de las tormentas.

Le hubiera gustado creerlo, pero había demasiados. Ninguna potencia del norte podría haber condenado a decenas de miles de personas a una muerte así. Ninguna podía haber hecho que aquello ocurriera.

Y después de Eridan y de la placa, él lo sabía.

Odeinath cerró los ojos.

* * *

—Del océano vinimos, del océano vivimos y al océano regresamos. Por la gracia de Thetis, nosotros que navegamos en Sus aguas y somos Su pueblo, conmemoramos y honramos a los muertos, cuyos nombres están presentes en Sus pensamientos para siempre. Así pues, entregamos estos cuerpos al abismo, en nombre de todos los que permanecen sin sepultura y lejos del mar, para que en sus muertes, ellos puedan dar la vida a aquellos que están por venir. Con la bendición de Thetis, Señora de las Aguas, Madre del Archipiélago, Guía y Protectora de Thetia y del clan Xelestis.

Odeinath cerró el libro suavemente e inclinó la cabeza mientras las notas melancólicas de los Últimos Ritos en la trompa redonda de Tilao resonaban sobre las aguas grises. Cuatro miembros de la tripulación levantaron uno a uno los cadáveres con mortajas azules que yacían sobre la cubierta, los lastraron con piedras traídas de la llanura y los colocaron sobre la plancha, aguardando el gesto de Odeinath para arrojarlos al mar.

Desde el alcázar, él alcanzó a ver cómo eran deslizados hacia el abismo, hombre, mujer e hijo, uno tras otro. Tres almas perdidas anónimas del campo de huesos que representarían a todas las demás.

El cortejo fúnebre terminó con el último cuerpo y las notas de la trompa se fueron extinguiendo poco a poco y, durante unos instantes, reinó un completo silencio excepto por el viento que sacudía los sudarios.

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