Vespera

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Una idílica isla tropical se convierte en el escenario de una historia de traición y conspiración de dimensiones shakespearianas. Una nueva historia llena de aventuras marítimas, intrigas políticas y espionaje ambientada en el mundo de Aquasilva, un siglo después de los acontecimientos relatados en la trilogía. Seis años después de la aparición de la trilogía Aquasilva, Anselm Audley vuelve a demostrar que su precoz talento sigue intacto.

Rafael Quiridion, espía inteligente y peligroso, músico e iconoclasta, regresa de un exilio autoimpuesto para investigar el asesinato del emperador y se encuentra inmerso en una ciudad y un imperio al borde del abismo. La muerte del antiguo emperador es sólo el principio del caos.

Cuando el nuevo emperador intenta arrebatar el poder a los clanes de mercaderes con la ayuda de Silvanos, jefe del espionaje y tío de Rafael, se hace evidente la existencia de una gran conspiración. Con la ayuda del mercader Portius y de la jefa de clan Leonata, Rafael intenta encontrar al asesino antes de que el imperio caiga en una guerra civil. Pero cuando se produce un enfrentamiento entre las diferentes flotas y las ambiciones del emperador parecen llevar a una tragedia, empiezan a salir a la luz los objetivos del asesino, un secreto que puede destruir el imperio.

Anselm Audley

Vespera

Aquasilva - 4

ePUB v1.0

OZN
18.06.12

Título original:
Vespera

Anselm Audley, 2007.

Traducción: Emilio Mayorga

Ilustraciones: Steve Stone

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

PRÓLOGO

El imperio llegaba a su fin envuelto en luz.

La luz de los faroles refulgentes que iluminaban las calles de la ciudad y a las decenas de miles de personas que aguardaban en el Ágora y el Octágono al final de una noche de fuego y caos. La luz de los palacios, donde los miembros de los clanes se habían reunido bajo el frágil amparo de las guarniciones improvisadas, mientras la infantería de Marina luchaba y moría en la colina Novena. La luz reflejada desde las nubes que amenazaban tormenta sobre la ciudad, un funesto resplandor rojizo en un cielo donde ni tan sólo brillaba una estrella.

La luz desde la hoguera en la colina Novena donde el Palacio Imperial ardía de un extremo al otro. Inmensas columnas de llamas se alzaban hacia el cielo de la noche y cortinas de humo se deslizaban hacia el lago atravesando las ruinas incendiadas de la isla del Almirantazgo. Incluso cuatro horas después de declararse el fuego, éste no mostraba indicios de amainar y hasta la estructura de piedra del palacio comenzaba ya a alabearse y derrumbarse por el calor.

Medio milenio de magnificencia imperial, de esplendor y memoria, había sido reducido a cenizas. Todo estaba en llamas, desde el arte de inestimable valor de los maestros thetianos acumulado durante siglos hasta los archivos secretos de los servicios de inteligencia en los laberínticos sótanos. Lo más excelso y lo más infame del imperio ardía a la vez.

Nadie quería que éste fuera el final. Pocos eran, de hecho, entre los cientos de miles de personas que inundaban las calles del cetro de la ciudad, los que querían que acabara el imperio. No querían su destrucción.

Ya era demasiado tarde.

* * *

Siempre fue demasiado tarde para Ruthelo Azrian, el artífice del derrumbamiento del imperio. Fue demasiado tarde veinte años atrás, la noche en que los hombres del emperador Orosius fueron en busca de su padre. Eran soldados de negro y derribaron la puerta en plena noche, enmascarados y embotados. Ruthelo tenía diecisiete años; su hermano, once. Nunca volvieron a ver a sus padres y, durante casi la mitad de su vida, Ruthelo estuvo luchando contra el imperio. Le concedió una última oportunidad cuando su amiga Palatina alcanzó el trono hacía siete años y ella fue una decepción.

Y ahora, al final de una noche de fuego y sangre en el corazón del mundo, la ciudad que fue su hogar, Ruthelo estaba a punto de dar el paso que nadie había osado dar en cuatro siglos y medio. El paso que nadie fue nunca lo suficientemente poderoso para dar. Ni siquiera las familias más influyentes, como la de su esposa, cuyo árbol genealógico podía remontarse hasta casi mil años atrás. Él, Ruthelo Azrian, conduciría al imperio a su acabamiento. La República thetiana renacería y él sería el único responsable.

Naturalmente, tratarían de impedírselo. Ya podía escuchar los pasos que se acercaban por el pasillo exterior, y él sabía de quiénes eran. Nadie iría hasta allí, hasta un lugar abandonado del antiguo Palacio de los Mares, por encima de la abarrotada Ágora, a no ser que fuera expresamente a verlo.

Claudia se ajustó el collar de mando alrededor del cuello, un gesto más que otra cosa; ella no tenía por qué estar con él. Podía estar con los aliados de Ruthelo y los soldados azrianos, pero había llegado hasta allí para hacerle saber que su compromiso era firme. Los ojos de Ruthelo se encontraron con los suyos y él vio su propio y fiero orgullo en el reflejo que le devolvían.

—No pueden detenernos ahora —dijo Claudia. Con ella a su lado, no había nada de lo que él fuera incapaz, como habían demostrado durante las últimas horas. Habían impedido el intento de la emperatriz de Thetia de hacerse con el poder supremo y, aunque cerca de mil soldados del clan y más de dos mil legionarios imperiales habían muerto, éstos no eran más que una fracción de los que podrían haber muerto en otra purga o una abierta guerra civil.

Las pisadas se hicieron más fuertes y se oyó llamar a la puerta. Incluso ahora se sobresaltó y sintió cómo la mano de Claudia le apretaba el brazo.

—Nunca más —dijo él en un susurro demasiado débil para que lo oyeran los de afuera, y besó a Claudia rápidamente antes de que ella se diera la vuelta y desapareciera por la puerta lateral para unirse a sus aliados en el patio inferior.

—Adelante —dijo él, tras un instante. Las luces ambarinas de palisandro titilaron por un momento, y Ruthelo confió en que no se extinguieran. Esa noche la corriente se mostraba inestable; se habían librado combates en la zona de los generadores y los fuegos de palacio habían dañado algunas partes de la red de éter.

Sólo se mantenía estable allí, en Tritón, donde era más necesaria. Si la Asamblea quedara sumida en la oscuridad, se interpretaría como un augurio.

* * *

Aún no era demasiado tarde para Rainardo Canteni, pero cuando él y los demás entraron en la Cámara de techo alto y llena de eco, con el mobiliario envuelto y unas tenues luces doradas, supo que el imperio estaba acabado.

Se había acabado porque Ruthelo Morías Azrian, gran thalassarca del clan Azrian, líder de la Asamblea y prefecto de la ciudad, deseaba que se acabara.

Ruthelo habría derrotado a la emperatriz sin ellos; incluso podría haber triunfado si se hubieran puesto de parte de la emperatriz. Bien sabía Rainardo que hasta ese punto llegaba el poder de Azrian y sus aliados. Pero ellos se le habían unido y habían luchado a su lado y ahora venían a pedirle que no depusiera a Palatina II. Hacía menos de una hora que la Asamblea le había rogado que revocase su decisión.

El poder de la Asamblea era una ficción esa noche y todos ellos lo sabían. Ruthelo era el único que contaba.

Ruthelo sabía que había vencido. Estaba claro por su gallarda apostura, con la luz transformando su cabello (inusualmente rubio para un thetiano) en algo parecido a una aureola que le envolvía la cabeza, realzando el rojo y amarillo intensos de su túnica. Era evidente, porque él era Ruthelo Azrian y no había nada que no pudiera hacer. Y Rainardo le admiraba y le odiaba por ello.

«¿Por qué tuve que nacer en su generación?», se preguntaba Rainardo. ¿Por qué razón el destino los habría condenado a él y a Aesonia y a Gian y a Petroz (e incluso a Claudia, la amada espora de Ruthelo), a una vida a la sombra de aquel extraordinario individuo? Y ahora que había derrocado a Palatina, el nombre de Ruthelo se haría inmortal y todos los demás, los líderes de los clanes, que eran supuestamente sus iguales, serían recordados para siempre como sus aliados, sus compañeros, sus enemigos. E incluso si le sobrevivían, la comparación sería inevitable y todos saldrían mal parados en ella.

La situación no era tan mala para Rainardo porque, aunque sólo fuera por su calidad de almirante, él sí era un igual de Ruthelo. Y ésa era su aspiración: ser un almirante, permanecer al mando de la Armada de cualquier Estado que Ruthelo creara. Sus victorias serían las suyas y él podría librarse de la ciudad y de la sombra de Ruthelo.

Cómo los demás se enfrentarían a esa situación era algo que ignoraba totalmente.

Ruthelo aguardó a que uno de ellos tomara la palabra.

Al entrar hicieron una reverencia, resplandecientes todos con sus galas oficiales y con un aspecto enormemente juvenil. Como siempre, Rainardo, se las había arreglado para que su túnica verde ceremonial pareciera un uniforme de combate. De los cuatro que eran, sólo él llevaba un arma, una sencilla y vieja espada canteni. El contraste no podía ser mayor entre él y el pulcro y urbano Gian, por lo visto el hombre mejor vestido de la ciudad; o con la cuñada de Ruthelo, Aesonia, con su fina túnica azul. Apenas tenía veintidós años y ya era un poder en alza en su orden.

Ella era la más difícil de juzgar, con aquellos fríos ojos verdes inescrutables. A los otros dos los conocía y sabía cómo someterlos.

Ruthelo devolvió el saludo y esperó. Eran ellos los que habían venido a pedir alguna cosa, no él.

Gian y Rainardo intercambiaron una mirada, pero fue el más joven, Gian, quien tomó la palabra.

—No lo hagas Ruthelo —se limitó a decir—. Censúrala, prívala de sus privilegios; Thetis sabe que lo aceptaremos. Pero no la depongas.

Los otros dos no dijeron nada; permanecieron con la mirada clavada en el rostro de Ruthelo.

—Sabéis por qué lo hago —dijo Ruthelo— Si no lo hiciera, dejaríamos que nuestros hijos se vieran obligados a librar de nuevo esta batalla.

—Se acabó —dijo Gian. No queda ninguna batalla que librar.

—Probablemente nuestros padres dijeron eso mismo treinta años atrás —respondió Ruthelo.

¿Cómo podían estar tan ciegos? ¿Cómo era posible que no acertaran a ver lo que ocurriría si él vacilaba en estos momentos? «Sus padres seguirían con vida si hubieran tenido el coraje de deponer a Perseus II.»

Pero ahora estaban muertos. Arrastrados en la noche, para hacerlos desaparecer como si nunca hubieran pasado por este mundo. O cazados como animales, con cuerdas y redes, para ser ejecutados públicamente en el Ágora. La madre de Aesonia y Claudia había muerto de esa forma a manos de los sicarios del Tirano, hacía once años.

—No metas a nuestros padres en esto —dijo Gian—, Desearía que estuvieran aquí tanto como tú, pero no podemos permitir que nuestros fantasmas nos empujen a esto. ¡Tenemos el poder, Ruthelo! ¡Tenemos el imperio en nuestras manos! ¡En las tuyas, las mías y las de los demás! ¡Por la madre Thetis, déjalo ya!

—¿Crees que porque tengamos el poder lo conservaremos? ¿Es que no crees que otro individuo de la calaña del Tirano pueda arrebatárnoslo?

Los recuerdos de sus padres bullían en su interior. Su padre el embaucador, el poeta y libretista, siempre rodeado de músicos y artistas.

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