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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (2 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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Las esposas se abrieron, después de la ligera aplicación de la llave magnética, y antes de que Sergio pudiera moverse, los dos policías se arrojaron sobre él. El donador le hizo una llave de lucha, capturándole con sus gruesos bíceps el cuello y los brazos; el otro, luchando y respirando fatigosamente, le endosó las esposas enjoyadas.

—¡Pero si no me voy a escapar! —gritó Sergio.

—Y eso, ¿qué nos importa? Eres un prisionero; los prisioneros puede ser que quieran huir; luego tú puedes querer huir. No podemos fiarnos de ti. Y ahora, al coche. Y sin rechistar. Un solo movimiento y te fulminamos. El Juez se ocupará de ti. Ya verás lo que te espera.

Asiéndole cada uno de ellos de un brazo, le introdujeron en el interior del vehículo plateado, que zumbaba suavemente, el piloto con el traje negro y amarillo a los controles; el arsenal de rifles, proyectores, clavos, sopletes, panoplias y armaduras colgado en las paredes; el bordoneante, motor en la parte trasera. Le sentaron entre ambos, y conectaron sus enjoyadas esposas a una cadena de termocrista que extrajeron de suelo.

Un viejecito de pelo blanco, sobriamente vestido con chaqueta y pantalones de tweed gris, con la insignia del cuerpo de Astronavegadores Jubilados en el lado izquierdo del pecho, se acercó hasta el final del espolón y se quedó mirándoles. Tenía unos ojos azules profundos, llenos de bondad y de humanidad. Preguntó, señalando al inmóvil Sergio:

—¿Puedo donar para él?

—No se moleste Vuestro Honor —contestó el donador, después de una rápida ojeada a la insignia—. Este no merece ya caridad alguna… ¡Está frito! Va a manos del Juez Instructor de Las Llanuras de Israel, el hombre más duro y justo que existe, en la Ciudad. Done Vuestro Honor para otro, que lo que es éste…

—¿Puedo, entonces, donar para tu familia, muchacho? ¿Qué crimen has cometido?

—Voló un precinto, con las cajas, la gente y las máquinas. Dieciséis personas murieron en ello, y desapareció un archivo completo. Vuestro Honor puede darse cuenta de que no tiene salvación. El Juez Instructor le condenará a la pena capital; hay pruebas contundentes, y se le interrogará hábilmente. En cuanto a su familia…

—No tengo familia. Vuestro Honor —dijo Sergio—. Agradezco la donación… pero no es precisa.

HOY HABRÁ UNA EJECUCIÓN EN EL PRECINTO 332, SECTOR DE LAS LLANURAS DE ISRAEL. NO SE OS OCURRA ACERCAROS POR ALLÍ. O LAS ESPOLETAS DEL EJECUTOR DEJARAN INÚTILES LAS MAGNETOS DE VUESTROS AMADOS VEHÍCULOS. INÚTIL DONAR, INÚTIL DONAR. CONDENACIÓN PROBABLE AL 99'993 % Y SIN FAMILIA. INÚTIL DONAR.

—¿Ha visto Vuestro Honor? Hasta los anuncios lo saben.

LA PRESIDENCIA HEREDITARIA HARÁ MAÑANA TRASCENDENTALES MANIFESTACIONES.

LA CIUDAD TE NECESITA; ENRÓLATE EN LAS TROPAS MINERAS DEL ASTEROIDE, Y VERÁS EL ESPACIO. BIBLIA-ORDEN INCLUIDA EN LA PRIMA DE ENROLAMIENTO; MIL CRÉDITOS PARA REPUTACIÓN PERSONAL… PERO MÁS VALE QUE NO TE HAGAN FALTA.

—En ese caso —dijo el viejecito—. En ese caso… Si al menos me permitierais… soy miembro activo de la Iglesia Episcopal Ciudadana… la que produce el arrepentidor espontáneo. Es grande tu pecado, muchacho, pero si el Juez Instructor lo permite, te enviaré al precinto un arrepentidor…

—Podéis hacerlo. Vuestro Honor —dijo el policía—. En marcha.

Las puertas del vehículo se cerraron, y Sergio pudo ver como el rostro arrugado y bondadoso del anciano se borraba en la distancia, sumiéndose entre las luces de los coches y el suave movimiento de los palmerales. A sus pies, los vehículos se movían como escarabajos charolados en mil colores, cubriendo y descubriendo el brillante revestimiento gris de la calzada; a los lados, pasaban veloces las arcadas cubiertas de ventanas. Sortearon un entramado metálico tendido de un lado a otro de la avenida, cubierto de una hormigueante muchedumbre…

LA SUPERPRODUCCIÓN ESTELAR «RAZA DE HÉROES» EN EL CINE GRIS-VERDE. CONTEMPLA CON TUS OJOS EL HERÓICO SACRIFICIO DE AQUELLOS QUE SUPIERON MORIR PARA QUE OTROS VIVIERAN. CIEN MIL EXTRAS. FASTUOSOS DECORADOS. LA PELÍCULA DE TODOS LOS TIEMPOS. CON CLARK VANCE JR. Y TODITA NOON.

Pasaron sobre el nudo de tráfico, enracimado de semáforos y señales, donde poco antes había habido un accidente. Los restos ennegrecidos de tres vehículos se empotraban entre sí al pie de una de las columnas de señalización del tráfico rápido; dos vehículos policiales y una grúa trabajaban afanosamente a su alrededor; el sonido de una ambulancia surcó, en la lejanía, el aire espeso y removido por los ventiladores.

La avenida se ensanchaba en aquel punto, de tal manera que sus lados eran casi invisibles. Sergio, alzando la cabeza, pudo ver que se estaban acercando a la bóveda, y, simultáneamente, ganando velocidad. El zumbar del motor, antes sordo, se convirtió en un fúnebre aullido, y el exterior se transformó en una masa de colores sin forma alguna.

—Es cosa de momentos, chico —dijo el policía bondadoso—. No tendrás tiempo de enterarte de nada. El juicio, y después…

—No le consueles —dijo el otro—. Es un criminal, un indeseable. Un asesino indigno de compasión. Por mí, no llegaba vivo al precinto.

Los pensamientos daban vueltas velozmente en la cabeza de Sergio. Había tomado una decisión, cierta o equivocada, pero estaba tomada ya y no cabían enmiendas. Ni siquiera le causaba vergüenza el hecho de ser un criminal y la exhibición pública que había experimentado poco antes. Se sentía como acorchado, sin sentimientos ni deseo alguno de luchar más. Quizá más adelante este deseo de luchar por lo que él creía reviviera nuevamente. Pero ahora no; ahora sólo quería olvidar.

PAGA TUS IMPUESTOS A LA PRESIDENCIA HEREDITARIA. CUMPLE CON TUS OBLIGACIONES. NO DEJES PARA MAÑANA EL IMPUESTO QUE PUEDAS PAGAR HOY.

Olvidar… No era tan fácil decirlo. El rostro de Adalba Ferrant aparecía una y otra vez en sus pensamientos. ¿Por qué ese rostro, precisamente, si sólo la había visto dos veces? Quizá porque fuera una perfecta expresión, lindante casi con la imposibilidad, de las virtudes que una muchacha debiera tener. Un rostro perfecto, angelical en sus trazos, lleno de pureza y buenos sentimientos. No se había atrevido a pronunciarse con ella, ni a propasarse un poco, como con otras. Bien era cierto que casi nunca había conseguido nada… Adalba Ferrant. Una mujer cuya compañía le hubiera salvado, posiblemente, del negro destino que le esperaba. Por soñar no sucedía nada… Quizá si la hubiera conocido antes; quizá si ella hubiera llegado a ser su esposa, la madre de sus hijos, la compañera de su vida… Y en vez de eso, esa terrible insatisfacción, ese odio hacia todo que le había traído aquí… Esa insana sensación de no poder luchar contra el destino, y de estar encerrado por otros en una jaula de la que nunca hubiera podido salir… «Adalba Ferrant —pensó—. No sé si te amo. Pero creo que sí hubiera podido amarte».

El vehículo picó hacia el suelo, mientras los pies del piloto daban una patada a la barra del timón, y su mano derecha introducía los flaps. El efecto de frenado fue grande, y los dos policías, juntamente con él, se fueron hacia adelante, rápidamente contenidos por la pared interna de seguridad. Con un rugido rasposo, los colchones magnéticos tomaron suelo ante la entrada del precinto 332.

Apenas tuvo tiempo Sergio de ver la alta y cuadrangular forma gris, llena de negras ventanas, torrecillas y aspilleras, con los cables y las antenas de comunicación surcándola en todas direcciones. Sobre el techo, a cientos de metros de altura, un monstruoso ventilador, con las aspas afiladas como navajas daba vueltas lentamente, enviando hacia abajo un leve corriente de aire grasiento. De vez en cuando, una gota de espeso aceite negro caía sobre la acera, manchando de forma indeleble a aquellos que se atrevían a acercarse, demasiado.

Le introdujeron en una sala cuadrada, con un gran mostrador en un extremo, y el resto ocupado por bancos sueltos. Le sentaron de un empujón en uno de ellos, y conectaron sus esposas doradas a una cadena de acero. Tras el mostrador, el personal civil, inclinado sobre sus máquinas, escribía, calculaba y retransmitía mensajes continuamente. Una pantalla mural se cubría sin cesar de anuncios de busca y captura y de órdenes de detención, muchas de ellas en la abreviada clave de la policía, casi incomprensible.

MEC. ERNEST MAGELLAN, 110-26-34-92. NO SEÑAS PART. PERS. CULP. COND. 3.333 VECES. DOCE MIL CREDS. TERR. PAC. CUT. VER. DISC. COMISARIO JEFE LEONIDAS HEILBRONN. —PR. 389—. ¡PELIGROSO! ¡VA ARMADO!

Había una pareja sentada en otro banco, frente a él. No iban esposados. La chica era morena, graciosa, vestida con un atrevido traje verde que descubría sus hombros, de piel muy blanca. Muy pintada, y con cierto aspecto osado. El muchacho llevaba la chaqueta con placas cromadas de los MEC, y pantalones azules llenos de remaches y cosidos con hilo de acero. Eran claramente visibles las argollas de la chaqueta y de los pantalones donde había estado prendida la gruesa cadena de hierro que les servía de arma. Indudablemente, era lo primero que le habían quitado al cogerlo. Durante unos segundos, Sergio miró a la chica, deleitándose en las curvas del torneado cuello y los blancos hombros; después, casi automáticamente, retiró la vista temiendo molestar a su compañero. Lo hubiera hecho aun cuando no se tratase de un Mec (que siempre inspiraba pavor) puesto que los residuos de su educación ciudadana eran aún grandes. Mirar de esa forma a una muchacha que iba con otro estaba mal.

Luego pensó que daba igual, que estaba condenado, y que el Mec no iba a poder hacerle nada que no estuviera ya preparado en la mente del Juez Instructor de Las Llanuras de Israel. Por ello, volvió a mirar fijamente a la joven, analizando una a una las formas que el ceñido traje verde (una verdadera indecencia, pensándolo bien) ponía en valor.

—¡Oye, tú, cerdo…! —dijo el Mec, levantándose—. ¿Qué te has creído…?

—Déjale en paz —gruñó el sargento, alzándose a medias detrás del mostrador—. Ese lleva lo suyo. Es el que hizo gas el Precinto 421… No le vas a ver más mirando a tu chica. Preocúpate de ti mismo. No te hemos traído aquí para que protestes.

—¡Tengo mis derechos! ¡Quiero llamar a mi abogado!

—Ya lo hemos llamado nosotros. Y ha dicho que no quería venir. Que era la quinta vez que te cogían, y que te las arreglases solo. Cállate y éstate tranquilo, o empeorarás tu caso.

El Mec se sentó, gruñendo y sin dejar de lanzar rencorosas miradas hacia Sergio. Este no le hizo ningún caso. Miraba, sin verlo, el retrato de Jorge III de Belloc-Bainville, Presidente Hereditario de la Ciudad, Señor de la Rueda, Elector indiscutido del Orbe, Profesor de los Diversos Niveles… que presidía, en una majestuosa reproducción en tres dimensiones, a todo color, el lugar donde los funcionarios se afanaban en su trabajo. Durante unos segundos, le pareció como sí el señor todopoderoso de la Ciudad no fuera más que un pobre infeliz, igual en todo a él mismo. Después, esta sensación se borró, consumida por la insensibilidad general que le invadía.

Al Mec y a su chica les acercaron unas tazas de Neocafé y unas galletas; a él no le dieron absolutamente nada.

SU ALTEZA EL PRESIDENTE HEREDITARIO HA PASADO EL DÍA SUMIDO EN SUS ESTUDIOS ASTRONÓMICOS Y PREOCUPADO POR LA CRECIENTE OLA DE VICIO QUE INVADE LA CIUDAD. VARIAS PATRULLAS, EN LOS NIVELES BAJOS, HAN TENIDO LIGEROS ENCUENTROS CON ELEMENTOS NO ADECUADOS. ¡PAZ A TODOS!

SOLAMENTE FALTAN UNOS MESES PARA EL JUBILEO, COMO SE ANUNCIÓ, POR SI NO LO SABÍAS, EL SECTOR CENTRAL DESCENDERÁ A LOS ABISMOS Y SU ALTEZA SERA CONSAGRADO. —INFORMACIÓN EN LA CANCILLERÍA—. ¡ASISTE Y SERÁS HONRADO! PRECIOS MÓDICOS.

El movimiento de sus esposas le trajo nuevamente a la realidad. Uno de los guardias, acompañado por un hombre de paisano estaba abriéndoselas.

—Ven con nosotros.

Caminaron junto al mostrador, seguidos por las miradas curiosas de los funcionarios. AI fondo se alzaba una puerta ojival, en acero tallado, cubierta de irregulares grabados negros. Se abrió silenciosamente, girando sobre sus pesados goznes, en el momento en que se acercaron a ella, revelando una pequeña sala con una pantalla al fondo y las paredes cubiertas de terciopelo rojo. En el centro de la habitación había una silla de madera, con un banco detrás, y dos pequeñas mesas a los lados.

El guardia le indicó que ocupase la silla, y tomó asiento detrás de él, mientras que el funcionario civil ocupaba una de las mesas. Durante unos segundos permanecieron en silencio, esperando; Sergio oyó claramente el sonido silbante de la puerta de acero al girar sobre sus engrasados goznes y cerrarse. El ruido de las máquinas de escribir y de los teletipos dejó de llegar hasta ellos.

Con un ligero crujido, la pantalla de televisión se encendió, revelando el rostro cobrizo, de adusta expresión, de Su Excelencia el Juez de las Llanuras de Israel.

—Atención, atención —dijo el funcionario civil—. Causa número 1332/316 contra Sergio Armstrong. Violencia, asesinato y explosión. Preside el Excelentísimo Juez Micah De Brie. Cualquier ciudadano puede conectar con la sala de audiencias, y ver, y escuchar, la administración de Justicia.

—El reo tiene derecho a un defensor —dijo el Juez, en voz muy baja. Tenía una espesa cabellera blanca, que destacaba vívidamente sobre su ropaje escarlata. Era anciano, y estaba encorvado, pero sus ojos eran como dos puñales de acero frío, penetrantes y duros, sin piedad alguna.

—Ha renunciado a ello —manifestó el funcionario civil—. Desea ejercer su derecho de defenderse por sí mismo.

—Concedido —respondió el Juez—. La Administración de Justicia renuncia entonces, tal como establece el artículo 232 del Procedimiento de Urgencia Criminal al uso del Acusador Público. Sergio Armstrong, son graves los delitos que se te imputan, y por ello debo hacerte esta advertencia: al renunciar al defensor y la Administración al Fiscal, dejas en mis manos la valoración de los hechos y la decisión final. Automáticamente, la renuncia a ambos funcionarios lleva consigo la pérdida de la instancia; no cabe recurso alguno. ¿Estás conforme con ello?

—Lo estoy, Excelencia —musitó Sergio.

—Proceda —ordenó el Juez.

El funcionario extrajo una caja plateada del cajón de su mesa. Sergio tembló al reconocerla, aun cuando lo esperaba, y estaba haciendo sobrehumanos esfuerzos para el momento en que le tocase enfrentarse a ella. Era la temida Caja-Dossier, extraída del correspondiente archivo.

—Seleccione el Señor Secretario para información abreviada —ordenó el Juez—. No quiero pasarme todo el día con este caso.

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