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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (7 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Vamos, Sergio —dijo, en voz alta—. Vamos allá.

Le agradaba el sonido de su voz, amortiguada por la masa de hojas y de madera. Y le gustaba aquella extraordinaria amplitud, no limitada por paredes más o menos próximas, ni por anuncios flotantes. La temperatura había aumentado un poco, y eso le decidió. Se quitó la blusa de plástico escarlata, y trató de solucionar, torpemente, el problema del transporte de los alimentos y el agua. Por fin, tras bastante esfuerzos, logró hacer una especie de bolsa que podía colgar del hombro, si bien en ella no pudo meter más que tres botellas de agua y cuatro paquetes de DAFOOD.

Después, aspirando a pleno pulmón el aire oloroso, emprendió el camino a través del bosque, sin siquiera volver la mirada una sola vez para contemplar la negra y grasienta nave abandonada.

Cuando le sorprendió la noche, aún no había salido del bosque, y desde luego no había cruzado aquel río que tan fulmíneamente pasase bajo la nave. Había caminado sin interrupción, con alegría al principio, siguiendo la línea marcada por los dos pequeños puntos luminosos… Con un palito, había tomado la distancia entre ambos, y después de caminar durante dos horas había comprobado que estaban más próximos, lo cual significaba que se hallaba en el buen camino. Pero a juzgar por la lentitud con que se aproximaban, no llegaría a su destino antes del mediodía de la siguiente jornada.

Más tarde su caminar fue volviéndose cansino, y las provisiones haciéndose más pesadas. El bosque iba cambiando a su alrededor. Los colosos que hubiera al principio fueron siendo sustituidos por otros árboles más pequeños, de corteza rojo-dorada y anchas hojas palmeadas… A veces, las enredaderas y las lianas dificultaban su marcha, y se vio obligado en varias ocasiones a dar rodeos para esquivar muros de hojarasca casi impenetrables. No vio más que pequeños animales, que huían al encontrarse con él. Uno de ellos, un diminuto ser peludo, amarillento, con una larga y espesa cola, grandes orejas, y anchos ojos azules, le siguió dando saltos durante un buen trecho. A Sergio le pareció inofensivo, hasta que le vio trepar velozmente a un árbol, y arrojarse sobre un ave multicolor posada en una rama… Las blandas patas amarillentas alojaban unas largas y cortantes garras que dieron pronto buena cuenta de la indefensa ave.

Al caer la noche, después de un crepúsculo escarlata apenas visible entre la arboleda, se levantó un viento frío que le hizo temblar. Se encontraba totalmente derrengado, y apenas tuvo fuerzas para subir a un árbol algo más alto que los otros y acurrucarse en la horquilla de una gruesa rama. Prendió la bolsa con los alimentos a una de las ramas laterales y trató de atarse lo mejor posible al tronco por medio de su cinturón… No tenía ni siquiera ganas de comer; bebió agua, y a pesar de la incómoda y desacostumbrada postura, el sueño cayó sobre él como un bloque de metal.

Cuando despertó, después de una noche llena de sobresaltos, aún brillaban las estrellas en el cielo, pero una ligera claridad grisácea anunciaba tristemente el amanecer. Vio, a través de las ramas, que el cielo estaba cubierto de algodonosas nubes plomizas, en vez del claro y brillante azul del día anterior. Los dolores que le dejase el aterrizaje habían disminuido mucho, pero en cambio, habían aparecido otros nuevos causados por la forzada postura nocturna. Apenas recordaba, nebulosamente, haber oído correteos y alaridos en el suelo, bajo él, e incluso el rugir bronco de un gran carnívoro, seguido de una apresurada carrera a través del follaje, y de los berridos de dolor y angustia de algún animalejo capturado…

Hubiera dado cualquier cosa por una buena taza de Neo-café hirviente, con tostadas y mantequilla… pero no tenía a su disposición más que el viscoso DAFOOD. Comió un buen trozo, muy sorprendido de encontrarlo ahora casi bueno, acompañado por media botella de agua… y después, descendió trabajosamente de su refugio, sintiendo que los brazos y las piernas eran dos masas duras, casi incapaces de moverse, surcadas de miles de pequeños pinchazos…

Después de consultar la pantalla nacarada, continuó la marcha. Al principio, le costó un trabajo ímprobo colocar un pie delante del otro; después, a medida que los músculos se calentaban, la marcha se le fue haciendo más flexible, si bien no menos fatigosa.

El bosque iba aclarándose lentamente; los árboles disminuían en su proximidad y altura; las matas y los macizos de flores se hacían más escasos, y un suelo rocoso, entreverado con manchas de tierra roja, iba surgiendo a su alrededor. Desde un claro, presenció un prodigioso amanecer como nunca viera desde la ciudad… hacia el este, las densas masas nubosas, llenas de pinceladas rojizas, fueron abriéndose en barras de color oscuro… mientras la luminosidad crecía más y más y las estrellas desaparecían… un fulminante destello solar entreabrió las nubes y penetró hasta el más profundo rincón del bosque, despertándolo a la vida…

Mientras el sol ascendía en el cielo, Sergio, reconfortado por su benéfico calor, continuó su marcha. Vio pasar algo grande y moteado tras una cortina de hojas, con un gran aletear de pájaros asustados, y desvió su camino.

Un rumor sordo fue creciendo lentamente, como el hervir de una gran caldera. El terreno, muy despacio, fue haciéndose más inclinado, y tras algunos pasos más, los últimos árboles desaparecieron. Sólo algún coloso aislado, aquí y allá, aferrado a las rocas, surgía aún.

Un fuerte declive, sembrado de rocas sueltas y de troncos caídos, conducía hasta el tumultuoso río que viera desde la nave. Corría en el fondo de una garganta rocosa, sembrado de peñas sueltas en las cuales el agua se arremolinaba en un burbujear de espumas… Al otro lado, el declive era menor, y una ininterrumpida hilera de colinas bajas, cubiertas de hierba, se extendía hasta el horizonte, perdiéndose las últimas en la niebla matutina.

Con un suspiro, Sergio inició el descenso, asiéndose a las peñas sueltas y apoyándose malamente en una estaca que había recogido poco antes de abandonar el bosque. Con cierta sensación de tranquilidad observó que varios troncos caídos a través de la corriente podrían facilitarle el paso, a pesar de que las revueltas y rápidas aguas, coronadas de espuma, no parecían muy acogedoras.

No se sentía extrañado por el hecho de no haber encontrado aún ningún ser humano, ni siquiera restos de habitación o de algún campamento abandonado. A juzgar por los informes del profesor Singagong, los salvajes eran más bien escasos, y las observaciones efectuadas desde la ciudad sólo revelaban las ruinas y algunos edificios de la pasada civilización, sin que mostrasen ningún conglomerado donde, al parecer, se desarrollase una actividad humana común.

El agua estaba helada, y esto pareció aumentar los dolores de sus piernas. Asiéndose a un tronco, comenzó a atravesar la tempestuosa corriente, ensordecido por el rugir de las aguas contra las resbaladizas rocas… Temía el momento en que perdiese pie, ya que nadaba muy mal, y este momento se presentó casi de inmediato, pues el cauce del río parecía casi cortado a pico… Dejando que la bolsa y las botellas de agua se las compusieran como pudiesen, e intentando por todos los medios mantener seco el reloj, continuó hacia el centro de la corriente, erosionándose las manos en la raspante corteza del tronco… Estaba sumergido en el agua hasta las axilas, y poco a poco avanzaba hacia el centro… El lugar malo estaba precisamente allí, donde había un vacío de un metro hasta una roca de buen tamaño… Pero una vez alcanzada ésta, le sería fácil saltar hasta la orilla opuesta, pues varias ramas gruesas y un sinfín de maleza acumulada formaban una especie de puente hasta el otro lado…

Llegó al final del tronco, y quedó expuesto a la furia de la corriente, mirando con desesperación la roca a un metro de distancia. Era inútil pensar en saltar, pues la superficie de la peña aparecía resbaladiza y cubierta de musgo… Durante unos segundos permaneció allí, helado y zarandeado por la corriente, sin decidirse a hacerlo. Se daba cuenta de que era inútil; de que la corriente le arrastraría. Pero aun así, tenía que intentarlo…

Con un alarido de rabia, y recurriendo a sus menguadas fuerzas, se lanzó hacia la roca… Durante un momento, creyó que la corriente le arrastraba… hundiéndose como un plomo en la desatada furia del agua, lanzó una mano desesperada hacia adelante… y a través del encrespado oleaje, agarró algo puntiagudo… A pesar de que le destrozaba los dedos, tiró hacia sí, con la fuerza de la desesperación, y poco a poco se izó sobre la superficie de la roca. Bajo el musgo, la peña estaba llena de grietas y esquirlas, como si llevase allí poco tiempo y las aguas no hubieran tenido tiempo de pulirla… Ayudándose con la otra mano, se arrastró sobre la rugosa superficie hacia la masa de maleza y de troncos. Sintió un dolor agudo en una pierna, y con un brusco impulso, adelantó varios metros hacia la otra orilla.

A pesar de que las manos le sangraban abundantemente, cubiertas de heridas, a partir de allí todo fue más fácil. Solamente al tenderse al otro lado del río, agotado, se dio cuenta de que había perdido la bolsa con las provisiones, y de que la pernera del pantalón del lado derecho, donde sintiera el dolor agudo, estaba empapada en sangre…

Al mirar su pierna descubrió que había un limpio y pequeño bocado cerca del tobillo, como si algún salvaje animalejo le hubiese arrancado un trozo. La sangre surgía a borbotones, oscuramente, manando sin cesar, y la herida latía con violencia, marcando el ritmo de su corazón.

No teniendo otra cosa que hacer, la lavó con agua del río y la vendó con trozos de camisa, quedándose desnudo de cintura para arriba. Poco a poco, pareció contenerse algo la hemorragia, a pesar de que un ramalazo de ardiente dolor le subía hasta la ingle. Bebió agua del río, encontrándole un fuerte sabor a hierro, no desagradable, y lavó las heridas de sus manos.

A pesar de su agotamiento se dio cuenta de que su única esperanza estaba en seguir hacia adelante. Los puntos luminosos del reloj estaban casi pegados, indicando la gran posibilidad de lo que buscaba… y en aquellas colinas herbosas lo descubriría en seguida…

Tenía la sensación de que nunca, en todo lo que le quedase de vida (y quizá, pensó amargamente, no era mucho) volvería a estar descansado. Pero sin embargo, con un esfuerzo de voluntad, sonriendo a su desgracia, comenzó a trepar la ligera pendiente hacia las colinas. En el suelo, tras él, iba quedando un rastro de sangre, y el intenso luminar del sol, en el mediodía, le abrasaba las espaldas. Pero no cejó. Con los dientes apretados, sufriendo sus dolores sin quejarse, anduvo, anduvo… coronó el declive y comenzó a caminar, tropezando sobre la primera colina cubierta de hierba…

Al anochecer, cuando el sol comenzaba a ponerse, los puntos luminosos coincidían, y aún no había logrado ver nada. El río se había perdido de vista a su espalda, y sólo alguna ráfaga de viento le traía el rumor, a veces, de las salvajes aguas de la montaña En varias ocasiones había caído al suelo, y en cada una de ellas, después de sonreír, y repetirse a sí mismo que era capaz de hacerlo, que lo haría, que no podrían vencerle unos cuantos contratiempos, se había levantado. Pero cada paso costaba más… cada vez eran mayores las manchas de sangre que quedaban detrás de él… Al tocar el burdo vendaje lo encontró completamente pegajoso y empapado en sangre… De la misma manera, las manos le escocían en las mil heridas, y una sed devoradora le aquejaba…

Soñaba con vasos de cerveza helada, con agua fresca corriendo por su boca… con una copa de helado coronada de guindas… La lengua era como una masa espesa y endurecida que llenaba por completo unas fauces resecas.

Un paso, otro paso… Los puntos luminosos, convertidos en uno solo, titilaban apresuradamente… Y de pronto lo vio…

A unos doscientos metros de distancia, en el fondo de uno de los suaves valles, entre dos colinas, el verde de la hierba se rompía con algunos retazos blancos, y algo metálico brillaba al lado.

Más que caminar, rodó por la suave pendiente hacia aquel objeto… Los últimos metros los hizo reptando, ayudándose con manos y pies, hasta que se derrumbó al lado de un largo cajón rectangular, de oxidado metal apenas brillante en algunos lugares, lo que indicaba claramente que llevaba varios meses allí. Unos cables húmedos estaban aún unidos a los desgarrados restos de tela blanca de un paracaídas.

Cada movimiento, mientras con entorpecidos dedos intentaba abrir la cerradura de combinación de la enmohecida tapa, era un puro dolor. Por fin, con un último chasquido, tras varios giros a un lado y a otro, que su memoria recordaba casi maquinalmente (tantas veces lo había ensayado), el pestillo saltó. Un último esfuerzo le sirvió para levantar la tapa de metal ligero y retirar a puñados el almohadillado de lana de vidrio que recubría el interior… A la escasa luz del atardecer, Sergio vio objetos brillantes, cajas, utensilios de madera… plástico… una cantimplora, un fusil magnético… Extrajo estas dos últimas cosas y bebió ávidamente de la cantimplora, dejando que el agua tibia chorrease por su boca… Sintiéndose consumido por la fiebre, aún rebuscó algo más: una pistola inyectora, con la culata de plástico perlado, y el depósito de aire comprimido colocado en su lugar. La aplicó sobre el muslo, apretó el gatillo y aguantó el agudo pinchazo… Después, perdió el conocimiento.

Le despertó un suave roce en la frente. Al tocársela con la mano, una gran mariposa de anchas alas, negras y blancas, levantó el vuelo.

Era completamente de día. El sol estaba muy alto en el cielo, y a juzgar por la inclinación de sus rayos, el mediodía había pasado hacía rato. Se dio cuenta de que la fiebre había desaparecido, pero se encontraba sumamente débil, como desmadejado, y carente por completo de fuerzas. La piel del torso estaba enrojecida por la quemadura del sol, y al tocársela le causó una sensación ardiente.

No se oía más que el ligero rumor del aromático aire, y en el azul brillante del cielo solamente se destacaba el raudo vuelo de algún ave lejana, negra, planeando con anchas alas extendidas antes de posarse. Bajo su cuerpo, la hierba era suave y mullida, y el duro ángulo del cajón metálico a su lado le reconfortó.

Sin embargo, continuaba sintiendo un dolor sordo y extenso en el tobillo; al examinarlo, se dio cuenta de que el vendaje se había transformado en un gran grumo de sangre seca. A pesar de que la inyección que logró ponerse antes de perder el sentido había hecho desaparecer la infección, las heridas tardarían tiempo en curar. Por si acaso, cogió la pistola inyectora y se aplicó otra dosis en la misma pierna herida, lo más cerca posible del vendaje. Después, sintiéndose como si flotara, como si el suelo apenas hiciera contacto con sus pies, comenzó a extraer cosas de la caja oxidada.

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