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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (35 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Cayó aquí… cuando me echaron. ¿Por qué me echaron? ¿Y sigue habiendo dobles genéticos… arriba?

—Sí… ¡Suéltame!

—Dobles… y también hielo. ¡Qué maravilla! Si hubiera tenido mi doble genético… me habrían cambiado este dedo que me falta… pero no lo dejaron… lo quemaron, cuando me echaron de la Ciudad… Mi buen doble… La tenían en él… ¿cómo se llama? No lo sé, no me acuerdo de nada… en él… y yo iba a verla… estaba allí, guardada en su tumba de cristal, con los ojos azules abiertos… muy bonitos, como los míos, ¿ves? y le daban de comer… La incorporaban… Le metían la comida en la boca, y ella comía, como una muñeca… tan hermosa… como yo. Pero ella no tenía hijos… ¡Mis hijos! ¡Mis hijos! La anciana soltó la espada y se cubrió el rostro con las manos… A pesar de sus dolores y sus heridas, y de la terrible presión que las ligaduras ejercían sobre sus miembros, Sergio no pudo dejar de sentir una ligera compasión por este extraño ser, al par que un penetrante sentimiento de que iba a hacer cualquier cosa, lo que fuera, con tal de salir de allí con vida.

—Y ahora… —continuó la vieja, recogiendo de nuevo la refulgente espada, y azotando el aire con ella, sin hacerle caso alguno—. Ahora me torturan… saben que cuando me arrojaron de allí mi nave cayó en África… Era joven, y mucho más hermosa que ahora… Los mandriles me hubieran matado… pero les asustó la nave, cayendo del cielo, con su paracaídas grande, grande, grande, abierto como las alas de un pájaro… Pero de arriba me torturan… me mandan visiones horribles, que me muerden entre las piernas, en el vientre, en la garganta, me desgarran, y me gritan… «¡Dánosla! ¡Dánosla!»…

—Si me sueltas —dijo Sergio—; yo te llevaré a la Ciudad otra vez…

—No; allí no. Me torturarán… a pesar de haber hielo y cosas bonitas… Bajan los demonios… ¡pom, pom, pom! y me tocan por las noches… me muerden… me rompen los dedos… Hace dos años, uno de ellos me arrancó este dedo de un bocado… Era grande, grande, con tres cabezas, de cerdo, de rana y de persona. Me mordió, mientras gritaba: «¡Dánosla! ¡Dánosla!»…

La vieja tomó un jarro de arcilla y bebió un largo trago, dejando que el amarillento arak resbalase por sus mejillas. A través de las cortinas comenzó a llegar un lejano griterío, mezclado con cánticos roncos y apenas audibles. La expresión de la vieja cambió completamente… Sus ojos, que estaban como adormecidos por la charla que mantenía para sí misma, se volvieron de pronto lúcidos y crueles, como pequeñas joyas malignas, y se fijaron profunda e insidiosamente en Sergio…

—Tú también bajaste de la ciudad. ¿Para qué viniste aquí?

Sergio pensó que no valía la pena mentir. Pero antes de que pudiera contestar, la vieja se puso en pie, como una viva imagen de la locura, y alzó la hoja de la espada sobre su cabeza.

—Si no hablas te entregaré a los mandriles… Ellos queman a sus prisioneros, vivos… violan a las mujeres y a los hombres… les sacan los ojos y echan sal en las órbitas… llenan la boca de plomo fundido… arrancan los dientes… meten gusanos de cocotero en los oídos… arrancan las uñas con tenazas al rojo… Si hablas, trataré de que mueras rápidamente…

—Hablaré si me sueltas… Mis compañeros y yo no queríamos nada malo… Tú eres una mujer civilizada… no vas a ser como estas bestias…

—¡Dime qué buscabais!

—Veníamos por la Piedra de Luna…

—¡Vaya! Tan sólo eso… Y por eso os habéis arriesgado a venir aquí… a este lugar… ¡Ah, si yo tuviera valor para matarme! Pero no lo tengo… Me torturan por las noches, me muerden, me hieren con pinchos al rojo, gritan: «¡Dánosla!» Y no tengo valor para matarme… No puedo comer más que bayas, y beber esta porquería… sin hielo, sin trajes, recordando a mis hijos… Y no tengo valor para coger esta espada y clavármela… ¡Oh, yo quiero morir, morir, morir…! ¡Ojalá me hubieran matado los mandriles…! No te lo he contado, ¿sabes? Vieron la nave con el paracaídas, azul y blanco, grande, grande, grande, como un ave que descendiera del cielo, como un ángel del Señor, como un signo de paz… Y me respetaron… me pusieron aquí… Años y años pensando en la Ciudad, en el hielo, en mis hijos… Eso sólo ya era horrible, pero aún lo hubiera soportado… Pero luego vino el otro… ése… los espectros… los muertos descompuestos saliendo de sus tumbas… chillando… por la noche… Creí que iba a volverme loca, pero no… Y no tuve valor para matarme. Y yo no puedo dársela, cuando la piden, como no puedo darla a vosotros… ¿Para qué la queréis? ¿Para qué la queréis esa maldita Piedra de Luna?

—Teníamos que llevársela a un hombre… a un tal Herder.

En la faz arrugada de la vieja hubo una horrible y repentina transformación. Los ojuelos legañosos se le salieron de las órbitas; la boca se abrió como la hedionda sima de un pozo negro, mostrando unos dispersos colmillos amarillentos… Un ruido silbante que parecía venir de todas partes sobresaltó a Sergio hasta que se dio cuenta de que era el contenido aliento de la vieja que se escapaba, como un chorro de vapor, de sus pulmones… Trastabillando, con la espada en alto, tropezando sobre la pila de almohadones, la bruja descendió gruñendo sordamente, como una fiera enfurecida. La expresión de sus ojos y de su rostro revelaba una furia tan demencial, que Sergio se sintió sobrecogido por el terror…

—¡¡Herder!! —aulló la vieja, en el paroxismo de la ira—. ¡¡Herder!! ¡Él… él!

La espada descendió velozmente y Sergio encogió el vientre, instintivamente, tratando de evitar el golpe que iba a poner fin a su vida. Pero la hoja golpeó, de plano, una vez, otra, otra más, en el vientre, en la cabeza, en el torso… Sergio trató de rodar por el suelo, para escapar a los golpes de la cimbreante hoja, pero no pudo. Otro golpe, otro, otro más, acompañados de aullidos insanos… de un babear amarillo de la boca abierta como la de un carnívoro… Lo último que oyó fue el nombre de Herder, repetido una y otra vez, entre gruñidos de perro de presa.

Le pareció que recobraba el sentido, y que le daban algo a beber, algo pastoso, que exhalaba un penetrante aroma dulzón. Tragó, sin saber lo que hacía, y volvió a caer hacia atrás. Entre una densa niebla, le pareció oír palabras y frases lejanas… «¿Quién eres?» No sabía si contestaba o no; un rastro de conciencia, casi perdido en la masa de dolores que era su cuerpo, quiso articular alguna palabra, pero nunca supo si lo había hecho así o no. «¿Cómo te llamas?» Una nube roja pasaba de un lado a otro, acompañada de un brillo nacarado, como el de la Piedra de Luna. «¿Para qué la quería?» El confuso griterío y los cánticos roncos aumentaron de volumen, acompañados del alcohólico aroma del arak. «¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Dónde?» Un nuevo chorro de líquido caliente cayó en su garganta, y algo frío se deslizó entre sus atadas manos y su pecho. «¿Cuál es tu nombre? ¡Dime la verdad!» Algo goteaba a lo lejos, acompañado de broncos cánticos funerarios… la figura de Bileto, vaporosa, enhiesta sobre su caballo blanco, entre músicas repugnantes, estaba a punto de entrar en el círculo sagrado… «¿Cómo lo hizo?»… Airunesia estaba a su lado, con los carbunclos rojos que tenía por ojos brillando intensamente, las manos garfiudas atrapando su sexo, la híspida pelambrera raspando por todas partes su llagado cuerpo… «¿A quién llamó?» La selva obscena que rodeaba el castillo de Herder, la mirada clara del Vikingo, el traqueteante autociclo… «¿Qué ponía allí…?» Y algo fresco chorreando por su frente…

Repentinamente se encontró completamente despierto, con los ojos fijos en la quieta figura de la Princesa de los Mandriles, sentada sobre su pirámide de almohadones. Los pebeteros de piedra exhalaban nubes cada vez más densas de perfumes vegetales quemados; la espada refulgente estaba en el suelo, al lado de su martirizado brazo derecho… Instintivamente, aun cuando sabía que era imposible, que estaba atado con las irrompibles correas de cuero crudo, hizo un movimiento para cogerla. Hubo un chasquido y las correas cedieron… Permaneció quieto durante un buen rato, mirando, como si no lo pudiera creer, sus manos completamente libres. Se dio cuenta de que los antebrazos, así como el estómago y el pecho estaban cubiertos por rojos verdugones, como consecuencia de los golpes con la espada… pero apenas sentía dolor. Por el contrario, le parecía que flotaba en el aire, como si su cuerpo estuviera hueco, con una sensación de euforia inexplicable… Los extremos de la habitación se distorsionaban, tomando ángulos extraños e indescifrables; las cortinas cambiaban de forma, mostrando rostros inesperados… En una de ellas se formó un bulto, que creció, creció, hasta abrirse como un par de párpados, mostrando un gran ojo de iris azul, que le miró con curiosidad, emitió un ruido líquido y desapareció… La figura de la vieja, que continuaba acurrucada, lanzando débiles gemidos, se hinchó, sin perder su color gris, y se transformó en un gigantesco pene elefantino levantado hacia el techo, del que surgió un chorro violento de espeso líquido escarlata…

De fuera llegaban los cánticos aún más fuertes, mezclados con aullidos asesinos y gritos de dolor… Lentamente, Sergio trató de coger la espada con la mano derecha. Su codo tropezó con una copa de metal que rodó cantarinamente, dejando escapar algunas gotas de un líquido verdoso, de olor dulzón y penetrante… Miró a la vieja. No se había movido. Colocó la mano sobre el puño de la espada; se equivocó, la había puesto sobre el suelo, a un palmo de la relumbrante arma… Le costaba coordinar sus movimientos… A tentones, mientras la figura de un pecho enorme, coronado por un ciclópeo pezón, surgía de una pared, se abría en dos, dejando pasar un aro de fuego, y a través de éste una bola de materia oscura y más tarde un chaparrón de espesos grumos verdinegros… a trompicones, colocó la mano sobre el puño marfileño de la espada. Se sentía débil como un gatito recién nacido. Levantó ligeramente el arma, tratando de alcanzar las ligaduras de sus pies, y de incorporarse al mismo tiempo. Sintiéndose mareado, con profundas ganas de devolver, y como si perdiera el contacto con el suelo, logró sentarse. Con las dos manos, tras muchas pruebas, introdujo la hoja de la espada entre los tobillos. Se cortó varias veces con el filo, aguzado hasta lo increíble, pero al fin, consiguió segar las ligaduras… Se deshizo rápidamente de los restos de las correas de cuero, y trabajosamente, se puso en pie… Los muros oscilaban a su alrededor… como si se encontrase en una caja agitada por una maquinaria externa… Avanzó a trompicones hacia la vieja acurrucada sobre los almohadones, viéndola como a través de una niebla, y zumbándole todavía los oídos, con los miles y miles de preguntas… Alzó la espada sobre su cabeza, sintiendo que pesaba un quintal… la figura gris no se movió… dio dos pasos más al frente, oscilando como un borracho… y la figura gris, gimiendo aún, permaneció inmóvil… Por un instante le pareció ver… lo hubiera jurado, pero no podía ser cierto, la espada silbaba ya cayendo, o quizá si lo era, sí; un ojo vivo y cruel, brillante como una piedra preciosa, a través del velo gris, mirándole fijamente, espiándole esperando a ver qué hacía… La espada silbaba en el aire, tardando en caer, horas, días…

La vieja se derrumbó sin un grito, con la cabeza abierta, cayendo sobre los tapices y las almohadas y cubriéndolas con un torrente de sangre…

Sin poder olvidar la lancinante mirada que la vieja le dirigiera en sus últimos instantes, Sergio comenzó a tomar, torpemente, su desgarrada ropa. Casi lanzó un aullido de dolor cuando se endosó la rasgada guerrera y se colocó los agujereados pantalones. La áspera tela rozaba como si fuera ácido sobre las llagas, los golpes, los verdugones… Sentía que recobraba poco a poco la conciencia; los muros no oscilaban tanto; no surgían absurdas imágenes de las paredes… Sin embargo, el griterío infernal del exterior había llegado a un paroxismo salvaje, tan bestialmente intenso, que parecía como si los oídos humanos no pudieran ser capaces de soportarlo. Recogió el rifle, y comprobó los cargadores; quedaban tres, uno de ellos, el cargador dorado. Introdujo apresuradamente en el zurrón el montón de bayas que la vieja tenía al lado, así como también unas tortas de harina, redondas, bastamente cocidas. La cantimplora aún tenía algo de agua en su interior, pero eso era lo que menos le preocupaba.

Al mismo tiempo que iba recobrando la conciencia y la estabilidad, los dolores volvían a hacerse más vivos. Por fin, tras una intensa búsqueda, encontró su reloj. Después, lentamente, se acercó a la puerta de acero… Introdujo, sonriendo salvajemente, un cargador en la aceitada recámara del rifle, y corrió el cerrojo para alimentarlo. Miró el indicador; los propulsores magnéticos disponían aún de media carga por lo menos. Después, con la helada sonrisa en los labios, comenzó a entreabrir la oxidada puerta.

Los dos mandriles gigantescos, u otros parecidos a ellos, estaban tendidos sobre los escalones, con varios frascos de barro, vacíos, caídos a su alrededor. De uno de los recipientes se había escapado un chorro de amarillento licor que se cuajaba, pegajoso, sobre la húmeda piedra. Fríamente, Sergio colocó el cañón de su fusil sobre la frente de uno de los mandriles; después, sin que su dedo temblase, apretó el gatillo. Hubo un «plaf» sordo, y el cuerpo peludo se desmadejó. Sergio giró el fusil y apuntó al otro mandril, que continuaba durmiendo, lanzando borboteantes ronquidos de borracho… Más tarde, caminó silenciosamente sobre sus pies descalzos a lo largo de la bóveda cubierta de fango y excrecencias gelatinosas… Al fondo, tras un recodo, surgía el rojizo relumbrar de las antorchas… Sintiendo en sus dedos el helado contacto del limo que cubría el suelo, Sergio asomó un ojo por el recodo… Allí estaban otros dos, esta vez despiertos frente a la reja de bambú, con sendos frascos de licor a su lado, charloteando acremente, y metiendo de vez en cuando una aguzada lanza a través de los barrotes… Un sordo gemido surgía de la prisión cada vez que lo hacían… Sergio comenzó a alzar el rifle, pero se detuvo un momento para comprobar que la relumbrante espada seguía pendiente de su cinto…

Después, con la misma calma que si estuviera en un concurso de tiro, dio la vuelta a la esquina y disparó dos veces. Una de las bestias cayó fulminada, con un limpio agujero entre las cejas; la otra, herida en una cadera, se revolcó por el suelo, entre aullidos…

Sergio avanzó rápidamente, extrayendo la espada. Sentía unos insanos deseos de acabar con aquella basura viviente. Cuando la silbante hoja de la espada cortó el cuello del salvaje no experimentó ningún remordimiento, ni ningún escrúpulo; sólo sintió que había una menos de aquellas repugnantes bestias.

—¡Sergio!

La afilada hoja cortaba ahora, velozmente, las ataduras de cuero de la reja de bambú. En unos momentos cayeron al suelo dos barrotes, lo suficiente para que los prisioneros pudieran salir.

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