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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (30 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Todo depende del pozo de Ammán —dijo Zulfikar, mientras atravesaban el desierto, al lento paso de los caballos y las carretas, dejando tras ellos grandes nubes de polvo pardo.

Zulfikar era un negro alto, musculoso, con la misma suavidad de movimientos de un felino. Llevaba el cráneo cubierto por una corta melena oscura, tiesa como si fuera de alambre. Armado con un rifle de dos cañones, y un largo sable curvado, parecía, y seguramente lo era, un enemigo temible. Grandes ajorcas de oro le ceñían los robustos brazos, que siempre llevaba desnudos, y una faja de seda escarlata le permitía portar fácilmente el sable y un ancho machete de mango de latón.

Era serio. No bromeaba apenas, no bebía licores, y comía muy parcamente, sin gula. Pero de él se desprendía una impresión de fuerza retenida, como un muelle de acero presto a saltar.

—La fuente de Ammán —dijo Zulfikar, cortésmente, en respuesta a las preguntas de Sergio— está en mitad del desierto… es la única posibilidad de abastecimiento antes de llegar a la selva.

Un día y otro bajo el sol abrasador, caminando casi siempre de noche, durmiendo de día bajo la lona de los carros o en agujeros hechos en la arena de cualquier manera. Las provisiones de agua disminuían, aunque casi nada más entrar en África había comenzado el racionamiento. Cuatro litros diarios por persona.

—A doscientos kilómetros al sur del pozo de Ammán está Halfaya Pass, en los montes de Cumberland… después la selva, kilómetros y kilómetros de selva… y los mandriles.

—¿Nunca han llegado a Europa?

—Imposible… No podrían atravesar el desierto, son como salvajes, sin carros, solamente con lanzas y porras… y además, en Europa hace demasiado frío para ellos…

Un día abrasador, tras otro. El sol, destellando en el bruñido azul del cielo como la boca de un horno al rojo blanco, caldeando la arena y las piedras hasta el punto de que, bajo el escaso frescor de la noche, estas se partían en trozos… Y ni un ser viviente, ni un animal, salvo algunas lagartijas doradas y rojas que se escondían bajo las peñas, y alguna lenta procesión de hormigas del desierto, caminando una tras otra, con las bolsas apergaminadas donde reservaban el agua colgando tras el quitinoso abdomen. Los caballos con la roja lengua fuera, teniendo que ser refrescados cada hora. Y los hombres comenzando a dar señales de agotamiento; sin ganas de comer, balanceándose sobre los caballos, medio dormidos encima de las sillas, con las camisas empapadas en sudor, la frente chorreante bajo las amplias alas de los sombreros…

—Vamos, chicos, ánimo —decía el abuelo Jones. Porque el abuelo Jones no sudaba, no sentía calor, era capaz de pasar con la mitad de su ración de agua, y tenía un apetito envidiable.

—¡Carne salada para todos!

Nadie quería comerla. La obsesión continua era el agua, el agua… y el pozo de Ammán. A lo largo del inmutable desierto, la columna de hombres, caballos y carretas se alargaba, trazando limpias sombras negras sobre la arena, subiendo dunas, bajando a pequeños valles arenosos, atravesando chotts completamente secos, con un rastro de moribunda vegetación, llena de espinas, en sus orillas…

Los pañuelos sobre la boca se llenaban de polvo, que entraba también en las orejas, en los ojos, y en los mecanismos de los fusiles. El reloj de Sergio se estropeó, y no volvió a funcionar.

—Cavad, cavad si queréis dormir frescos —gruñía el abuelo Jones, por las mañanas—. ¿Alguien quiere pastel de harina y carne salada?

Aunque no era cierto que la carne fuese salada, sino simplemente seca al sol. nadie aceptaba más que unos pocos bocados, que pasaban difícilmente a través de las gargantas resecas. Al amanecer, el Capitán Grotton echaba mano de uno de los borboteantes barriles y distribuía la ración de agua, con ayuda de un cazo de hojalata…

Había quien no podía contenerse y empezaba a tragar agua, pasando sed el resto del día. Sergio se dio cuenta de lo difícil que era racionársela a uno mismo, con la cantarina cantimplora colgada al costado, y sintiendo unas ansias asesinas de beber, beber, beber…

—¿Y si no encontramos el pozo de Ammán?

—Si no lo encontramos —dijo Marta di Jorse, abriéndose la camisa para que algo de aire le refrescase la piel—, o si está seco, tendremos que volver. Eso lo sabíamos ya…

Y de, nuevo el terreno pedregoso, los gritos de Grotton:

—¡Adelante! ¡No os durmáis! ¡Ya falta menos! Porque Grotton, al igual que el abuelo Jones, parecía hecho de cuero, de piedras del desierto o de cualquier extraña materia distinta de la carne. Recorría varias veces la cansina caravana de un extremo a otro, estaba en todas partes donde era preciso, ponía paz en los ánimos excitados, y no se cansaba. Salía de avanzada con dos o tres de los hombres o mujeres más frescos, y no se cansaba. Y el abuelo Jones se apergaminaba más y más sin perder su mal genio y su enérgica voz como un cacareo.

—¡El pozo de Ammán! ¡Allí!

Era una pirámide de rocas blanquecinas, con dos o tres palmeras escuálidas al lado…

—Hay agua —dijo Zulfikar.

—¿Cómo lo sabes?

—Las palmeras, Sergio… están verdes… Entre las rocas amontonadas había un charco de agua turbia que se derramaba lentamente, perdiéndose entre la arena. Ninguno de los hombres protestó por el sabor del agua, ni por su dudosa limpieza. Acamparon allí aquella noche, hartándose de agua, y por casi primera vez en la travesía del desierto, de comida.

—Y ahora… una semana hasta Halfaya Pass… Hasta allí no hay peligro… después… ya veremos.

—¿Qué piensas? —dijo Marta di Jorse.

—En lo que hará Edy.

—Pues más te vale pensar en lo que harás tú, si no quieres que tu cabeza le sirva de adorno a un mandril.

—Sería un adorno bastante feo; tú quedarías mucho mejor.

—Anda y que te zurzan.

Zulfikar, desnudo completamente, se lavaba con ayuda de una pastilla de jabón casero que había extraído de su bolsa. Les dirigió una sonrisa, mientras continuaba enjabonándose.

—Mira el limpio… Yo también me bañaría, pero no me apetece moverme. Este calor me aplana —dijo Marta.

—El abuelo Jones resiste muy bien —comentó Sergio.

—¿Ese? Está hecho de hierro.

—Su hija no le trató muy bien…

—No te preocupes. Cuando vuelva, le recibirá llorando a lágrima viva. Es una consentida; hija única, malcriada, y con todos los caprichos. La abuela Jones ya murió, no pudo tener más hijos…

—¡En pie! —gritó el Capitán Grotton—. ¡Bueno; so vagos…! ¿queréis dormir eternamente?

Halfaya Pass. Desde unas horas antes, la extensión de montañas rocosas, híspidas y cortadas a pico, con sombríos tonos amarillos y ocres, sembrados de oscuras oquedades, extendiéndose a ambos lados hasta el infinito, era perfectamente perceptible para la cansada caravana. El agua que cargaran en el pozo de Ammán se había corrompido en algunos barriles, a pesar de lo cual el líquido fangoso y maloliente se había conservado para el caso de que no hubiera otra cosa. Pero no fue preciso: Halfaya Pass estaba allí, a la vista.

Y era un lugar con una clara y potente aura maléfica. Quién sabía si ese aura emanaba de los oscuros orificios de las rocas, de las amenazadoras murallas de peñascos, o del estrecho desfiladero que rasgaba los amarillentos farallones… Pero era así, sin ninguna duda.

—Mal sitio —dijo el abuelo Jones—. Ojalá no estemos mucho aquí.

Pero no todos estaban tan frescos y descansados como él aparentaba estar. Ocho días más de desierto, después de la travesía hasta el ojo de agua del pozo de Ammán, se habían acumulado sobre cansancios y fatigas anteriores. En vano eran las bromas del robusto Capitán Grotton, que continuaba recorriendo la polvorienta caravana de arriba a abajo, y tratando de dar ánimos a todos.

—El abuelo Jones y él son casi indestructibles —había dicho Marta di Jorse—. Si por lo menos consigues tu maldita piedra de luna…

—Pero… ¿es posible que esto os divierta? —preguntó Sergio.

—No sabes tú cómo, guapo.

Y Marta di Jorse, mientras su caballo castaño, con los remos blancos, continuaba adelante, hundiéndose en la arena, le había tirado un pellizco cariñoso.

Las carretas se detuvieron en la misma entrada del desfiladero, del que salía una lenta columna de aire frío. La sensación de malignidad latente era allí más fuerte que en ningún otro sitio.

—¡Situadlas en círculo! ¡En círculo! —gritó el Capitán Grotton—. ¡Marta, Sergio, el Zurdo! ¡De descubierta a través del paso!

El Zurdo Ribas era un hombre bajo de estatura, ancho de hombros, con una barba negra tan cerrada que daba la impresión de que no se había afeitado en su vida. Tenía una frente, estrecha en la que el pelo áspero nacía a un dedo de distancia de las cejas, bajo la cual lucían dos ojitos pequeños, malsanos y brillantes como dos brasas. Causaban una impresión de fuerza hercúlea, mal contenida, capaz de avasallar a cualquier ser humano o animal. No hablaba apenas. Sin embargo, dirigía unas miradas profundamente salaces a los pechos de Marta, protuberantes como pequeños obuses ceñidos por el sudor a la negra blusa.

Había oscuros agujeros en las rocas ocres de Halfaya Pass, de los cuales surgía un viento curiosamente helado, y también un extraño ronquido, como si algún animal dormitase allí. Ni siquiera se les ocurrió entrar en uno de ellos; tal era la sensación maligna, sucia, repugnante, que surgía de las profundidades. A su lado, mientras caminaban lentamente, mirando a todas partes, pasaba la rugosa superficie de la roca, mostrando ligeras manchas de humedad rezumante en algunos sitios. El suelo era llano, de una arcilla casi blanquecina, sembrada de matojos secos y de guijarros redondeados de color gris.

—¿Falta mucho? —preguntó Sergio.

—El paso tendrá unos cuatrocientos metros, según ha dicho el Capitán —contestó Marta—. ¿Preocupado?

—No es muy agradable este sitio —respondió Sergio, mirando hacia lo alto, a la estrecha tira de cielo azul que se distinguía entre las murallas de roca.

—No lo es —dijo el Zurdo Ribas, en un alarde de elocuencia.

El paso daba vueltas, serpenteaba, trazaba curvas, sin que el final apareciera. Marta se detuvo repentinamente, con el fusil terciado, los llameantes ojos fijos en las alturas.

—He oído algo —dijo, con un hilo de voz.

Permanecieron quietos, sintiendo como las gotas de sudor resbalaban por la frente y por el pecho, con sensación de cosquilleo en el vientre. Hubo un ligero chasquido en las alturas. Después, una peña redonda, grande como una carreta, se deslizó sobre uno de los bordes, y cayó rodando al fondo, entre un gran retumbar de ecos y de piedras sueltas…

—Eso no ha caído solo —dijo Sergio.

—No —contestó Marta, mirándole con fijeza—. No, guapo. Pero no esperarías un comité de recepción, ¿verdad? Vamos, hay que seguir…

Pasaron junto a la roca caída, pegándose casi íntimamente a las peñas del murallón… Nada volvió a oírse en las alturas. No obstante, a la sensación de malignidad propia del desfiladero se había sumado otra; como si algo, o alguien estuviera observándoles…

El final de Halfaya Pass era brusco, cortándose a pico los murallones de piedra sobre un terreno en el que comenzaban a aparecer algunas matas verdes. Al hallarse a mayor altura, la vista sobre el conjunto de la selva mostraba claramente una espesísima masa vegetal, en la que no se distinguía ni un solo átomo de tierra. Una ligera bruma húmeda pesaba sobre el arbolado cada vez más denso, ocultando el horizonte.

—Ahí está la selva, Sergio —dijo Marta di Jorse, agarrándole por el brazo—. Mira… Kovalsky Station…

Eran las ruinas de una casa. Se distinguían perfectamente los restos de los muros de piedra, la chimenea aun enhiesta, algún poste de madera clavado en el suelo… Se acercaron. Marta rascó un poco el suelo con sus espuelas; surgió algo negro como carbón.

—A Nick Kovalsky le dio por vivir aquí… —dijo—. Ya ves. Ideas raras que tiene la gente. Tranquilo parecía el sitio… nadie pensaba que hubiera peligro. Esto fue cuando yo era niña, o quizás antes de nacer… no lo sé. Lo oí contar a la vieja Kate, la que me recogió… Bueno; para qué alargarlo. A Nick Kovalsky y a sus mujeres e hijos los mataron los mandriles, o lo que fuera… La expedición siguiente encontró la casa quemada, y los cadáveres de todos… Cazaron dos o tres bestias raras, peludas, que caminaban como hombres, y hablaban algo. Tenían el hocico azul. Les llamaron mandriles… Y esa fue la primera noticia. Nadie más vino a vivir aquí…

—No me extraña —contestó Sergio.

—Volvamos —peroró el Zurdo Ribas.

En vista de sus informes, el Capitán Grotton mandó cuatro hombres, entre ellos Illona Gómez, al otro extremo de Halfaya Pass, con instrucciones de montar guardia y disparar en caso de emergencia. Además de eso, montó otro retén junto a las carretas. Unos cuantos leños resecos sirvieron para encender una hoguera, y el abuelo Jones se divirtió un horror cocinando caliente.

—¿Quién quiere sopa de carne, bollos y guindas de postre?

Esta vez sí que tenían hambre. Cenaron juntos Sergio, Zulfikar y Marta, y después, Sergio intentó por enésima vez limpiar su reloj. Afortunadamente, el calendario funcionaba todavía, a pesar de que el cronómetro se hubiera detenido. Se durmió tranquilamente, pensando que cada vez necesitaba más horas de sueño. Al principio de su estancia en la tierra, había tenido bastante con siete, como en la ciudad. Después esta cantidad había aumentado lentamente, y ahora no se conformaba con menos de nueve. Pero a todos los demás les parecía que dormía poco, pues era rara la persona que dormía menos de diez horas.

—¡Despierta! —gritó Marta.

Estaba casi sentada encima de él, con las caderas de muchacho rozándole y el pesado busto inclinado sobre su rostro.

—A estas horas no me apetece —dijo Sergio, medio dormido.

—¡Qué más quisieras tú! ¡Levanta, hombre! ¡Chaves Hocico Largo ha huido!

Había un gran revuelo en torno a la hoguera, y el Capitán Grotton, violáceo de ira apostrofaba acremente a Zacarías Gómez, que se hallaba de centinela.

—¡Estúpido, animal! ¿Para qué estabas ahí, hijo de un mandril? ¿En qué estabas pensando, imbécil?

Al parecer. Chaves «Hocico Largo», después de apoderarse de varias cantimploras de agua, y de una buena ración de provisiones, había cogido su caballo y huido hacia el desierto.

—A mí me lo había dicho varias veces —dijo Anna Feodorov—. Esto no le gustaba; quería marcharse y hacerse bandolero…

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