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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (31 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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Realmente, Chaves «Hocico Largo» no se había llevado nada importante; lo peor era el mal humor que se les puso a todos al pensar que, lo mismo que Chaves había salido, había podido entrar algo mucho más dañino.

Y ya no hubo forma de dormir. El abuelo Jones, muy contento, canturreando por lo bajo, preparó un repulsivo brebaje al que calificó de café, aunque tenía más de migas de pan seco, harina tostada y salvado, que café. Fue recibido con grandes gritos de protesta, que fueron prontamente acallados por el Capitán Grotton…

—Está bien —dijo el Capitán Grotton—. Vamos a olvidarnos de ese marrano, y a ver si organizamos esto… Somos en este momento cincuenta y nueve personas. No todos vais a venir hasta el templo… ¡Callad, animales! ¡Eso ya lo sabíais! Veinticinco vendrán conmigo; de los treinta y cuatro restantes… ¡He dicho que os calléis, so bordes! Digo que de los treinta y cuatro restantes, veinte con Trekopoulos como jefe, y dos carretas, se quedarán aquí… Los otros catorce, con el Zurdo Ribas… acércate Zurdo, y a ver sí entiendes el mapa… ¿Ves? Tú te coges una carreta, y sigues las montañas hacia el oeste… allí, a unos trescientos kilómetros de aquí, hay otra brecha en el muro… el desfiladero del río Rojo… Acampas allí, y esperas. A mitad de camino, más o menos, si este mapa no miente, hay dos fuentes… las fuentes del Hombre Muerto… allí puedes reponer agua…

—¿Por qué todo este lío? —preguntó el abuelo Jones, con mal talante.

—Porque tú no has pensado, abuelo Jones —dijo el Capitán Grotton— en que cuando tengamos que retirarnos, es fácil que haya que elegir un camino distinto de por donde hemos ido… ¿Se te ha olvidado el oficio? Situando al Zurdo Ribas en el desfiladero del Río Rojo, podemos volver por allí… ¿está claro? Bueno; ya lo verás, porque como vas a venir con nosotros de cocinero…

El río corría, torrentoso y negro, rozando las ramas de los grandes árboles que se inclinaban sobre él. Había allí un calor húmedo, muy distinto del abrasador horno que había sido el desierto; pero quizá por ello, la sensación de ahogo y de fatiga era superior. Aneberg, inquieto, con los furiosos ojos fijos en la negra corriente, se resistía a pasar…

El abuelo Jones, subido en su carreta, que tras muchas discusiones había conseguido llevar consigo, miraba también con desconfianza el presunto vado, donde las negras aguas saltaban y ondulaban, formando densas espumas, con un aspecto amenazador.

—Pasa tú, Marcus —ordenó el Capitán—. Y ve con cuidado.

Marcus, espoleando su caballo, comenzó a atravesar la espumeante corriente. Llevaba en una mano un largo machete, cuya hoja brillaba débilmente bajo los escasos rayos de sol que atravesaban las espesas ramas. Poco a poco, el caballo, tras algún caracoleo espantado, comenzó a introducirse en las oscuras aguas.

Los demás, quietos en la orilla, lo miraban con atención. De cuando en cuando, una mano se levantaba para aplastar un tábano o uno de los innumerables mosquitos que zumbaban, carnívoros, en torno a la patrulla. Sergio se abanicó con el sombrero de Edy, pensando en que no lo hubiera reconocido, lleno de sudor, arañazos y roto en varios sitios. Tras cinco días de selva todos tenían un aspecto similar, con los trajes desgarrados, sucios, barbudos, y llenos de picaduras de insectos. Y al parecer todavía no había llegado lo peor, puesto que la carreta, con algunas dificultades, había conseguido llegar hasta allí.

Marcus estaba sumergido casi hasta la cruz, con el penco bajo él, manoteando apresuradamente, y haciendo movimientos rítmicos al sacar fuera el cuello. Hubo un trepar apresurado, un chaparrón de espumas, y caballo y jinete salieron rápidamente del agua, resbalando los cascos del animal en los cantos rodados del fondo.

—Zacarías, Amílcar… id allá —dijo el Capitán Grotton, pasándose la mano por la barba—. Tú, Marcus, mira a ver que hay por ahí.

Al otro lado, la densa masa de lianas, enredaderas, troncos cubiertos de verdín, grandes flores de aspecto amenazador, derramaba un olor a podredumbre vegetal, y emanaba la continua sensación de que algo, oculto tras las anchas hojas, les vigilaba sin cesar…

—Vamos todos allá —dijo Grotton—. ¡Mete la carreta, abuelo!

Instintivamente, Marta y Sergio se aproximaron. En los últimos días se habían acostumbrado a caminar uno al lado del otro, a dormir juntos, y a compartir la comida. La verdad era que Marta, sin tener la inhumana resistencia del Capitán Grotton o del abuelo Jones, tenía un vigor y una fuerza poco comunes. Era una excelente compañera para esta clase de viajes.

La carreta se hallaba casi a mitad del río, con el agua hasta los ejes, cortando la corriente en dos olas coronadas de espuma, como un chato barco semihundido, cuando una onda monstruosa se levantó río arriba a unos cien metros del vado.

—¿Qué es eso?

La negra onda se abrió descubriendo un espantoso rostro oscuro, casi tan grande como la misma carreta, con dos protuberantes ojos carentes de párpados, una frente semejante a la proa de un barco, y un pronunciado hocico, que al abrirse, como en un bostezo, descubrió una triple hilera de colmillos… Tras el abominable y gigantesco rostro, surgió del río, de la misma forma que si fuera una isla vomitada a la superficie por una erupción volcánica, un torso redondo, casi inimaginable en tamaño, cubierto de aletas y púas…

—¡Aprisa —aulló el Capitán Grotton. volviendo atrás y colocándose entre los hombres que atravesaban el río y el gigantesco animal—. ¡Daos prisa con la carreta, hombres! ¡Vosotros, los de la orilla, tened los rifles preparados, pero no disparéis!

El monstruo abrió más la boca y lanzó un horrendo berrido, que hizo temblar la tierra. Después, muy despacio, comenzó a avanzar hacia el vado…

—¡Fuego! —gritó el Capitán Grotton.

Tres disparos surgieron de los rifles de Marcus, Zacarías y Amílcar, y debieron hacer blanco porque el enorme animal se alzó sobre una especie de bultos traseros, similares a aletas, y lanzó un nuevo aullido, más estruendoso que el anterior.

Todo estaba sucediendo a la vez, sin orden y concierto, y sin que apenas la vista pudiera registrar los diversos acontecimientos. El monumental bruto negro precipitándose hacia la carreta, con gran atronar de espuma y agua, y lanzando olas de líquido legamoso sobre todos ellos; los caballos relinchando con espanto y encabritándose; Anna Feodorov cayendo de la silla al barroso líquido; Aneberg extendiendo su largo cuello y sus iracundos ojos hacia el monstruo, dando un par de saltos increíbles, y situándose casi en la orilla opuesta; la carreta encallando entre dos rocas a causa de los saltos y corcoveos de los espantados caballos de tiro; las nubes de humo de los disparos y el sordo detonar de los rifles…

—¡Sal de ahí, abuelo Jones!

—¡Quitaos de en medio…!

—¡Fuego!

Sergio echó pie a tierra, sacó el rifle magnético y descargó una tras otro, todos los disparos de un cargador en el rostro de la bestia. No parecieron hacer mucho efecto; solamente uno de los enormes ojos dejó de brillar, estallando como una fresa madura, y soltando un líquido blanquecino… En ese instante había varios hombres y mujeres que habían caído de sus caballos. El animal, con una larga zarpa, asió uno de los pencos que corrían entre las ondas, echando espuma por el hocico, y lo aproximó a la amplia boca; hubo un angustioso relinchar, un pataleo y el caballo desapareció…

Sergio vio que la cabeza del espantoso ser acuático, ahora con la velocidad y potencia de una negra locomotora a toda marcha, se lanzaba sobre la semivolcada carreta, seguramente porque era lo más grande que había a la vista. Vio a Marta di Jorse, desmontada, braceando torpemente en el agua a unos diez metros del carromato… Apresuradamente, introdujo otro cargador, y volvió a descargarlo entero sobre el animal… Chorros de sangre parda caían de los farallónicos costados, sin que la bestial carrera se detuviese, entre un rebullir y un chapuzar de caballos, hombres y cajas entremezclados, revueltos y trufados en la espuma legamosa del vado. El agua, como inquieta, se alzaba en bultos y combas sobre su nivel normal, como si del fondo del río surgiera un ciclópeo borbotear…

—¿Adonde vas? ¡Vuelve aquí!

Sergio no hizo caso. Se metió en el río, y dio saltos entre la espuma, tratando de acercarse a Marta. Cuando lo consiguió la bestia negra acababa de chocar con la carreta con un topetazo desaforado, haciéndola pedazos y lanzándola con caballos y carga, a la parte más profunda…

—¡Agárrate, Marta!

Un tirón, e hicieron pie los dos. A poca distancia de ellos pasó un muro negro, como el costado de un buque de guerra, exhalando un potente olor a barro y a plantas submarinas… Desde la orilla continuaban llegando disparos, y las nubes de humo impedían casi la visibilidad. Sobre el revuelto río flotaba una bruma azulada, que escocía los ojos y las narices con su olor acre, característico de la pólvora. En el agua había papeles quemados, algunos de ellos lanzando chispazos todavía, restos de tacos mal consumidos…

Mientras Sergio, agarrando a Marta por un brazo, conseguía sacarla a la orilla, al lado del confuso revoltijo de hombres y caballos espantados, el monstruo, en su último impulso, fue a encallar doscientos metros más abajo, después de pasar como una apisonadora sobre los despedazados restos de la carreta…

Durante unos momentos, los supervivientes se quedaron en silencio, contemplando el desastre, los cadáveres de los caballos despanzurrados, vomitando olas de sangre en la revuelta corriente, los cuerpos inmóviles de hombres y mujeres que flotaban aún en el río, siendo arrastrados por las rápidas aguas negras…

Quedaban diecinueve, con once caballos, entre ellos Aneberg. Se habían salvado el Capitán Grotton, el abuelo Jones, y Amílcar Stone… Habían desaparecido Anna Feodorov, Zulfikar, y otros más… En cuanto a las provisiones y municiones de repuesto, amén de medicinas y otros implementos existentes en la carreta eran totalmente irrecuperables…

—Y sólo… acabamos… de empezar —dijo Marta, con la respiración cortada—. Bueno… Sergio… muchas gracias.

—¿Por qué, mujer? No iba a dejar que ese bicho se comiera a una chica tan guapa como tú.

—¡Ay, encanto! —dijo Marta, intentando sonreír—. Como que… no le hubiera… dejado a otro… meterme mano… como tú has hecho.

—Es que aún hay clases. Marta…

—Sí, guapo. De frescos y de aprovechados, hay varias… Sergio hizo un movimiento de cabeza un tanto burlón al contemplar los desgarrados pantalones de montar de Marta, que dejaban ver la carne en varios sitios, el cinturón con cabezas de clavo, cubierto de légamo… la frondosa melena rojiza y el llameante rostro llenos de barro y despellejaduras…

—No me mires tanto —dijo ella—. Si tú estás hecho una facha, también…

Y era verdad. La chaqueta y el pantalón de caza estaban rotos en varios sitios, aunque afortunadamente había salvado el rifle y las municiones.

—He perdido el fusil y el cuchillo —dijo Marta—. Menos mal que aún tengo la pistola…

—¡Bueno, muchachos! —gritó el Capitán Grotton—. Reunid aquí lo que os quede de alimentos, de armas y de todo…

La selva seca había dejado lugar a un pantano continuo, de poca profundidad, pero lleno de un espeso limo verdoso que les llegaba a las rodillas. Caminaban por él, entre juramentos, llevando de la brida a los caballos supervivientes. Tres de ellos habían muerto, entre convulsiones, después de ser picados por unos gruesos insectos negros, semejantes a grandes abejorros.

—Esto no es nada, chicos —dijo el abuelo Jones—. Si hubierais estado en la travesía a pequeña América… ya veríais cosa buena…

—¡Cállate, viejo! —gruñó Amílcar Stone. Era evidente que el pobre Amílcar no se encontraba bien. Tenía el rostro cerúleo, la respiración rápida, y tosía con frecuencia. Lo mismo que los demás, sufría violentos aunque poco duraderos ataques de diarrea. Sergio hubiera querido aliviarle, pero le era imposible. La carga de la pistola inyectora se había agotado un par de días antes, cuando gastó todo su contenido en inyectar a los expedicionarios. Y no le quedaba ni una sola de las medicinas que bajó de la Ciudad. También él se sentía escalofriado y tembloroso, y se veía obligado a detener la marcha para vaciar su dolorido estómago…

De vez en cuando surgía del pantano una islilla diminuta, de barro apelmazado, cubierta de plantas llenas de púas. La humedad continua del lodazal no era menor allí, pero por lo menos podían hacerse la ilusión de que estaban en seco.

Las pocas provisiones salvadas del desastre del río Negro comenzaban a escasear. Afortunadamente el agua no faltaba, aunque fuese turbia, maloliente y de repugnante sabor.

Poco a poco, obedeciendo la orden del capitán Grotton, se derrumbaron todos en una especie de masa de barro verdoso ligeramente elevada sobre el légamo del lodazal. Por todas partes, sin interrupción, se extendía el mismo tipo de árboles; unos troncos amarillentos, que se abrían a ras de lodo en una ancha masa de raíces, las cuales se sumergían, como las patas de una araña, en la hedionda masa líquida.

Con sonidos viscosos, los agotados guerrilleros comenzaron a extraerse las botas, muchas de las cuales estaban deshechas y abiertas como bocas de cocodrilo. Pies grandes, juanetudos, blancos por la continuada inmersión, comenzaron a salir a la tenebrosa luz del pantano…

—Marta, Sergio, Marcus… —dijo el Capitán Grotton—. Hacedme el favor de avanzar un poco, y batir la zona… No sea que tengamos una sorpresa… Tú, abuelo Jones, coge esa lavativa tuya y vigila… Trae las provisiones, Amílcar; haré el reparto…

Marta, Marcus y Sergio se levantaron trabajosamente, sintiendo que no podían hacer un solo movimiento más, y volvieron a meterse en el fango, que les recibió con un ruido de succión. Caminaron cansinamente, con las armas preparadas, Marta delante, los dos hombres separados unos metros a cada lado, todos ellos mirando desconfiadamente la chorreante vegetación.

Algún bicho serpenteante pasaba bajo el agua, trazando un canal de ondas en la superficie… Al principio, se habían preocupado, pensando que pudiera tratarse de algún animal dañino; pero luego, en vista de que nada sucedía, perdieron el miedo.

En la espesura se oían cacareos y gañidos… Un pajarraco multicolor, con gran pico anaranjado, pasó saltando de una rama a otra, lanzando desagradables gañidos y mirándoles con dos ojos de color turquesa. A lo lejos, entre dos troncos, hubo un repentino borbotear, y una columna de lodo se alzó hacia arriba, entre gran batir de barro y hojas y rápidas visiones de dos colas escamosas y dos hocicos dentados peleándose entre sí.

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