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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (29 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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Justificó su herida diciendo que se había caído; que no era nada. Pero le costó un poco de trabajo convencer a Edy de que, ahora que estaba vendada, más valía no tocarla. Por la noche tuvo una ligera fiebre, y se acostó pronto, sintiéndose un tanto escalofriado, si bien muy caliente y abrigado en la amplia cama de Edy. Muy tranquilamente, el pequeño Hermán vino a darle las buenas noches, y Marta permaneció sentada a su lado un rato, contándole, con el pretexto de entretenerle, horribles historias de sangre, expediciones, luchas y matanzas. Eso hasta que Edy, con una energía inesperada, le dijo a la otra que les dejara en paz, cosa que Marta di Jorse hizo de buen grado, sin manifestarse ofendida en lo más mínimo. El olor del apestoso cigarro que la mujer había estado fumando permaneció durante un buen rato en la alcoba… Se encontraba cansado ahora que el efecto de las píldoras energéticas se había ido, pero eso no fue obstáculo para que, cuando el tibio cuerpo de Edy se situó junto al suyo, sintiera la misma pasión tranquila que la noche anterior…

—No te encuentras bien, Sergio. Es mejor que duermas…

—Bueno; pero me voy a encontrar peor si me estoy aquí quieto, mirándote…

Hubo un momento en que miró su reloj, pensando que casi se había olvidado de que lo llevaba puesto… Aunque era un instrumento totalmente innecesario en esta tierra, ahora sí que le era preciso para seguir con atención los movimientos rítmicos del segundero… Edy dormía. Vio pasar algo como un resplandor blanco sobre el caserío en el momento en que las siete horas se cumplieron. Suspiró, dio media vuelta, y se durmió a su vez.

Se daba cuenta de que no le quedaban muchos días. En el momento en que la carreta, conducida por Amílcar Stone, llegase de Abilene, el primer capítulo de la historia entre Edy y él se cerraría por completo, y nadie podía saber si ese capítulo tendría una continuación. Quiso comentarlo con la muchacha, pero encontró la misma respuesta:

—Por favor, no lo digas. No quiero que pienses en eso ahora…

Le preocupaba dejarla sola allí. Trató de convencer a Marta di Jorse para que no fuera a la expedición, y se quedase allí, con Edy, pero la mujer se le rió en la cara, y le contestó con tal cantidad de barbaridades, que no se le ocurrió volver a pedírselo.

—Anda, ternerillo… no te preocupes —dijo ella, más tarde—. ¿No ves que están ahí cerca Mansour y sus hijos? Para cualquier cosa que hubiera, los tendrías aquí en un momento… Y además, yo no me pierdo lo de África, por nada del mundo, así me corten en trozos…

Y Marta sacó el cuchillo de monte de su bota, y procedió a afilarlo cuidadosamente.

—¿O es que te crees que ella no sabría defenderse, hombre? Con una casa de piedra, rejas, un buen fusil de dos cañones y gente cerca, yo no dejo virgo vivo en dos kilómetros a la redonda… Y a ver si cambias a Bessie por otro chisme…

—No; a Bessie me la quedo… No es tan inútil como tú te crees. Se la dejaré a Edy, de recuerdo…

Parecía que estos últimos días pasaban con más rapidez que los días normales. Y el final llegó bruscamente, cuando Edy y él aun no habían tenido tiempo de acostumbrarse del todo el uno al otro.

Una tarde, casi al anochecer, hubo un coro de aullidos en el campamento de Grotton… Cuando Sergio se acercó pudo ver una nube de polvo aproximándose, en la que apenas se distinguía la pesada masa rectangular de una carreta y tres jinetes cabalgando junto a ella. Sintió en la suya la mano de Edy; la miró. La joven temblaba y tenía la vista vuelta hacia otro lado, como si no quisiera ver nada.

El chirriante vehículo, tirado por dos robustos caballos, se detuvo entre alaridos y gemir de ejes. Amílcar Stone no venía solo; aparte de los tres jinetes, un anciano, encorvado, cubierto con una manta, con un rifle extraordinariamente largo entre las piernas, se hallaba sentado junto a él, en el banco del conductor.

—¡Ia-juuuu! —gritó uno de los hombres—. ¡El abuelo Jones, nada menos!

—¡Muchachos, ahora sí que es seguro que esto sale bien! El Capitán Grotton se acercó pausadamente.

—Vaya, abuelo Jones… no te esperábamos.

—Pues no os vais sin mí —dijo el viejo, con voz cascada y chillona—. No señor…

Los tres jinetes caracoleaban al lado de la inmóvil carreta; eran dos hombres, uno rubio, joven, corpulento, con rasgos un tanto bovinos; el otro algo mayor, con el pelo negro… y una mujer, de rostro atezado, mal cubierto con una ancha pamela de tejido basto.

—Mira, Capitán Grotton —dijo la mujer, con agudo tono—. Mi padre está loco… se ha empeñado en marcharse contigo y con esa pandilla de locos que llevas a correr aventuras…

—Esta es mi hija, Hepzibah —dijo el abuelo Jones, riéndose cascadamente—. Y mis yernos, Zebulón y Jorge… Los muy tontos se han creído que me van a convencer para que no me marche con vosotros…

—¡El abuelo Jones da buena suerte! —berreó Illona Gómez—. Si va él todo acabará bien…

—Y un cuerno da buena suerte, el abuelo Jones, zarrapastrosa— gritó Hepzibah.

—¿Qué me has dicho, tú, so, so… gallina?

—Basta, chicas —gritó Grotton, con un inesperado vozarrón—. Haya paz. Tú, abuelo Jones, ¿tú crees que estás en condiciones de…?

—Mira, Grotton —dijo el viejo, agudamente—, que aún te puedo cortar algo de lo que llevas entre las piernas… Pero, ¿es que creéis que no estoy harto ya de plantar cebollas y de fabricar cuchillos…? No; y estos —señaló a sus parientes— ni siquiera me dejan salir de caza yo solo… Tengo muchos años ya, eso sí es verdad, pero a ver si hay cualquier joven de los que veo ahí que sea capaz de hacer lo que yo… Además, necesitáis un cocinero y si no sirvo para otra cosa, serviré para eso…

—Pero, padre,… —dijo Hepzibah Jones—. Pero, padre… queremos que estés con nosotros… Zebulón, Jorge… por favor… decídselo vosotros; a mí no me hace caso…

—Bueno; abuelo… —comenzó Jorge, mientras el bovino Zebulón miraba a todas parte un poco asombrado.

—Ni abuelo, ni porras— dijo el abuelo Jones—. Si a mí me quedan pocos años de vida, hija mía… ¿Crees tú que prefiero quedarme en un sillón el resto de mis días? Ni hablar… para lo que me queda, prefiero pasármelo bien, y si he de acabar ya, que sea al aire libre, bajo el sol, con un rifle en las manos, y oliendo a pólvora…

—Oye, Hepzibah —cortó Grotton—. Yo no me meto en asuntos familiares; de manera que decididlo vosotros… Bien nos vendría un buen cocinero, y el abuelo Jones lo es…

—¡Y da buena suerte!

—Eso; y da buena suerte; eso también es verdad; no lo puede negar nadie. Si quiere venir, que venga; en la carreta hay sitio para él y para el conductor…

—La puedo conducir yo mismo. Capitán Grotton —dijo, venenosamente, el abuelo Jones—. Que no soy un inútil aún… ya no te acuerdas cuando te salvé la vida en Monterrey, ¿verdad? ¡Desagradecido, asqueroso! Así me pagas lo que hice por ti…

—Oye, abuelo Jones, menos genio… que aquí no se olvida nadie de nada… Habla tú con tu gente, y a nosotros, dejadnos en paz. Tú, Amílcar, acércate; a ver si lo has traído todo…

El grupo del abuelo Jones se acercó a la carreta, mientras Amílcar bajaba, con un papel en las manos. El eco de la animada discusión, cortado por las hirientes réplicas del viejo llegaba hasta ellos, mientras Grotton, dificultosamente, iba comprobando con su porrudo dedo los suministros apuntados en el papel.

—No sé qué pensé yo de encargar un cañón… —dijo el Capitán, pastosamente.

—Bueno… —intervino Sergio—. Mejor dejar lo del cañón. Al fin y al cabo, algunos de estos, dentro de unos meses, les dará por hacerse bandidos; si ven un cañón, y hacen uno ellos, los demás tendrán que hacerlo también para defenderse, y querrán hacerlo más grande… Y los otros querrán uno más largo y de mayor alcance… y hará falta maquinaria especial, y una fábrica mayor y más personas trabajando en ella… No, no. No sería buen wu-wei.

—Pues algo me dice que tienes razón —rezongó el Capitán Grotton—. Oye chico, por un momento me has parecido un Profe, tú también… Ojalá lo fueras… no vendría nada de mal traer un Profe wu-wei… vaya. Bien está todo esto, Amílcar… ¿Qué pasa contigo, abuelo Jones?

—Que me quedo, ¿qué te creías? Hala, adiós, hijos… Ya volveré dentro de un par de meses o así…

—Si vuelves, padre, no aparezcas por casa —chilló Hepzibah Jones, dando la vuelta a su caballo—. ¿Qué dirán los vecinos? Mira los Jones, como les molesta el abuelo, lo han mandado fuera, a que lo maten… Nos has deshonrado, padre… No quiero verte más… ¡Qué vergüenza, un anciano honrado, con esa pandilla de ladrones…!

—¡Lárgate, histérica, y que te aguante quien pueda! —berreó el viejo Jones, alzándose sobre la carreta, apoplético.

—Pero, Hepzibah… —comenzó Zebulón.

—Tú a callar —chilló la mujer—. Vamos, Jorge, Zebulón… vámonos a casa… y que todos sepan que yo no tengo padre…

—¡Viva el viejo Jones! —gritó un coro de voces roncas, encabezadas por Illona y Zacarías Gómez—. ¡Hip, hip, hurra!

Con una mirada asesina, Hepzibah Jones tiró de las riendas de su caballo, y, seguida por Jorge y Zebulón, partió hacia el horizonte, envuelta en una nube de polvo. Durante unos segundos se distinguieron las tres siluetas, la de la mujer azotando al caballo con la fusta; luego, la nube de polvo las ocultó.

—Mañana, al amanecer, partimos —dijo el Capitán Grotton—. Escuchadme, gente. Ya sabemos… en fin, os voy a decir lo de siempre. Aquí nadie manda a nadie… pero, ¿os obligáis vosotros mismos a obedecer mis órdenes mientras la expedición dure?

—¡Nos obligamos! —gritaron todos, incluyendo a Sergio.

—Pues vale. Abuelo Jones, que te ayuden Amos y Zacarías. Asegura la carga. Todos los demás, limpiad el armamento, revisad las municiones y los animales… repasad el atalaje, las cantimploras, los cuchillos… que todo esté a punto mañana. El que no lo tenga en orden se queda aquí. Nadie llevará alcohol de ningún tipo, salvo el que va en la carreta para casos de apuro… Al que le coja ginebra o visqui encima, lo mando de vuelta… Mañana al amanecer, todo a punto.

Había habido una clara variación de clima entre los guerrilleros. El Capitán Grotton ya no era el compañero con el que se podía beber y bromear; ahora era el jefe, y su indudable ascendencia sobre los hombres quedó demostrada por el hecho de que no hubo una sola protesta, ni la más mínima broma.

—¿Te marchas? —dijo Edy, en voz muy baja.

—Ya lo sabías… tenía que llegar… pero te prometo que volveré…

Edy no contestó. Se volvió de espaldas y comenzó a recoger los platos…

Marta los miró a los dos, alternativamente, sin asomo de burla en sus ardientes pupilas.

—Yo me voy a dormir —dijo—. Además, me parece que aquí estoy estorbando…

Aquella noche Edy no dijo una sola palabra. Se amaron intensamente, y en más de un momento, Sergio encontró el rostro de la joven cubierto por las lágrimas. Hubiera podido decirle: «¿No te das cuenta de que yo tampoco quiero irme…? No me lo hagas más difícil, por favor…» Pero tampoco él dijo nada. Cuando la claridad gris del alba naciente, unida a un ligero soplo casi helado, comenzó a entrar por la ventana, quiso levantarse sin despertarla, pensando que tal vez fuera mejor así, que nada iba a solucionarse con verse un poco más y hablar un poco más. Pero ella, en silencio, encendió la vela, y se sentó en el borde de la cama, mirando a la pared, la blanca espalda vuelta hacia él…

—¿Por qué no lo olvidas todo y te quedas?

—No puedo, Edy… te juro que no puedo…

—¿Por qué es tan importante el que vayas a África…? ¿Qué es lo que quieres hacer?

—No puedo decírtelo.

Se acercó por detrás y le pasó las manos por los brazos, suavemente; después, le cogió los pechos, y la besó en el cuello. Ella no reaccionó, como si no sintiera nada. Sergio sintió una vez más el aroma frutal de su pelo, el limpio perfume a jabón que exhalaba su cuerpo, y que le había condicionado de tal forma, que no podía sentirlo sin pensar en Edy…

Terminó de vestirse. Tomó el rifle magnético y repasó rápidamente los cargadores grises; por un momento, viendo uno que era distinto de los demás, de un oscuro tono dorado, y algo más largo, pensó en dejarlo allí. Al final, decidió llevarlo consigo. Se caló el sombrero de cazador africano, cargó con su mochila…

Ella permanecía sentada en el mismo lugar, inmóvil, mientras fuera comenzaba a oírse pateo de caballos y voces somnolientas.

Se acercó y se arrodilló en el suelo ante ella. Edy tenía los ojos cerrados y sobre las mejillas resbalaban las lágrimas.

Intentó besarla; ella volvió la cara a otro lado…

—Adiós, Edy —dijo él, desde la puerta—. Volveré.

Ella no se movió.

—Adiós, Edy.

Sobre el campo, el bosque, el riachuelo, las verdes hojas y los medio dormidos guerrilleros se extendió el primer lanzazo dorado del sol saliente. Sergio hizo un gesto triste con la cabeza, y salió al exterior.

VIII
LA INVASIÓN DE ÁFRICA

Unos días antes, el Capitán Grotton había dicho:

—Eso de ahí enfrente es África. Ahí están los Mandriles. Al otro lado de una límpida extensión de agua verdosa, de unos doscientos metros de ancha, se extendía una costa árida, sin vegetación alguna, mezcla de arena blanca y rocas pardas, que parecía extenderse hasta el infinito…

Ahora habían atravesado ya, tras muchos trabajos, la amplia extensión de desierto que constituía la salvaguardia del continente africano. Tras las tres semanas de viaje hasta Hangoe, la recogida de los cuarenta y ocho hombres y dos carretas que esperaban al Capitán, y la construcción de grandes almadías de troncos, vino la travesía del estrecho, sin problemas… aun cuando uno de los hombres se cayó al agua y hubo que pescarlo entre gran algazara.

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