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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (45 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Manganeso…

En un caserío desconocido, perdido en las montañas, y en el que sólo entraron por casualidad, ya que les permitía acortar bastante su camino, encontraron que cada noche se celebraba, desde hacía meses, una reunión de todos los hombres del lugar, a excepción de dos.

Los dos exceptuados eran Nicolás Brandel e Igor Geller. El primero corpulento, musculoso, hábil en el manejo del rifle, de profesión leñador. El segundo bajo, no muy fuerte, hábil con el cuchillo, de profesión, sastre. Ambos se habían desafiado a muerte, pues ambos se hallaban enamorados de Tesalia van Albert, una mujer joven y hermosa, pero que además de ello, se hallaba indecisa entre uno y otro.

Cuando la discusión se produjo, meses antes, el posible duelo a muerte había sido mal recibido por todos los habitantes del caserío, que consideraban que era inútil perder el tiempo y una vida en semejante cosa, cuando Tesalia van Albert podía dispensar sus favores a los dos. Pero Nicolás Brandel e Igor Geller eran incompatibles; se llevaban pésimamente, y nunca hubieran admitido un arreglo semejante. El duelo a muerte, por tanto, fue aceptado de mala gana, si bien con la condición de que las circunstancias en que se desarrollase debían ser tales, que ninguno de los dos hombres podría tener ventaja sobre el otro.

Durante días y días, la reunión que se celebraba después de haber terminado los trabajos diarios sopesó cuidadosamente el peso, las características, la rapidez, la habilidad y las posibilidades de cada uno de los dos duelistas. Mientras tanto, y visto que el asunto iba para largo, se estipuló que cada uno de ellos podría rondar a la hermosa Tesalia van Albert una noche alterna, y hablar con ella todo lo que quisiera. Si la dama tomaba una iniciativa, ésta sería respetada.

Pero no fue así; Tesalia van Albert continuaba con su indecisión. Y las reuniones nocturnas continuaban sin interrupción; proponiendo un hombre un arma; otro, otra. Y discutiéndose interminablemente si Nicolás Brandel debía colocarse pesos para disminuir su velocidad, o si Igor Geller debería llevar tapado un ojo para compensar su buena vista, mucho mejor que la del contrario. La argumentación y las discusiones descendían a minucias inconcebibles, en cuanto a gramos de peso, espesor de la tela que cubriría el ojo de Igor, tejido del traje que uno y otro llevarían; preparación del terreno, calidad exacta del día en que debería celebrarse (si habría de ser nublado, con sol, de noche, por la tarde, al amanecer, bajo la luna, con estrellas) y si se realizaría con hachas, con garrotes, con espadas, con tijeras de podar o con veneno.

Cuando el Vikingo y Sergio marcharon de allí, al cabo de dos días, las discusiones continuaban animadamente, sin que presentasen aspecto de llegar nunca a una solución práctica.

—Ahí viene —dijo Sergio, agazapándose junto al Vikingo, tras un añoso tronco caído.

El jabalí apareció entre las breñas, mirando desconfiadamente a uno y otro lado con sus porcinos ojuelos, hundido en dos cerdosas manchas negras.

Grout, el jabalí, no sabía su edad. Cuando nació, su madre le cobijó dentro de un nido hecho de musgo, hojas secas, agujas de pino, y pequeñas ramas de roble… Era delgado y feo, con el pelaje leonado, a rayas alternativamente amarillentas y pardas. Tenía un hocico corto, ya con dientes, con los cuales mordía a sus hermanos cuando querían privarle del pezón materno. Permaneció inmóvil, disimulado entre el sol y la sombra del paisaje, hasta que fue creciendo; comenzó a hozar en el suelo, buscando trufas y raíces; también le gustaban mucho las castañas y las bellotas. En las cálidas noches del verano, dormía agazapado junto a su madre, después de un buen hartazgo de moluscos y pequeños peces hecho en la charca más próxima… Poco a poco, su pelaje se fue haciendo rojizo primero, pardo después, y cuando hubieron transcurrido dos soles, abandonó a su madre para cazar conejos y liebres en compañía de otros machos de su edad…

Un invierno, Grout sintió el deseo de vivir solo, y abandonó a los demás congéneres. Encontró una charca de barro, y se bañó en ella; después, restregó sus espesas corazas laterales contra un rugoso tronco y lo acolmilló profusamente para marcar su territorio… Vio pasar en los atardeceres templados grupos de otro jóvenes como él, que precedían a un viejo macho, lento y lleno de precauciones. Grout gruñó roncamente, sintiendo un lejano desprecio por aquellos compañeros…

Lucía el sol cuando un impulso inesperado se manifestó en su potente y cerdoso cuerpo. Corrió a través de las espesuras, gruñendo en tono bajo, sin detenerse para hozar en busca de las suculentas raíces, y despreciando las bayas que crecían a su alrededor… Ni siquiera la carroña de un caballo muerto le tentó. Corrió, torpemente, balanceando el pesado cuerpo, con el hocico muy pronunciado en el aire ante él, venteando una presencia que aún no había encontrado.

La hembra estaba allí, rodeada por tres jóvenes machos mucho más pequeños que Grout. La simple aparición de Grout los puso en fuga, sin que fueran necesarios sordos gruñidos ni un leve amago de colmillada. Haciendo chascar sus potentes colmillos uno contra otro, Grout se acercó a la hembra, que permanecía inmóvil, y le propinó un par de golpes en el lomo, al mismo tiempo que gruñía rítmicamente. La hembra, girando solamente un poco la cabeza pinchuda, para seguirle con los diminutos ojuelos, siguió quieta. En el colmo de la excitación, Grout orinó y corrió en círculos alrededor de ella; después se acercó, mordiéndola en el lomo, sensualmente, y hocicándola con lascivia. El pelaje arisco de la hembra, sus cuatro patas con esbeltas pezuñas plantadas en el suelo, su hocico rezumante de humedad, sonrosado y aun con ligeras manchas de barro, le volvían loco de excitación. Grout orinó nuevamente, para mostrar de forma práctica su admiración ante una belleza tal, y repitió con más intensidad sus rítmicos gruñidos… La hembra, rendida, volvió hacia él su maravilloso rostro, moviendo lentamente las peludas orejas, y exhibiendo su morro afilado, con pequeños colmillos que no se curvaban hacia arriba, como los de Grout… Al extremo de la resistencia, sintiendo que no podía soportar más la visión casi obscena de esos colmillos distintos, Grout saltó sobre la hembra…

El tiempo no pasó en vano. Los inviernos y los veranos se continuaron uno tras otro, y las hembras le rechazaron con hoscos gruñidos cuando las crías estaban a punto de nacer… Cazó, comió, hozó en los lodazales, esquivó alguna vez a extraños cazadores que le perseguían con ruidosas armas, buscó compañeros jóvenes que le ayudasen en la caza. Se sintió viejo y pesado, falto de agilidad, y lleno de dolores… Y un día, un instinto olvidado le hizo sentir que su vida estaba a punto de terminar, y volvió de nuevo a separarse de todos los otros; de las hembras, de los jóvenes, y desde luego, de los grandes machos solitarios, con los que nunca había querido saber nada… Tomó un camino perdido entre el boscaje, por donde nunca iba ninguna manada, ni ningún solitario… Y allí, ocultas a medias tras un gran tronco caído, había dos cabezas sonrosadas, una con pelos amarillos, y otra con una melena castaña, con ojos interesados que le miraban fijamente. Gruñó, sintiendo que sus patas eran ya débiles, y que casi no le sostenían, y permaneció inmóvil…

—¿Qué? —dijo el Vikingo.

—Vamos a dejarlo en paz —contestó Sergio. Y le pareció, durante unos segundos, que en sus manos había estado la vida entera del jabalí.

Relucía como un farol antiguo en el fondo del hoyo que el hombre calvo había excavado. El Vikingo y Sergio, inclinados sobre el hoyo, miraban con atención la curiosa raíz. El hombre calvo, provisto de una azada y un cuchillo, había realizado después de pensarlo mucho, una pequeña excavación, poniendo así a la luz del día una gruesa raíz retorcida de color miel, con abultamientos y cinturas intercaladas, como fuera un gran gusano. Después, mirando tristemente con sus ojos glaucos al Vikingo y a Sergio, había procedido, con el cuchillo, a cortar la raíz en dos trozos.

—Habrá que esperar a la noche —dijo, sentenciosamente.

Cuando el sol se hubo ocultado, la raíz comenzó a brillar levemente, y a medida que la oscuridad aumentaba, el brillo dorado fue aumentando también, hasta el punto de que Sergio pudo casi leer a su luz un ajado ejemplar del «Clarinazo» que conservaba en su poder. El corte de la raíz emitía, cada vez más intensa, esa luz dorada, motivando una peculiar sensación de belleza en los que la contemplaban.

—Eso no es todo, Profes —dijo el hombre calvo. Y tomando una varita que llevaba en la alforja, tocó ligeramente el centro del corte de la raíz. La luz dorada osciló un instante y se apagó, para volver a brillar como un lucero antiguo cuando el hombre calvo retiró la varita.

—Hay más —afirmó el hombre calvo, con voz llena de angustia.

Les condujo a un centenar de metros de distancia, y con su azada realizó otra pequeña excavación, después de husmear como un podenco, hasta que su misterioso instinto le dijo el sitio exacto. Salió otra raíz similar, que el hombre cortó con su cuchillo, y que, casi de inmediato, emitió la misma luz dorada, como procedente de un damasco fabricado siglos antes.

A lo lejos, en el otro hoyo, surgía un chorro de oro pálido, mostrando que la primera raíz seguía brillando en el fondo del agujero. El hombre calvo tocó con su varita la segunda raíz; la luz se extinguió, y lo mismo sucedió, simultáneamente, con la primera. En el silencio nocturno, el hombre calvo repitió la maniobra un par de veces, y siempre la disminución de luminosidad fue simultánea en ambas raíces.

—¿Verdad que es maravilloso? —dijo el hombre calvo—. Yo me distraigo mucho con esto, cuando no sé qué hacer… Y hay raíces de éstas por todas partes… Yo siempre las he encontrado. ¿Qué os ha parecido?

—Muy bonito —contestaron el Vikingo y Sergio, a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo.

—La pieza en cuestión —sentenció el Manchurri, después de colocar las grasientas manos sobre la palanca de mando— es la cosa más condenada y procaz que ha parido madre… digo si es que las máquinas de vapor tienen madre, cosa que es posible, porque de algún lado han de salir… Tiene la manía de romperse en cuanto lleva funcionando unos años, y no sabéis vosotros lo que cobran los talleres… ¿Cuánto pidió el herrero de Abilene, amigo Vikingo?

—Dijo que le debías el equivalente a nueve céntimos, y que esperaba cobrar tan pronto como pasases por allí.

—Deslenguado tipo ése, a fe. Y tú, señor, ¿tan triste te encuentras que no me cuentas nada? Cosas he sabido de tus aventuras; según creo… dame la botella. Huesos, y no te aproveches para no darle al pedal, que te veo… Según creo conquistaste África entera y todo se debió a ti… ¡pedales!… Y no es preciso que por eso te distraigas, señor, y dejes de echar tacos de madera en la máquina de vapor, porque si seguimos así, ni llegamos a Hangoe, ni a ninguna parte… Por cierto, que volví a ver a Ratller el Saurio, y tuve que salir de estampía… porque quería vengar en mí no sólo lo que yo dije en el «Clarinazo» sino también la somanta o tunda que tú le diste, señor… Y hablando de otra cosa, les veo a todos muy silenciosos…

—Como que no dejas hablar a nadie —dijo Sergio, conteniendo la risa.

—Eso no es cierto, que solamente hablo cuando me lo piden, y quizá sea cierto que cuando no me lo piden también, o posiblemente, todo lo contrario… En fin; no sé porqué no me encuentro la cabeza muy clara hoy. Deja de poner tus viscosas manos sobre el material, Huesos, que me lo llenas todo de huellas genitales, y luego la clientela protesta… ¿De manera, señor, que te has echado casa, esposas e hijos? Pues que no te pase nada… que mejor está el hombre en mitad del camino, como yo estoy, que bregando con críos llorones y mujeres chillonas… Las mujeres son para un rato, si ellas quieren, claro está; porque si no quieren, ni siquiera para eso… Decía a este respecto un célebre poeta de los tiempos legendarios… ¿qué decía, Huesos?

—¡Y yo qué sé!

El autociclo caminaba, dando tumbos junto a un ancho río, cuya orilla opuesta sólo se distinguía en medio de una espesa bruma, motivada por la temperatura diurna y la humedad que ascendía de las aguas… A lo lejos, en el horizonte cortado por la arenosa ribera, se destacaba una débil columna de humo negro.

—Por eso llevo esos libros ahí —aseveró el Manchurri, después de empinar cuidadosamente la botella—. Porque en los ratos libres me gusta leer e ilustrarme, y si de paso puedo ilustrar a alguna moza que se deje, también lo hago… Por cierto, señor, que me han dicho que a un tal Zacarías Gómez, en la aventura de África le sucedió cosa ciertamente sabrosa, y que podía dar lugar a un buen número del «Clarinazo»…

—Y a que quieran darte otra paliza —contestó Sergio.

—Bueno; eso es posible; pero mi cuerpo está hecho a palizas, porque no es pequeña cosa tener por comerciante consorte o como se diga al enano éste, al Huesos. Y además, si es preciso que nos juguemos el tipo más tarde acompañándote en esa nueva aventura que vas a tener, y que conste que lo hago porque el Vikingo dice que es buen asunto, si es así, repito, y afirmo… ¿qué estaba diciendo?

—Lo de Zacarías Gómez.

—Eso es; que no dejáis hablar. Bueno, pues si te acompañamos, bien estará que en justa compensación me cuentes, señor, todo lo que sucedió, porque la prensa necesita noticias calientes, escabrosas y que llamen la atención, y eso de que a uno lo inflen de droga y se lo calcen media docena de monas, no es cosa que todos los días suceda… Pero, ¿cómo estaban las monas?

—Más o menos, como el Huesos —dijo Sergio, riéndose—, sólo que lavadas, y con pelos por encima…

—Fuerte trago es ése, pardiez. Para un hombre como es debido, el tener que… bueno… yo me entiendo… dar el servicio pertinente a tan peluda progenie, debe ser cosa seria… Venga, cuéntamelo todo, con pelos… o sin pelos, mejor dicho pero con cuantas más señales sea posible…

El humo que se veía en lontananza se había incrementado paulatinamente, hasta mostrar con claridad una negra y larga chimenea, bastante más alta que la del auto-ciclo del Manchurri, que, a su vez, coronaba un vehículo similar al de éste, algo más ancho de ejes. Iba pintado de negro, con letreros de un blanco deslumbrante. Además de la consabida máquina de vapor, dos robustos caballos ayudaban al movimiento del ingenio…

El Manchurri, con el rostro cariacontecido, guardó silencio hasta que el otro vehículo estuvo a punto de cruzarse con él. Entonces, con expresión hosca, cerró el conducto del vapor, y aplicó el freno, deteniéndose. El otro carricoche hizo la misma maniobra, y los letreros de su costado pudieron leerse claramente:

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