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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (41 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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Pasaban como una exhalación, a través de bosques, de marismas… En el cielo, el brillo de Gabkar parecía titilar al mismo compás salvaje de los cascos del demoníaco caballo. Y crecía por momentos. Estaba muy claro que Gabkar estaba en pleno período de nova. «Habría que llamarla Nova Centauri», pensó Sergio moviendo las doloridas posaderas sobre la silla. A veces, se cruzaron o adelantaron carricoches semejantes al del Manchurri, carretas solitarias tiradas por percherones o bueyes, jinetes que solos o en grupos iban al trote corto. En estas ocasiones, en el aire quedaba un grito agudo que disminuía velozmente al separarse Aneberg de los caminantes… Hubo incluso quien pretendió contender con el negro caballo, sin llegar siquiera a acercarse; en otra ocasión, un grupo de jinetes de mal aspecto, posiblemente bandidos, les persiguió débilmente durante unos kilómetros, para cesar al final, y despedirse con una descarga cerrada, de la cual no oyeron ni siquiera silbar las balas…

Y a medida que se acercaban al castillo de Herder, la sensación de las presencias malignas era más fuerte. Parecía como si se hubiesen enterado, de alguna manera, del OBJETO que Sergio transportaba en su alforja, y se arracimasen con ansia infernal en el lugar de destino…

Por fin, un anochecer, la luna brilló malsanamente sobre el pútrido bosque que rodeaba el castillo de Herder. Aneberg, sofocado, sudoroso, comenzó a caminar al paso a través de la retorcida vegetación, iluminada tétricamente por el relucir insano de Gabkar. Sombras sin forma se deslizaban entre los pulposos árboles y las masas de maquinaria oxidada. Ahora no eran una sola, sino varias, las gigantescas figuras rojizas, con ojos como acero al rojo blanco, que atravesaban la floresta, vigilándole y dándole una demoníaca escolta. Los animalillos peludos corrían entre las patas de Aneberg, lanzando un grito viscoso, (Glourk, Glourk…) que no espantaba al caballo, aunque sí al jinete.

Los rayos plateados de la Piedra de Luna, que casi habían desaparecido durante la travesía del río Rojo y durante la estancia en Hangoe, habían vuelto a recobrar una luminosidad tan intensa o más que la que tuvieran en el templo… de las aberturas de la alforja surgían haces de nacarada luz, extendiéndose sobre el pantano de aguas negras, iluminando viciosamente las blanquecinas raíces de los árboles…

En el agua negra había misteriosos estremecimientos, y la sensación de que el mal rondaba a su alrededor tenía una potencia e intensidad tales, que Sergio se arrepintió completamente de haber tomado este camino para descubrir el Pilón del Alba. Lástima que hubiera sido el único… El castillo de Herder parecía haber cambiado, como si las torres se hubieran estirado hacia el cielo, o quizá como si la estructura no fuese la misma que en la ocasión anterior… Brillaban las piedras con una luz fosforescente, bajo la acción combinada de la luna, Gabkar y la Piedra blasfema que transportaba a su lado… Y allí, en el desnudo portón de la entrada, esperaba
sabiendo sin duda que iba a llegar
, la figura de Herder.

Aneberg se detuvo, respirando rápidamente y goteando un sudor espeso de acre olor. Su cabeza se volvió para fijar en Sergio los furiosos ojos, y el cuello pareció alargarse más.

—Has venido, por fin —dijo Herder—. Sé que te has entretenido… pero no te voy a culpar por ello… Sé que la tienes contigo… Acompáñame.

Sergio descendió trabajosamente del caballo, algo extrañado de no sentir fatiga alguna, y siguió a Herder a través del legamoso patio, observando con cierto espanto el brillo nocivo de las murallas. También Herder parecía haber cambiado; cuando se detuvo ante la puerta cubierta de deformes tallas, Sergio pudo ver que vestía un ropón escarlata bordado de oro con encajes en las mangas, y que su postura era mucho más orgullosa que la última vez.

—Ehie, ehie —dijo Herder—. Yo soy. Recibe a mí acompañante, y admite su paso… viene conmigo…

La puerta giró silenciosamente sobre sus goznes, y al hacerlo, el aire se pobló de vibraciones y de una extraña sensación de tensión creciente, como si toda la atmósfera alrededor del castillo estuviera saturada de presencias llenas de un voraz deseo.

También la gran sala interior había cambiado. Las húmedas paredes estaban cubiertas de colgaduras, que se movían levemente, como si tras ellas circulase una multitud invisible. Sobre los ricos paños había trazadas figuras apenas visibles, que parecían caminar o adelantarse, bajo el influjo de los leves movimientos. Parecían sombras dibujadas confusamente sobre los tapices de tonos oscuros, inclinadas sobre algo, o bien alzando algo hacia arriba, o interpretando una acción con instrumentos que no era fácil distinguir. Cuatro pebeteros de bronce, en los ángulos de la sala, dejaban escapar un perfume obsesionante, en estrechas y densas columnas de humo que ascendían hacia el invisible techo, condensándose allí en una espesa nube blanca.

—¡Dámela! —dijo Herder, con los alucinados ojos fijos en la mochila—. Por fin, por fin…

—Te la daré —contestó Sergio, mirando a todas partes— cuando me digas cuál es el Pilón del Alba…

—Aún no has cumplido tu pacto por entero, mortal. Tengo
el objeto
, y eso es mucho… pero falta
el acto
, sin el cual nada vale… Te costó conseguirlo, ¿verdad?

—Mucha gente murió para ello… incluso la Princesa de los Mandriles…

—Es mejor así… la sangre favorece la concentración y el deseo, y con la fornicación da las fuerzas necesarias… La princesa de los Mandriles murió, dices. En vano fue que durante años y años le enviase íncubos y apariciones, sueños y torturas… en vano fue. En nombre mío pedían que nos la diera, e incluso llegaron a tomar parte de su ser violentamente… Sí. Aquí tengo, cuidadosamente conservado en salmuera, con olivo, sal y verbena, uno de sus dedos, que fue consagrado a FURFUR, el que ayuda a los matrimonios a gozar, y me dio la información sobre el
objeto
. Pero tú conoces mi divisa, mortal, y sabes que he de decir verdad. Cuando el acto esté completo, sabrás cuál es el Pilón del Alba, porque no puedo mentirte en eso…

—¿Ha de ser ahora? —preguntó Sergio, temblorosamente, mirando a las movedizas colgaduras.

—Ahora; pronto,
imminens et cum efrenatae cupiditates
… Sergio Armstrong, aquel cuyo número es ciento dieciséis; el número de las letras del nombre de un hombre… Helo ahí… míralo y espera…

Sobre el pavimento negro de la sala, ahora despejado de todo mueble, había trazados dos gigantescos círculos, tangentes entre sí. Uno de ellos estaba abierto en la parte que daba a la puerta de entrada; el otro completamente cerrado. El primero de ellos, el más próximo a la puerta, constaba de dos círculos, uno dentro de otro, entre los cuales, en letras mayúsculas estaban escritas las palabras BITRU, BITRU, BITRU, por tres veces. La palabra HERMIONE formaba dos diámetros cruzados, dividiendo el círculo interno en cuatro partes, en cada una de las cuales figuraba un complicado signo, semejante a un ensortijamiento, con ganchos, trazos sinuosos y rasgos puntiagudos saliendo de él, y bajo ellos, las palabras KELEN, NISROCH, FURFUR y GOMORY.

En el centro del círculo, justamente sobre el cruce de las dos palabras HERMIONE había un bajo tálamo cubierto de pieles y, al lado de él, una mesita baja, con un pequeño horno de carbón vegetal, donde se tostaba un pedazo de pan.

El segundo círculo estaba compuesto igualmente por dos distintos, uno dentro de otro. Entre ambos, con grandes letras, estaban escritas las palabras JESUS ANTEM TRANSIENS IN MEDIUM ILLO RUM IBAT ET VERBUM CARO FACTUM EST, y la palabra TETRAGRAMMATON cruzada en el centro de la misma forma que HERMIONE. Los cuatro trozos en que el círculo quedaba dividido contenían la misma inscripción NO ENTRES BILETO, seguida de un signo retorcido coronado por una cruz de repulsiva forma. Había en el centro dos mesas cubiertas de damasco y un pebetero quemando brasas de carbón vegetal, helecho y verbena. Una larga espada se enrojecía lentamente en el fuego… Sobre una de las mesas, dos anillos de plata, una moneda de oro sobre un trozo de pergamino blanco, una varita de avellano, y un corderito con las patas atadas…

—La Piedra de Luna —conminó Herder, respirando ansiosamente, y tendiendo las manos engarfiadas—. El
objeto
—repitió.

Silenciosamente, Sergio extrajo la Piedra de Luna de su alforja y la tendió al mago. Este, con las manos temblorosas, se aproximó para tomarla… Cuando la tuvo en su poder, una risa demoníaca se escapó de sus labios. El relumbrar de la Piedra de Luna aumentó bruscamente, simultaneándose con el formidable chispazo que en ese momento surgió de Gabkar, iluminando casi con luz diurna los alrededores del castillo y la entrada misma…

—Aquí está… no fueron en vano las múltiples torturas, apariciones y daños que hice sufrir a la Princesa de los Mandriles. ¿Dices que murió?

—Sí; y yo diría que…

—No importa; por más que… Dilo, mortal.

—Diría que se dejó matar… que deseaba que la matase.

—Es posible; pero no tiene importancia. Deja tu arma y tu bebida en el exterior, al lado del guardián… nadie lo tocará, y vuelve aquí…

Silenciosamente, Sergio pasó junto a las repugnantes tallas de la puerta de entrada, que vibraron y cambiaron de forma gomosamente, como si vigilasen sus movimientos. Dejó su rifle y su alforja (en esta ocasión no llevaba más que un pequeño frasco de ginebra) sobre el primer peldaño, y volvió a entrar. Herder se hallaba en este momento en el exterior del segundo círculo, colocando un vaso de vino en la parte externa, y trazando con creta bendita el nombre de Sergio y unas cifras:

S
E
R
G
I
O
A
R
M
S
T
R
O
N
G
9
2
12
10
3
4
1
12
11
9
5
12
4
11
10

116

La Piedra de Luna se hallaba en el centro del segundo círculo, luciendo tumultuosamente, y derramando una oleada de bárbara luz perlina sobre la totalidad de la sala. Los cortinajes oscilaban más rápidamente; las terribles sensaciones de innumerables presencias de todas clases agazapadas y acumuladas en el interior y el exterior del castillo habían aumentado. Sergio, sintiendo que una mano helada le estrujaba el corazón, volvió su mirada hacia la puerta… El resplandor de Gabkar se había vuelto insoportable, como si de alguna manera aquella lejana estrella, perdida en los espacios más profundos, estuviera conectada con la horrenda ceremonia que iba a celebrarse en el castillo de Herder.

—Y ahora… —dijo el mago.

—Espera —respondió Sergio, tratando de dar fortaleza a su voz—. Quiero algo más…

—No puedes pedir más; no está en el pacto. Cumpliré lo prometido… pero nada más.

—Es poco lo que pido; un rifle de pólvora, y municiones. Eso no representa nada para ti…

—Tienes razón, mortal. Es poco… ¿por qué no he de dártelo? Cuando esta noche ciclópea termine… seré el dueño del mundo entero… Pero, ¿por qué sólo eso? ¡No me importa! No lo digas; no me interesan esas minucias… Tengo el molde de un doctor a quien asesinaron… fundiré monedas para ti y podrás adquirir lo que quieras…

Durante unos segundos Sergio permaneció callado, entre el relumbrar de las estrellas y de la Piedra, que subrayaban en negro la grotesca figura de Herder.

—Si es así —dijo—, no lo quiero…

—No puedo dártelo de otra forma… No tengo ni rifle ni pólvora…

—Pasaré sin él… Y ahora, mago —dijo Sergio, sintiendo, un impulso salvaje en su alma—, ¡acabemos!

—Acabemos… —repitió Herder, oscuramente—. Colócate, en el centro del primer círculo, y no salgas de él bajo ningún concepto. Ahí, junto al tálamo. Cuando Hermione aparezca, sírvela como ella solicite, y una vez que hayas concluido, podrás retirarte por la parte en que el círculo esté abierto, junto al Guardián. No intentes pasar a este círculo, ni salir del tuyo… Mientras fornicas, las presencias aumentarán, pero no debes hacer caso… En cuanto a mí, no estaré mientras el
acto
se realiza, ya que mis votos me impiden contemplar eso… No temas; no sufrirás ningún daño… Para que creas en mí, si preciso fuere, te diré que en la columna del Alba,
hace mucho tiempo que no hay vida alrededor
… Y tú, que la buscas, sabes lo que eso significa…

—Lo sé —respondió Sergio—. No lo había pensado antes… pero ahora me doy cuenta de que debe ser así…

—Silencio —dijo Herder—. Cuando ella venga, ofrécele, el pan… si lo rechaza, no insistas. Pero no olvides el ofrecimiento. Y ahora, calla y escucha… ¡

Simón Herder colocó las manos ante sí, con las palmas paralelas, extendidas hacia Sergio, alzó el barbudo rostro hacía el cielo y musitó unas palabras ininteligibles.

—Conjúrote, HERMIONE —dijo, en voz alta y aguda—. Por Eloy, Adonay, Agla, Samalanactany, que están escritos en griego, latín y hebreo, por el que te arrojó a la tierra… conjúrote para que sin retardo alguno vengas a obedecer mis mandatos y a cumplir el pacto, y ningún daño hagas a este mortal ni a mí. Por tres veces te lo digo, toma la forma del hombre, y aparece, aparece, aparece. Bitru, Gomory, Kelen y Nisroch, os conjuro al par que a HERMIONE para que aumentéis su deseo y el del mortal que ha de realizar el acto esperado. Venite, venite, venite.

Herder bajó las manos y dirigió una mirada a Sergio.

—Permanece ahí —dijo—. No salgas. HERMIONE vendrá…

Después, en silencio, con las manos cruzadas sobre el pecho, el mago salió del segundo círculo y desapareció detrás de uno de los cortinajes. Sergio quedó solo, sintiendo que el corazón le latía apresuradamente. Nada sucedió. Caminó por el interior del círculo, sin salir, pasando junto al pebetero donde las rodajas de pan se tostaban lentamente. Hubo una vibración en el exterior, y le pareció ver una sombra translúcida que pasaba delante de las cortinas. Era una mujer, cuyos rasgos no pudo distinguir, con la cabeza cubierta por una corona, y montada sobre un camello espectral… pasó lentamente, disolviéndose en el aire turbio, y dejando en la atmósfera una sensación de masculinidad…

Algo hizo revivir en la mente de Sergio la última imagen que guardaba de Marta, en la habitación del doctor Mabuti, en Hangoe… pero pronto su atención se vio atraída por otra imagen que vibraba en el aire de la sala, sin estar en un sitio determinado, como si la invadiese toda ella… Por un segundo, le pareció ver un leopardo moteado de cuyo dorso surgían anchas y enormes alas; luego un hombre desnudo, que le provocó una extraña sensación femenina… Tuvo el momentáneo impacto del último encuentro amoroso con Edy, acompañado de una peculiar impresión de repugnancia… En torno al círculo, la estancia se había cargado de presencias invisibles, que parecían presionar continuamente sobre él, mientras la luz de Gabkar, rutilante, pasaba a través de la puerta completamente abierta.

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