En Gerdel Hesher Bock había histeria generalizada. La gente corría por los pasillos, gritaba a los teléfonos, unos discutían con otros y, en general, habían perdido el control de la situación. Incluso vi a un hombre que literalmente se arrancaba los cabellos.
El epicentro de la conmoción se hallaba en el área del ordenador principal. La gente gritaba y maldecía aquellas máquinas que, de súbito, se habían vuelto testarudas. Tuvieron que evitar que uno de ellos aporrease un teclado con los puños. Me dirigí a la estación de trabajo que había usado anteriormente. Un hombre en mangas de camisa la estaba rearrancando en un fútil esfuerzo por poner en funcionamiento el sistema. Le di una palmada en el hombro, y el hombre pareció aliviado de pasa el problema a otro.
Arranqué el sistema desde un disquete y me puse a trabajar. Tras cargar un programa de búsqueda y definirlo para que explorase el disco duro, no me quedaba más que recostarme en el asiento y esperar. Ya se había reunido una muchedumbre a mi alrededor. Todos me miraban con expectación.
Al cabo de un cuarto de hora más o menos, el explorador encontró el animalejo. Como sospechaba, era una criatura de Beelzebub. Después de un minuto logré eliminarlo del disco duro local y empezaba a limpiar las unidades de la red.
Hice copias del antivirus y se las di a Evelyn Mulderig.
—Introduzca estas copias del programa en todas las máquinas que tengan disco una unidad
zip
de compresión de archivos o un lector de CD grabable.
Evelyn asintió con la cabeza.
—Y luego, ¿qué?
—Buena pregunta. El virus había desaparecido, pero ya había causado estragos. La única pregunta que quedaba era: ¿cuántos?
—Ahora veremos si el sistema tiene base suficiente para arrancar por sí solo.
Arranqué el sistema desde el disco duro y crucé los dedos. Durante unos momentos, pensé que iba a funcionar. La gente que rodeaba la estación de trabajo pueda dispuesta a lanzar vítores de alegría y sacarme a hombros. Entonces, la realidad nos dio una patada en el culo: el programa vaciló, dio como un brinco y se quedó colgado.
—¿Hay algo más que pueda hacer? -dijo Evelyn, que se mostró desolada.
Negué pesaroso con la cabeza y me mordí la lengua para no articular las palabras «ya se lo dije», que se esforzaban por salir entre los dientes.
—El virus ha desaparecido. Por desgracia, ha inutilizado el sistema antes de que pudiésemos librarnos de él. Tendrán que hablar con su proveedor de software, para ver si puede ayudarles a repararlo y quizá salvar algunos archivos.
Me sentí incapaz de decir lo que ambos sabíamos: estaban jodidos.
Leon tenía que irse de la ciudad durante el fin de semana. Como yo también tenía que ir al aeropuerto, me ofrecí a llevarlo. Tomé el metro hasta el garaje donde guardaba mi orgullo y mi alegría: un Ferrari 348 Spyder plateado que había comprado de segunda mano aunque ni siquiera así podía permitírmelo. Sólo el seguro ya era tan caro como la deuda nacional.
Olvidé todo aquel gasto en cuanto me senté en el asiento del conductor y encendí el motor. León me esperaba a la puerta de su hotel. Cuando llegué, silbó con admiración.
—¡Menudas ruedas! -comentó.
—Me lo compré para impresionar a las mujeres -bromeé-. Lo hago las raras veces que puedo conducirlo.
—¿Planeas impresionar a alguien esta noche?
—Eso espero.
Me miró sonriendo. Entonces, su sonrisa se difuminó y agregó.
—Pues no pareces estar muy feliz, pese a tener una cita muy especial un viernes por la noche.
Le expliqué lo que había ocurrido en Gerdel Hesher Bock.
—Mal rollo, tío -dijo, meneando la cabeza.
Acompañé a León hasta la terminal del aeropuerto y fui a aparcar. No suelo dejar el coche desatendido en un aparcamiento; antes preferiría pasearme Manhattan con un montón de billetes grapados en la chaqueta. Incluso pensé en la posibilidad de esperar en el coche a la salida de la terminal. Luego me reproché dar prioridad a lo que no debía. ¿Qué pensaría Al si no fuera a su encuentro en la salida de pasajeros únicamente porque no quería dejar el coche solo? Aunque podía decirle que el tráfico me había retrasado y había llegado demasiado tarde para… ¡No! ¡Apártate de mí, Satanás!
Por suerte, su vuelo llegó a tiempo. Vino corriendo hacia mí. La abracé y, tras un intenso beso de bienvenida, le dije:
—Creo que no podía esperar ni un minuto más.
—Ni yo tampoco.
—Dame tu equipaje.
—Lo tengo aquí.
Llevaba una maleta con ruedas del tipo que combinan el estilo tradicional con el de una bolsa, y todavía era lo bastante reducida como para poder facturarla en el avión.
—Muy buena idea.
—Lo sé. Perdí varias bolsas antes de que me comprase ésta. Lo malo es que en un viaje largo sueles hacer corto en ropa.
Fuimos al aparcamiento.
—¿Éste es tu coche? -preguntó ella.
—No, se lo he pedido prestado a un amigo increíblemente rico.
—Nunca he ido en un coche igual -comentó, y me miró de reojo-. No conducirás rápido,¿verdad?
—Tendrías que ver el seguro de este bicho. Si no conduzco rápido, ¿cómo puedo conseguir que me devuelvan el dinero?
—Michael, en serio…
—Vale, vale, estaba bromeando. De todos modos, me parece que la Long Island Expressway está después del próximo aparcamiento.
Bajé la capota para ir a Manhattan. El tráfico no era tan intenso, pero mantuve lo que consideraba una velocidad prudente, aunque noté que Al tenía blancos lo nudillos de la mano con la que sujetaba la maleta.
—¿Has comido en el avión? -le pregunté.
—Intenté no fijarme -comentó ella con una mueca-. Si veo una cosa más en un plato rectangular de plástico, creo que voy a vomitar.
—¿Te gusta la comida india?
—¡Me encanta!
—Entonces vamos a un restaurante.
La llevé al Bombay Carden. A pesar de no haber hecho una reserva y ser viernes por la noche, nos condujeron a una mesa sin tener que esperar. Por alguna razón que no acabo de imaginar, la comida india nunca ha sido muy popular en Nueva York. No es que la coma aquí a menudo, pero durante mi reciente estancia en Londres, donde parece haber buenos restaurantes indios en cada calle, la comí casi cada noche.
Mientras leímos el menú, dije:
—¿Te gustaría un poco de vino con la cena?
—Sería estupendo, pero ¿sabes?, lo que de verdad me apetece es una cerveza.
—Cerveza, pues…
Al pidió el pollo
tandoori
y yo opté por las gambas grandes al estilo Bhuna. Cada uno probó la comida del otro, y ambos platos nos parecieron excelentes.
Aunque me sentía muy feliz por volver a ver a Al, estaba un poco preocupado a causa de los hechos recientes. Supongo que se reflejó en mi cara.
—¿Algo va mal?
—Si. En realidad, varias cosas -dije.
Todavía estaba dándole vueltas a lo sucedido en Gerdel Hesher Bock. Se lo expliqué.
—¡Oh, no! Es realmente terrible. Pero les diste el consejo correcto. Fueron ellos quienes no te escucharon.
—Sí, pero podría haberlos llevado a mi terreno -dije, encogiéndome de hombros.
—Tampoco sabías lo de ese
heisenbugen
en los virus de Beelzebub.
—Es bastante reciente. Esperemos que no averigüe la manera de meter un
schridinbugen
la carga.
Un
schridinbugen,
en la mitología informática, un tipo de error de programación que no causa problemas hasta que alguien nota que existe y que el programa jamás debería haber funcionado. En ese momento, el programa se cuelga y no vuelve a funcionar hasta que se elimina el
bug.
—¡Un
schridinbugen
! No creerás que eso exista, ¿verdad?
—Lo intento con todas mis fuerzas.
—¿Lo intentas?
—Sí. He oído que sólo existen si crees en ellos.
—Como las hadas, ¿eh? -dijo ella, sonriendo.
—Algo así.
Mientras devoraba un helado indio con sabor a coco, dije:
—Todavía es bastante pronto. ¿Quieres ir al cine?
—Sería divertido. Hace siglos que no voy al cine. ¿Qué hay en cartel?
—La verdad es que no lo sé, pero hay un multicines a la vuelta de la esquina. Podríamos ir a ver qué hacen y a qué hora.
El camarero trajo la cuenta. Le eché una ojeada y comenté:
—¿Setenta y cinco centavos? ¡Qué vergüenza! En su lugar, no la pagaría.
—Imitas bastante bien a James Stewart, pero tienes que elaborar más tu Groucho -dijo Al.
—Todo el mundo se cree un crítico.
Era una noche espléndida para pasear. Incluso en pleno Manhattan resultaban evidentes los indicios de la primavera: había diminutos brotes de hojas en los árboles y flores de azafrán púrpuras y amarillas en las macetas. Casi podía notarse un leve aroma a verde en el aire, entre los gases despedidos por diez millones de automóviles.
Supongo que al complejo de salas se le podía llamar el
dodecacine
había doce películas en cartel. Por desgracia, once eran secuelas de otros filmes anteriores y, aunque Al y yo habíamos visto algunos de los originales, no coincidimos en ninguno.
Por lo tanto, nos quedamos con la película que quedaba, una llamada
El año de las ratas,
pese a que ni ella ni yo teníamos la menor idea del argumento. El cartel de la película no ayudaba mucho a averiguarlo, aunque tenía fragmentos de crítica muy favorables. Resultó ser la historia de un hombre y una mujer que se enamoraban en una aldea medieval europea. Al final se contagiaban de peste bubónica morían. Pero antes de eso, morían los padres del chico, luego los de la chica, todo sus hermanos y hermanas, el herrero y el sacerdote. Todos morían de peste excepto el médico, que era acusado de brujería y lapidado. No es necesario aclarar que las analogías con la epidemia de sida eran frecuentes y bastante obvias. Toda aquella catástrofe duró unas tres horas.
—Ahora recuerdo por qué ya no voy al cine -dijo Al cuando salimos.- Creo que no he visto un final feliz desde 1997.
—Al parecer, a la gente ya no le gusta. Supongo que prefieren deprimirse.
—No lo creo. Me parece que ya están deprimidos. Por eso oyes siempre a quienes se quejan de que los finales felices «no son realistas»; porque, como ellos no son felices, les gusta pensar que el resto de la gente también es tan desgraciada.
—Tengo que admitir que lo que dices tiene mucho sentido. De una película como ésta podrías salir diciendo: «Al menos yo estoy mejor que todos esos pobres diablos».
—Es verdad. Pero si tuvieras que ver una película en que los protagonistas se lo pasaran siempre muy bien, sería como si te restregaran por la cara lo mal que te sientes.
—Según tu teoría, supongo que los críticos de cine se encuentran entre los más deprimidos de la sociedad.
—¡Dios mío, sí! Aunque tienen que sentirse así a la fuerza, ¿no crees?
Después de la película, la llevé a mi apartamento.
—Bonito lugar -comentó-. Aunque esperaba algo un poco más…
—¿Grande?
Sonrió con cierta timidez; luego, su sonrisa se volvió maliciosa. ..
—Sí. Parece como uno de esos sitios que tienen los hombres casados para llevar a sus amantes.
Me eché a reír.
—Ya sé que es un poco estrecho, pero cuando era pequeño tuve que compartir la habitación con tres hermanos más. Para mí, este apartamento es como un estadio de fútbol. Además, me gasto todo el dinero en viajes.
Mientras hablábamos, puse un disco de Mantovani en el equipo de
—¿Qué es eso? -preguntó Al después de algunos compases.
—Un disco de un lote de música de los años setenta.
—¿Vamos a escuchar todo el lote?
—¿Y si nos damos el lote?
Nos lo dimos. Tal vez no sobreviva después de decir esto, pero la verdad es que, bueno, digamos que me gusta Mantovani.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba solo en la cama. Busqué mi bata, pero no se encontraba allí. Me puse el pantalón del chándal y me levanté. Al estaba haciendo café. Llevaba puesta mi bata y buscaba en los rincones de la nevera. Cuando salí del dormitorio, levantó la mirada y dijo:
—¿Quieres decir qué es comestible de todo esto, o debo enviarlo todo a que le hagan la prueba del carbono 14?
—Dame diez minutos e iré a buscar algo especial.
Empleé cinco de los diez minutos en cepillarme los dientes, peinarme y ponerme un suéter
y
unas zapatillas deportivas,
y
los cinco restantes en ir y volver corriendo hasta la esquina. Regresé con un periódico y una gran bolsa de papel, que Al observó con interés.
—¿Qué llevas ahí?
—Comida judía -dije mientras desdoblaba el periódico. Entonces exclamé-: ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué pasa?
Levanté en alto la portada del
New York Times.
El virus de Beelzebub había atacado a otras cinco empresas, además de Gerdel Hesher Bock. Como resultado de ello, todas estaban en graves condiciones económicas y era probable que varias quebraran.
—Espero que tengas hambre. Acabo de perder el apetito -dije, mientras sacaba de la bolsa panecillos recién hechos,
lox
,
[10]
crema de queso y pescado ahumado.
Después de desayunar, mientras recogíamos la mesa, dije:
—Tengo que explicarte una cosa.
Al se quedó paralizada.
—Estás casado.
¿
Eres
gay?
¡Tienes el sida!
—No,¡diablos, no! Cálmate, no es nada de eso. Es sobre el trabajo.
—¿Qué pasa con el trabajo? -dijo ella, sentándose.
Le expliqué toda la historia: lo relativo a Goodknight, Marión Oz, los gusanos Tower Bank amp; Trust, León Griffin y mis últimas conjeturas sobre lo que estaba pasando.
—¿Por qué no me lo contaste antes?
—No quería preocuparte.
Frunció el entrecejo
y
apretó los labios con fuerza.
—Creo que vamos a tener nuestra primera pelea.
—¿Por qué?¿Qué he hecho?
—No es nada que hayas hecho. ¿Por qué crees que tenías que ocultarme todo? ¡Pobrecita Alice!, mejor no contárselo, no vaya a ser que se desmorone.» ¿Era eso lo que pensabas?
—No, en absoluto. Simplemente no estaba seguro de lo que estaba ocurriendo y no quería preocuparte de forma innecesaria.
—Tú estabas preocupado, ¿verdad?
—Bueno… sí. Te lo dije.