—Bueno, será mejor que empecemos -dije, mirando el reloj.
—Supongo que no deberíamos darnos un beso, ¿verdad? -preguntó Al, paseando su mirada por la multitud.
—No, salvo que quieras olvidarte de todo esto y volver al hotel.
—Una oferta tentadora.
Comprendí que no debía sentirme halagado por el comentario. Era evidente que Al se encontraba un tanto intimidada ante la perspectiva de mezclarse con el enemigo.
Entonces vi al Dodo a escasos metros de nosotros.
—Al, si prefieres que estemos juntos un rato, tengo una idea.
—¿Y lo que dijiste antes? Los piratas pensarán que somos pareja.
—No, si viene alguien más con nosotros.
—¿Alguien más?
—En efecto. Si vas con un chico, se supone que estás liada con él. Pero si vas con más de uno, no sales con nadie y estás disponible. No me pidas que te lo explique; no sé la razón, pero así es como pensamos los hombres.
—Ni voy a dedicar ni un segundo de mi tiempo a ello, porque probablemente me pondría furiosa. ¿Has pensado en un candidato?
—Ese tipo de allí -dije.
Cuando el Dodo me devolvió la mirada, le hice señas de que se acercara.
—¿Y si no quiere asistir a los actos que nos interesan a nosotros?
—Cuando te vea, irá donde queramos.
Fuimos a un par de actos relacionados con los virus y, tal como había predicho, el Dodo parecía estar encantado de acompañarnos. A media mañana, Al, que empezaba a sentirse más confiada, se disculpó y fue a un taller de criptografía. Como era de prever, el Dodo se fue con ella. Al acabó formando una especie de corte, que se componía de Robonerd, Hackmeister y dos adolescentes que se hacían llamar Buttis y Beave-head.
[13]
Antes de irse, me pasó una nota que decía lo siguiente: «Nos veremos a mediodía en el lado sur de la sala principal. Si no salimos a comer fuera de aquí, creo que me pondré a chillar».
Yo fui a un taller que trataba de los virus mutantes. Como en otros actos, era obvio que enseñaban a proteger el ordenador de estos virus, pero también se aprendían muchas cosas que podían emplearse para crearlos. Conocí a un pirata que parecía tener cuarenta y tantos años; iba vestido con pantalones de camuflaje, botas de montaña y una camiseta del grupo Megadeth. Se hacía llamar Mago. Según la tradición de los piratas, este sobrenombre era increíblemente elitista, como si un escritor adoptase el seudónimo Premio Nobel. El término
mago
tiene diversos significados para los piratas pero, en general, todos ellos implican unos conocimientos excepcionales; es un título que uno debe ganarse a pulso.
Además del apodo que había elegido, el Mago daba una sensación extraña. Decidí entablar conversación con él. Parecía estar muy interesado en los virus e insinuó que no era sólo para defenderse de ellos. Por supuesto, dejé caer pistas en el mismo sentido. Me preguntaba si era uno de los que formaban mi lista negra. Dudaba entre Beelzebub, o incluso Astaroth, pero no parecía tan inteligente. Quizá MetLhed. Intercambiamos nuestras direcciones de correo electrónico. Cuando estábamos a punto de despedirnos, dijo como de pasada:
—¿Sabes que Roger Dworkin está aquí?
Intenté no parecer tan emocionado como me sentía por dentro.
—¿En serio? ¿Lo has visto?
—No, pero he oído decir a algunos que estaba por aquí.
—¿A quiénes?
—Creo que uno se hace llamar Phlegman. Lo conocí en una charla sobre descifrado de códigos.
Fui en busca de Al. Estaba en la sala principal, tal como esperaba, y simulaba estar interesada en una máquina de reconocimiento de voz. No le pregunté cómo se había librado de su corte de admiradores.
—Oye, me he enterado de que Dworkin está aquí.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—No lo sé. Tenemos que buscar a un pirara que usa el apodo Phlegman.
—¿Lo conoces?
—No, todo lo que sé de él es que parece interesado en el descifrado de códigos.
—¿Quieres que lo busquemos ahora?
—No, vamos a almorzar. Ya lo buscaremos esta tarde.
—¿Tienes hambre?
—No mucha.
—Yo tampoco, pero vamos a la terminal de Reading. Te compraré un
pretzel.
Mientras recorríamos Twelfth Street, Al me informó de sus actividades matutinas.
—El Dodo parece bastante inofensivo. De hecho, es incluso tierno. Me recuerda a un tío mío. ¿Cómo se llama en realidad?
—No tengo ni idea.
—¡Oh! Pensaba que era amigo tuyo.
—Lo es.
—¿Y no sabes cómo se llama? ¿Qué es, un secreto o algo así?
—No, nos conocimos en uno de estos encuentros de piratas. No sé por qué razón, nunca mencionó su verdadero nombre. Es un tipo raro.
—Bueno, pues a mí me parece muy simpático. Y me ha dado esto.
Me enseñó un disquete.
—¿Qué es? ¿Su programa de generación de siglas recursivas?
—No, dijo que escribía poemas. -
¿Poemas de informática? ¡Qué mono!
—No seas malo. Es un hombre muy tierno. Pero esos chicos están metidos en aguas muy turbias.
—¿Los terribles B?
—Sí. No parecían muy interesados en los virus, pero tuve la impresión de que son veteranos en la mayoría de formas de delito informático.
—¿No crees que decían cosas así para impresionarte?
—Tal vez. Pero sabían de lo que estaban hablando.
Le expliqué lo del Mago.
—Interesante. Podría ser uno de los malos.
—Es posible. Pero, o era muy precavido, o no sabía tanto como alardeaba.
Salvo el rumor de que me había hablado el Mago, ninguno de los dos habíamos oído ni una palabra sobre Roger Dworkin.
—Bueno, aunque no encontremos a Dworkin, el viaje no habrá sido una pérdida de tiempo -dijo Al mientras regresábamos al centro de convenciones.
—¿Qué quieres decir?
—He dicho a mis padres que iremos a cenar con ellos esta noche. Se mueren de ganas de conocerte.
Conseguí no atragantarme con el último bocado del
pretzel.
Antes de que pudiera responder, Al pasó por una puerta giratoria, me saludó moviendo la mano, me mostró una sonrisa maliciosa y se escabulló entre la muchedumbre.
Reí para mis adentros. Sería divertido ver su cara cuando descubriera que toda la ropa que había traído para pasar el fin de semana era muy parecida a la que llevaba puesta en ese momento.
Me quedé un rato en la sala principal, jugando con unos aparatos de realidad virtual. Era un material muy popular. Había que hacer cola durante casi dos horas para jugar a Battledroid, metido en una cosa que el fabricante describía como «traje de inmersión en la realidad virtual». Pasé de largo y estuve un rato preguntando si alguien conocía a Phlegman. Fue inútil.
Me encontré con el Dodo en la sala principal a las dos y media.
—Hola -dijo-. Medea me ha dicho que todavía estás buscando a Roger Dworkin, así que pensé que podía echarte una mano.
—¿Has tenido suerte?
—No sé quién es ese Phlegman, pero también he oído el rumor de que Dworkin está aquí. Fishhead me ha dicho que un arrigo suyo conoce a alguien que lo vio ayer noche en un hotel.
—¿Qué hotel?
—No estaba seguro. Creía que podía tratarse del Marriott, de modo que llamé para preguntar si tenían a algún cliente registrada bajo el nombre de Roger Dworkin. No lo tienen. Claro que esto no quiere decir nada: podría haberse registrado con otro nombre.
—Hmmmm… ¿Y si intentas hablar con ese amigo de Fishhead? Yo seguiré buscando a Phlegman.
Fui a la mesa redonda sobre realidad virtual, que era la última actividad programada por la tarde. No había actos durante la noche, seguramente para dar tiempo libre a los que querían ir a los casinos de Atlantic City a probar suerte o sus habilidades como piratas.
La mesa redonda sobre realidad virtual se estaba celebrando en una de las salas más grandes, en previsión de que hubiese una gran asistencia. Sin embargo, la sala sólo se había llenado a medias. Cuando entré, vi un rostro conocido en la última fila. Aunque me resultaba familiar, no conseguía identificarlo. Al cabo de unos minutos lo reconocí: era Bob Beales, el jefe de seguridad de Macrobyte que Al y yo habíamos conocido en Oakland. Al principio no lo reconocí porque había algo raro respecto a su pelo, pero no sabía decir exactamente qué. Me acerqué a saludarlo. Levantó la mirada y evidentemente me reconoció, aunque no parecía sentirse muy feliz de volver a verme. Supuse que todavía esta un poco enojado por mi (involuntaria) insinuación de que no realizaba bien su trabajo.
Antes de llegar a su lado, un par de piratas que conocía (poquísimo) me detuvieron para preguntarme si había visto al Dodo. Les dije dónde estaba y me volví hacia Beales… pero ya se había ido. Tal vez había tenido que ir al lavabo o algo así.
La discusión en la mesa redonda fue más bien aburrida -los expertos en informática no suelen tener una oratoria cautivadora- – hasta el final, cuando dos de sus integrantes empezaron a discutir sobre lo que el primero de ellos llamó
interfaz de inducción neural o
sea, una especie de dispositivo que permitía conectar un ordenador directamente al sistema nervioso central de una persona. El segundo experto rechazó aquella idea como una elucubración propia de la ciencia-ficción más descabellada. El primero insinuó que sabía de ciertos experimentos secretos realizados en este campo, de los que no convenía informar a botarates como su interlocutor. Este comentario, por supuesto, enfureció aún más al segundo orador, que sugirió que la única cosa especial a la que tenía acceso el primero era a ciertas sustancias cuya ingestión producía sorprendentes desbordamientos de la fantasía.
La oportuna intervención de los demás participantes en la mesa redonda evitó que llegaran a las manos, aunque quizá fue una acción inoportuna, según el punto de vista. Yo ya había hecho una pequeña apuesta por el primero de los contendientes, que no era tan corpulento como el otro pero parecía estar en mejor forma.
Al salir me pareció ver de nuevo a Beales entre la gente que salía de la sala. Intenté acercarme, pero enseguida lo perdí de vista. Tuve la sensación de que quizás estaba evitándome de manera deliberada; sin embargo, me extrañaba que, si era tan importante para él mantenerse lejos de mí, valiese la pena regresar a la sala y arriesgarse a quedar en una situación en la que no pudiera escabullirse. Otra posibilidad era que yo me estuviese volviendo paranoico.
Cuando me reuní con Al para regresar al hotel, parecía casi arrepentida.
—No estás enfadado, ¿verdad? -me preguntó-. Fue una decisión tomada en el último momento y pensé que no te importaría.
—Me encantará conocer a tus padres.
—¡Estupendo! Cenaremos pronto y luego iremos a un concierto de música clásica.
Hmmmm… ¿Entradas para un concierto en el último momento? Vale, de acuerdo. Ella había arrojado su bomba… Era la hora de arrojar la mía.
—Espero que no vayamos a un restaurante con reglas de etiqueta.
Al dio tres pasos más, se detuvo en seco y se volvió despacio hacia mí. Creo que esperaba verme sonreír, como si le hubiera gastado una broma. Pero no.
—Michael, por favor -dijo, cerrando los ojos-, dime que lo que acabas de decir no quiere decir lo que estoy pensando.
—Si piensas que no llevo ropa que pueda considerarse digna para presentarme a tus padres, eso es exactamente lo que quiero decir.
—¿Y esto…? -preguntó, señalando mi uniforme.
—Me temo que es una buena muestra del resto.
—Vamos, hay un centro comercial al final de la calle. -Miró el reloj-. ¡Oh, Dios mío, no llegaremos a tiempo! Tendré que decir a mis padres que perdiste el equipaje en el avión.
—Vine en tren.
—No lo saben. Vamos, por lo menos tendremos tiempo de comprarte una camisa.
—¿Una camisa? ¿No has dicho que íbamos a un concierto?
—¡Cállate!
Fuimos a Strawbridge's, pero un guardia de seguridad se cruzó en nuestro camino, me miró y nos impidió el paso. Al parecía dispuesta a trepar por las paredes.
—¿Seguro que no quieres llamar a tus padres y decirles que me he muerto de repente, o algo parecido?
Me miró con una expresión que sugería que mi súbito fallecimiento no era tan improbable como podía parecer. Volvimos corriendo al hotel. Al se cambió y luego examinó todo mi vestuario en busca de algo menos impresentable.
—No me lo puedo creer. Esa camiseta es la menos repugnante de todo el lote.
—Me gusta causar buena impresión el primer día.
—Piensas que todo esto es muy divertido, ¿verdad?
—Si te parases a pensar en ello, también te parecería divertido, créeme.
Al abrió la boca para decir algo y se quedó así unos segundos; entonces, sus hombros empezaron a temblar. Durante unos terribles instantes, pensé que iba a llorar. Sin embargo, empezó a reír sin poderse controlar. Era una risa contagiosa, que no tardé en imitar. No podía recuperar el aliento, me rodaron lágrimas por las mejillas y empezaron a dolerme los músculos del abdomen. Cada vez que Al parecía recuperarse, me miraba la camiseta, los pantalones cortos o las zapatillas y lanzaba otra carcajada. Y yo, cada vez que veía la expresión de su rostro, pensaba que iba a reír hasta sufrir una hemorragia interna. Me desplomé en una silla. Ella se sentó sobre mis rodillas, me rodeó el cuello con los brazos y siguió riendo entre mis cabellos.
Cuando por fin recobramos la compostura, Al se incorporó, se enjugó los ojos con un pañuelo de papel y dijo:
—Bueno, vamos a cenar con la familia Meade.
Nos encontramos con sus padres en el elegante restaurante de Locust Street donde habían hecho la reserva. El señor o, para hablar con propiedad, el profesor Meade, era tan alto como yo, enjuto y de cabellos canos; su imagen se correspondía mucho con la del típico profesor de filología clásica, pues ésa era su profesión. La señora o, más bien, la doctora Meade, parecía Al con unos cuantos años más; tenía el mismo fuego en la mirada. No guardaba parecido alguno con la imagen que tengo de los psiquiatras. Debo reconocer que Al me presentó con rostro impasible, sin hacer el menor comentario sobre mi extraño atuendo.
Sus padres merecieron idéntico reconocimiento. Iban vestidos con elegancia; la madre llevaba un vestido de seda verde, y el padre un traje de sirsaca, pero no lanzaron ninguna mirada ostensible a mi ropa, y me saludaron con la mayor cortesía que uno pueda imaginar. Empezaba a sentirme como el emperador con vestido nuevo del cuento, cuando se acercó el
maitre
a estropearlo todo, pues nos informó de que bajo ninguna circunstancia iban a permitirme entrar en el restaurante vestido de tal guisa.