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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (37 page)

BOOK: Wyrm
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Llegué a Manhattan a tiempo de llamar a algunos clientes y de realizar varias tareas rutinarias. Recibo muchas llamadas de gente que cree tener un virus, pero que en realidad tiene problemas mucho más sencillos, como errores de programación o cosas así. La situación estaba llegando al extremo de que sólo tenía que explorar el software y buscar el código de identificación 666 para saber que no era un verdadero virus lo que estaba causando el problema… salvo que su autor fuese Beelzebub. Por algún motivo, Wyrm pasaba por alto los virus de este pirata, mientras que se cargaba todos los demás animalejos con una eficacia admirable.

Aquella noche, dormí un poco después de cenar porque preveía la posibilidad de que la sesión de Ajenjo empezase tarde.

Un día normal, comenzábamos alrededor de las diez, hora del Atlántico, como gentileza con los de la costa Oeste, y era difícil hacer verdaderos avances sin pasar unas cuantas horas seguidas jugando.

Me senté frente a mi ordenador con varias bebidas refrescantes al alcance de la mano y me conecté mediante telnet a Ajenjo.

El grupo se hallaba frente a unas grandes puertas metálicas y conversaban entre susurros.

—Estoy bastante segura de que es el lugar -dijo Zerika-. La gran
kahuna.

—Si lo es, tenemos grandes posibilidades de que maten, como mínimo, a varios de nosotros -añadió Tahmurath en tono jocoso.

—Eso no es ningún problema, porque Malakh ha subido de nivel lo suficiente para ser capaz de resucitar a los muertos.

El último que había hablado era Alí, un elfo alto y de tez oscura que llevaba un turbante y empuñaba una enorme cimitarra. Alí era el personaje de Leon Griffin, que, a causa de su apretada agenda, sólo podía participar en el juego de forma esporádica.

—Salvo que Malakh se convierta de súbito en un simple dato estadístico -advirtió el mismo Malakh.

—No te separes de mí, calvito -dijo Megaera.

—Eso es lo que procuro.

—Muy bien, adoptaremos la táctica de combate habitual: Megaera y Malakh realizarán el ataque frontal. Yo me confundiré entre las sombras e intentaré atacar por la retaguardia. Tahmurath y Ragnar permanecerán atrás y lucharán con sus flechas y sus hechizos. Alí protegerá a Tahmurath de todo ataque directo. En este tipo de situaciones suele encontrarse una mezcla de monstruos de tipo BHP y dios más débiles. En este caso, matad primero a los BHP.

—¿Qué quiere decir BHP?

—«Bichos hijos de puta.» Es una abreviatura habitual para referirse a los monstruos más malignos de los MUD. Ragnar, no has dicho nada todavía. ¿Tienes algún secreto que te gustaría compartir, o te lo guardas para más tarde?

—Bueno, vamos a ver… Odio decepcionaros, pero bueno, a ver qué os parece: ¿es demasiado tarde para elegir la segunda puerta?

—¡Qué simpático! Venga, cuando cuente tres. Una, dos y…

—¡Tres!

Irrumpieron en una estancia que apenas estaba iluminada. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, olieron un fuerte hedor a moho.

—¿Dónde he olido esto antes? -murmuró Malakh.

—¡Allí! -exclamó Megaera, señalando al otro extremo de la habitación. Un grupo de hombres-serpientes estaban rodeando algo mucho mayor que no podían distinguir.

Los hombres-serpientes se abalanzaron sobre ellos, trazando mortíferos arcos con sus cimitarras. Malakh se encaró con uno de ellos, se agachó para esquivar un golpe que pretendía decapitarlo y hundió sus dedos rígidos en el plexo solar de la criatura. Se abrió paso entre los hombres-serpientes, esquivando golpes y usando a sus enemigos como escudos. Más de un tajo dirigido hacia Malakh hirió en su lugar a otro hombre-serpiente.

El método de Megaera era menos sutil: blandía la espada con ambas manos, sin hacer caso de los ataques de los hombres-serpientes, que en su mayoría se estrellaban en su armadura sin causarle ningún daño.

Podía comprobarse con facilidad que el grupo había aumentado su fuerza y eficacia de forma considerable, ya que al cabo de una docena de minutos yacían en el suelo todos los monstruos con aspecto de reptil.

—Hmmmm… Demasiado fácil -avisó Zerika-. No bajéis la guardia aún, vamos a echar un vistazo a lo que estaban custodiando.

Las criaturas habían estado apiñadas alrededor de una plataforma elevada que parecía haber sido labrada en la roca de basalto verde oscuro de la caverna. Tenía un Pequeño hueco circular en el centro.

Zerika lo tocó con cuidado, pero no parecía guardar ningún secreto.

—Esta cosa debe de tener algún fin, pero… ¡guau! -De súbito, se apartó de un salto y empuñó una daga con cada mano-. ¿Qué demonios es eso?

Una forma serpentina había aparecido en el borde del hueco. Tenía sólo unos treinta centímetros de longitud y era de color anaranjado con bandas negras. Parecía oscilar adelante y atrás.

—Parece una especie de serpiente -comentó Megaera.

—¿En serio? -dijo una voz que procedía de algún lugar próximo-. ¿Cuándo habéis visto una serpiente peluda?

—¡El gato de Schródinger! ¿Eres tú? -preguntó Zerika.

La sonrisa apareció unos palmos más allá de la cola.

—¡Qué bonito detalle! ¡Me recordáis!

—Pues yo he estado a punto de recortarte. No deberías asustar así a la gente.

—Perdonadme por no anunciar mi presencia. De todos modos, dudo que vuestras armas puedan causarme el menor daño. En cuanto a recortarme -la sonrisa se ensanchó-, es como amenazar a un pez con ahogarlo, sumergiéndolo en el agua.

Zerika no pudo evitar sonreír.

—De acuerdo. ¿A qué debemos el honor de tu visita?

—Pensé que necesitabais un buen consejo.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, qué es lo que debéis hacer con este orificio.

—¿Sabes lo que debemos hacer?

—El conocimiento es un concepto bastante problemático para un ser como yo, que permanece en un estado de semiexistencia. Digamos que me parece que tenéis que poner algo ahí.

Y con estas palabras, la sonrisa y la cola desaparecieron.

—Muy bien, ya lo habéis oído -anunció Zerika-. Vamos a hacer inventario de nuestras pertenencias y ver qué objeto podría encajar en ese orificio. Me da la impresión de que ajustará perfectamente.

—¿Estás segura de que tenemos ese objeto? -preguntó Alí.

—En absoluto. Confiemos en que sí o tendremos que emprender una larga búsqueda.

Pasaron un rato examinando sus pertenencias y descartando la mayoría de los objetos. Al cabo de unos minutos, seleccionaron unos pocos.

—Apuesto a que es esto -dijo Zetika, y levantó la jarra que habían encontrado el primer día en el claro del bosque.

—Haz la prueba -la apremió Tahmurath.

—De acuerdo. Todos, en posición de combate. El mismo plan que antes. El primer combate fue demasiado fácil; tengo el presentimiento de que esta vez las cosas se pondrán feas de verdad.

Con cautela, colocó la jarra en el hueco. En efecto, encajó a la perfección. No sucedió nada.

Por unos segundos.

Entonces, Zerika tuvo que apartarse de nuevo de un salto, pero esta vez para no caer en un pozo que se había abierto de repente mientras la jarra crecía hasta que el borde se fundió con el de la plataforma de basalto. También aumentó su profundidad, de manera que Malakh, que se había asomado al borde, ya no podía ver el fondo.

Megaera se unió a Malakh junto a lo que ahora parecía un pozo muy profundo. Zerika se recuperó del susto y también se acercó.

—Creo que allí abajo hay algo -dijo, escrutando el pozo on sus ojos inhumanos-. Algo grande…

Calló a la mitad de la frase, porque otro grupo más numeroso de hombres-serpientes había surgido de entre las sombras y los atacaban con sus cimitarras y espadas a dos manos. Transcurrido un momento, estaban luchando todos por sus vidas.

De pronto, resonó un estrépito ensordecedor que paralizó a amigos y enemigos por igual. Malakh y Megaera levantaron la mirada y vieron la cabeza de un enorme saurio que se alzaba sobre la multitud; su rugido, sin duda, se debía a la flecha de plumas rojas que sobresalía del cuello escamoso que iba saliendo del pozo.

Tahmurath fue el primero en recuperarse; apuntó a la criatura con su bastón y pronunció un breve encantamiento. Un rayo de electricidad brotó del bastón hacia la serpiente. La criatura apenas pareció notarlo; su piel comportaba como un aislante. Salió un poco más del pozo, se echó atrás y atacó a Megaera; rodeó la coraza con sus monstruosas fauces y aplastó las placas de acero como si fueran de pizarra. Zerika le clavó una daga en el cuello, pero aquella hoja tan corte apenas molestó al monstruo. Ragnar había dejado el arco a un lado y avanzaba con la espada desenvainada; sin embargo, varios hombres-serpientes se cruzaron en su camino.

Malakh, cuya forma de luchar sin armas era devastadora contra criaturas de su mismo tamaño, no podía realizar un ataque eficaz contra un enemigo de aquellas dimensiones; sus golpes más potentes parecían rebotar en el pellejo acorazado del enemigo. Se vio obligado a dejar de lanzar estos inútiles ataques cuando le atacó otro hombre-serpiente con su cimitarra. Malakh desarmó al atacante, le abrió el vientre con su espada y saltó sobre el lomo del monstruo. Seis metros más arriba, el reptil agitaba la cabeza y sacudía a Megaera como un gato a un ratón. Malakh sujetó la cimatarra con los dientes y empezó a trepar por el tronco de una palmera en medio de un huracán.

Al mirar hacia abajo, vio que Zerika y Ragnar se habían visto obligados a mantenerse a la defensiva para protegerse de los hombres-pientes que seguían vivos. Estaban luchando bien, pero no podían acudir en socorro de Megaera. Tahmurath contemplaba la escena impotente, pues no podía usar sus poderes mágicos sin poner en peligro tanto a Megaera como a Malakh.

Malakh llegó a la cabeza y se sentó a horcajadas y se sentó a horcajadas sobre el inicio del cuello. Agarró una oreja con la zurda y sujetó la cimitarra del revés con la diestra. Para el golpe que había pensado, una hoja estrecha y recta habría sido mucho más apropiada que la curvada y ancha que empuñaba.

—¡Qué diablos importa! -dijo, y la arrojó con todas sus fuerzas hacia el ojo derecho de la bestia.

Por desgracia, la herida no fue mortal de manera inmediata. El monstruo volvió a rugir y arrojó a Megaera por los aires, quien trazó arco en el aire que acabó sobre los dos hombres-serpientes que seguían con vida. Les sirvieron de colchón, aunque se fracturaron casi todos los huesos bajo su peso. Malakh soltó la empuñadura del arma para agarrarse con todas sus fuerzas mientras la bestia se retorcía para arrojarlo lejos de sí. Al no tener éxito, probó a golpearlo contra las paredes de la caverna. El primer golpe destrozó el brazo derecho de Malakh, pero logró mantenerse sujeto con el izquierdo y las piernas. Incluso soportó el segundo y el tercer golpe. En el cuarto, se golpeó la cabeza contra la roca de granito con un sonido húmedo y cayó inerte al suelo. Allí no había hombres-serpientes que pudieran amortiguar el impacto.

Antes de que el cuerpo de Malakh chocara contra el suelo, un segundo rayo brotó del bastón de Tahmurath. Esta vez lo dirigió hacia la empuñadura de la cimitarra para que la hoja metálica sirviera de conductor de la energía eléctrica hasta el cráneo del monstruo.

La bestia abrió sus cavernosas fauces como si quisiera rugir por tercera vez; sin embargo, no emitió ningún sonido. Emitió una nube de humo negro y, por unos instantes, pareció como si la serpiente fuese a exhalar fuego. De hecho, la nube no anunciaba llamaradas, sino que era el humeante residuo de sus sesos carbonizados. Expiró y su enorme masa se desplomó sobre el suelo de la cámara con un golpe que pareció que iba a derrumbar el techo de todas las cavernas.

De súbito, resonó una carcajada procedente de la puerta por la que habían entrado. Todos se volvieron para hacer frente a la posible amenaza, pero allí no había nadie. Sólo Zerika atisbo un ser, semejante a un hombre cornudo y con extraños ojos abultados.

Cuando los supervivientes recuperaron el aliento, pudieron examinar bien al gigantesco reptil. Carecía de patas y alas y se hubiera parecido a una enorme serpiente de no ser por la cabeza, que tenía un aspecto de dragón inconfundible, cuernos en espiral y orejas puntiagudas. Mientras Tahmurath contemplaba aquella mole, observó que los pies de Malakh sobresalían por debajo.

—¡Oh, no! -exclamó-. ¿Y Megaera está…?

—Viva -dijo Zerika. Ella y Ragnar estaban en cuclillas junto a su compañera herida-, pero está muy mal.

—Mantenedla con vida. Si muere, habremos perdido a dos miembros del grupo.

—¿Quieres decir que Malakh…?

—Sólo es una mancha pastosa en el suelo.

—¿Sabes? Me duele ese comentario -dijo una voz.

—¡Malakh! ¿Estás vivo? ¿Dónde estás?

—Justo delante de ti, pero me temo que no estoy vivo. Parece que soy un fantasma. Por eso no puedes verme.

—¡Un fantasma! Es curioso, las otras veces que morimos no nos convertimos en espectros.

—Entonces teníamos un nivel muy bajo -dijo Zerika-. Tal vez es preciso superar una puntuación determinada para asumir la naturaleza fantasmal. ¿Puedes hacer algo, Malakh?

—¿Te refieres a curar a Megaera? No, ya lo he intentado. No sé si podré hacer nada más que acompañaros y observar. ¡Qué mierda!

—¿Hay alguna manera de traerle de vuelta con nosotros, Tahmurath?

—Puedo probar a agitar una gallina muerta sobre él, pero dudo que sirva de mucho.

—Bueno, no te desanimes, Malakh -le dijo Zerika-, tal vez encontremos una manera de que te reencarnes. En cualquier caso, aunque no puedas hacer nada más, serás un explorador fabuloso.

En aquel momento se abrió una sección de la pared. Apareció una estancia secreta de la que salió una figura de aspecto femenino, pero con alas como de mariposa y ataviada con una túnica diáfana. En las manos sostenía una bandeja

—Habéis matado el
guivre
-entonó- y habéis completado así la primera etapa de vuestro viaje. Aquí tenéis la recompensa.

Sobre la bandeja había un voluminoso libro y siete objetos. El título del grueso libro, grabado en las tapas de piel era
El Libro de Las Puertas,
y tenía también el símbolo de ouroboros. De los restantes objetos, seis eran seis discos de tres centímetros de diámetro y medio centímetro de grosor. Al examinarlos más de cerca, los aventureros vieron que cada objeto se componía de dos discos oscuros con una sustancia blanca entre ellos, y estaban rodeados de una tenue aura azulada El séptimo objeto era un extraño dispositivo que parecía de oro. Los supervivientes tomaron un disco cada uno, y Ragnar puso el correspondiente a Megaera entre sus dedos casi inertes.

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