Read Wyrm Online

Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (35 page)

BOOK: Wyrm
12.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El profesor Meade resolvió la situación con total aplomo.

—El Cajún Café está un poco más abajo -dijo-; allí no es necesario reservar mesa y no pretenden dictar normas de vestir a sus clientes. Además, este local -añadió, levantando la voz lo suficiente para que el
maitre
pudiera oírlo- está sobrevalorado.

Lo más divertido fue que, pese a que Al se había molestado por mi indumentaria, yo no estaba en absoluto avergonzado. Admito incluso que me producía satisfacción ser motivo de un cierto escándalo para sus padres. Pero cuando a nadie, aparte del
maitre,
pareció importarle mi atuendo, me sentí abochornado.

—Quiero que sepan que normalmente no llevo este tipo de ropa -les expliqué.

—Tuve que convencerlo de que hoy se vistiera para cenar -intervino Al, riendo. Todos reímos a gusto la broma. Entonces me pareció notar un cierto alivio en la madre de Al.

Les expliqué las circunstancias que justificaban aquel vestuario propio de un típico adolescente obsesionado por los ordenadores. Se mostraron muy comprensivos.

—Si no me van a dejar entrar en la sala de conciertos, insisto en que vayan sin mí -añadí.

—No te preocupes por eso -me tranquilizó la doctora Meade-. En verano, la orquesta toca en el Mann Music Center, en Fairmount Park. Es un ambiente muy distendido.

El Cajún Café resultó ser un local excelente. Después de cenar unas gambas con palomitas de maíz, ástaco
étouffé
y pastel de nueces de pacana
a la mode,
resultaba difícil imaginar que el otro restaurante hubiese sido mejor.

La conversación fue agradable e intrascendente hasta la mitad de la cena. Entonces la doctora Meade me dijo:

—Al nos ha contado que estáis pensando en iros a vivir juntos.

¿Por qué dice la gente cosas así cuando uno está tragando un bocado? Probablemente es la principal causa de los atragantamientos.

Por suerte, conseguí no ahogarme con la comida. Hice una pausa para tomar un sorbo de vino y miré de reojo a Al, que seguía masticando imperturbable el siluro que había pedido. Me sonrió con expresión inocente. Habíamos hablado, en efecto, de la posibilidad de vivir juntos, pero yo no me sentía preparado para que sus padres estuvieran al corriente de ello. Mi madre habría tenido un ataque de histeria.

Sonreí con gesto cauteloso. Mi gesto debió de parecerse bastante a la sonrisa de Boris Badenov cuando intenta explicar a Fearless Leader que la comadreja y la ardilla se han vuelto a escapar.

—Hemos hablado de esa posibilidad -dije.

—Me parece una idea fabulosa. En esta época hay demasiados jóvenes que se precipitan casándose, sin tomarse un tiempo para averiguar si son realmente compatibles. No es fácil convivir con otra persona -dijo la madre de Al, y miró a su marido como si quisiera subrayar que lo sabía por experiencia propia. Él pareció no darse por enterado, lo cual era bastante probable.

La madre de Al nos llevó en su Volvo al centro Mann. Entonces comprendí de quién había aprendido Al su manera de conducir. Mientras la doctora Meade se abría camino a bandazos por la autopista, miré de reojo a su marido. Parecía tener los ojos cerrados.

En el Mann me miraron fijamente algunas personas a causa de mi camiseta -había muchas otras personas en pantalones cortos-, pero eran miradas divertidas más que escandalizadas. La orquesta interpretó
Los planetas
de Holst y la transcripción para orquesta que había hecho Leopold Stokowski de la tocata y fuga en re menor de Bach. La última pieza del programa fue una cosa larga, moderna y atonal, que sonó como si la orquesta estuviera afinando, pero de forma mucho mas enervante.

Hay personas que aseguran que se ha producido un declive generalizado en todas las artes creativas, en las que la forma se ha visto paulatinamente sustituida por el caos. Dicen que esta desintegración anuncia el fin de nuestra civilización. Sin embargo, como en cualquier otra época y lugar, siempre ha habido personas que se quejan de que todo está a punto de irse al infierno.

Los padres de Al nos llevaron de vuelta al hotel y nos despedimos en la acera, a la entrada del Marriott.

—Buenas noches, Margaret -me pareció oír a la madre de Al cuando se abrazó con su hija.

Cuando estábamos en el ascensor, pregunté:

—¿Tu madre te ha llamado…?

—¿Margaret? Sí. Alice es en realidad mi segundo nombre.

—¿Quieres decir que te llamas Margaret Meade?

—¿Por qué crees que uso mi segundo nombre? -dijo, haciendo una mueca de disgusto-. Bueno, por eso y porque detesto el nombre de Margaret en todas sus variantes.

—¿Incluso Maggie?

—Ese lo desprecio de manera especial. Por no hablar de Marge, Margíe, Madge, Midge, Mags, Meg, Megan, Peg, Peggy… ¡puaj!

—¡Vaya, a mí me gusta Maggie. Rod Stewart tiene una antigua canción…

—Michael, no se te ocurra llamarme por ese nombre -dijo Al, clavando su mirada en mí-. Si lo haces, te juro que dejaré de dirigirte la palabra.

—Vale, vale. Aunque, en definitiva, una rosa llamada por otro nombre olería…

—Como los órganos sexuales de un arbusto espinoso.

—¿Qué?

—¿Lo ves? -dijo con una sonrisa de satisfacción-. Sí que importa cómo llamas una cosa.

Ya en la habitación, Al comentó:

—Todavía no me has dicho lo que opinas de mis padres.

—Son muy amables y parecen muy liberales.

—¿Liberales?

—Quiero decir que, si un quinceañero quisiera salir vestido así con una de mis hermanas, mi padre lo habría echado de nuestra casa con el primer objeto afilado que hubiese encontrado.

Al se echó a reír.

—Hubo una época en que probablemente mi padre habría hecho lo mismo.

—¿Qué ocurrió?

—Bueno, en mi adolescencia yo era un poco rebelde. Pasé por esa fase en la que uno hace todo lo posible por sorprender a sus padres: mi manera de vestir, los chicos que les presentaba, la manera de hablar… Al cabo de un tiempo, mis padres comprendieron que sólo intentaba provocarlos y me dejaron en paz.

—Mala suerte. Debe de ser duro tener una madre psiquiatra.

—¡Oh!, no es tan malo como parece. Además, mamá es psiquiatra de adultos; no es una experta en niños. Sospecho que, cuando tenían algún problema conmigo, iba a una sesión de supervisión con algún colega suyo especializado en niños y adolescentes.

—Debió de darle buenos consejos, porque pareces ser una hija ejemplar -dije, abrazándola.

Ella me rodeó la cintura con sus brazos y se restregó contra mí como si intentara acercarse más de lo que permitían nuestros vestidos y las leyes de la física. Era una sensación espléndida.

—Bueno, supongo que no soy mucho más neurótica que cualquier otra persona.

La forma en que se movía estaba empezando a producir una respuesta perceptible en aquella parte de mi anatomía que, si yo fuese un arbusto espinoso, habría sido una rosa.

—Si se supone que las mujeres neuróticas son frígidas, creo que podemos descartar ese diagnóstico.

Caímos juntos en la cama y Al se puso encima. Sonreía de aquella manera diabólica que empezaba a resultarme familiar.

—Tal vez no sean todas frígidas. Puede que algunas sean ninfómanas.

El día siguiente en la DEF CON fue muy interesante. Había rumores sobre los piratas que habían ido a los casinos de Atlantic City la noche anterior y el éxito que habían tenido con sus estrategias respecto al
blackjack,
la ruleta y otras cuestiones no tan previstas por la ley. Sin embargo, el rumor más comentado era el de Roger Dworkin. Todos sabían ya que estaba en la DEF CON, aunque de incógnito, y el efecto era el que cabía esperar si uno le dijera a un grupo de adolescentes que su músico favorito se había inscrito en secreto en el instituto. Algunos empresarios avispados ya estaban haciendo negocio vendiendo camisetas estampadas con la frase: «Estuve a punto de ver a Roger Dworkin en la DEF CON», junto con las habituales «Acabo de ver a los federales», que eran un clásico de las DEF CON.

Por la mañana conseguí jugar a Battledroid después de esperar sólo una media hora; era evidente que muchos estaban recuperándose todavía de las juergas de la noche anterior. Se trataba de un juego de ciencia-ficción en el que el jugador asumía el rol de un guerrero
cyborg
en un campo de batalla altamente tecnificado. Me pareció que habían tomado bastantes ideas de la novela
Starship Troopers,
de Robert Heinlein, con algunos elementos de los relatos de Bolo, de Keith Laumer.

Tenías que ponerte un traje con dos grupos de cámaras de aire. El hardware medía los cambios de presión en un grupo para controlar la posición del cuerpo. En el otro conjunto de cámaras, había unas válvulas controladas electrónicamente que hacían que aquéllas se inflaran o desinflaran para resistir los movimientos del jugador. El equipo se completaba con un casco con auriculares y gafas de vídeo estéreo incorporados.

Una vez que me hube vestido y empezó el juego, los efectos visuales resultaron asombrosos y no tan elementales como la mayoría de los primeros juegos de realidad virtual. Además de los efectos visuales tridimensionales, muy realistas, y el sonido estéreo, los efectos táctiles eran impresionantes. Podía recoger y tocar objetos que sólo existían en el software de la máquina, Lo que estaba tocando en realidad, eran, por supuesto, una serie de cámaras de aire infladas en los guantes.

Todo el juego duraba unos cuatro minutos. Había que disparar láseres, misiles teledirigidos y armas aún más exóticas contra diversos enemigos generados por el ordenador; hasta tuve que librar una lucha cuerpo a cuerpo con una especie o robot con forma de tiranosaurio. Aquel robot habría aplastado a un ser humano en milésimas de segundo, pero yo era un
cyborg
gigante de combate, con fuerza sobrehumana y nudillos de titanio. Le di varios puñetazos en las fauces mientras procuraba evitar las garras y los vaivenes de la ola. Debi de acertar en algún punto vital, porque cuando se agotaba el tiempo, los ojos rojos y brillantes del monstruo perdieron intensidad y se apagaron mientras se desplomaba.

La gente que esperaba en la cola aplaudió. Habían estado mirando la partida en unos grandes monitores instalados a tal efecto.

—¡Guau, ha sido genial! -dijo el tipo que me ayudaba a quitarme el traje-. Eres el primero que se carga el mecanosaurio. ¿Cómo lo has hecho?

—¿Qué puedo decir? Soy el producto de una juventud desperdiciada; me pasé demasiadas horas jugando a videojuegos.

Lo más probable es que se lo dijeran a todos para divulgar el juego en el mercado. De todas maneras, me pavoneé un poco cuando bajé de la plataforma.

Por la mañana asistí a un par de actividades relacionadas con los virus. Me encontré de nuevo con el Mago y reanudamos nuestra conversación en el punto en que la habíamos dejado el día anterior. Esta vez resultó un poco más abierto. Al parecer, empezaba a fiarse de mí, y quedó claro que había simulado al menos una parte de su aparente ignorancia del día anterior. También estaba muy interesado en HfH y quería saber cómo ponerse en contacto con ellos.

Le dije que había oído el rumor de que un representante suyo se encontraba en la DEF CON, pero no le di más información. Sentí la tentación de decirle cómo establecer conexión con el BBS, pero pensé que no era buena idea revelar tantos datos sobre mis actividades. Además, HfH ya me daba bastantes problemas para que yo empezase ahora a ayudarlos captando nuevos miembros.

A la hora de almorzar, fui en busca de Al a la sala principal. El Dodo seguía a su lado, pero a ella no parecía importarle; incluso sugirió que almorzáramos juntos los tres para compartir nuestra información sobre la caza de Dworkin.

Aparte de la proximidad a los casinos de Atlantic Ciry, organizar una convención en Filadelfia tenía otra gran ventaja para el pirata común: el Pennsylvania Convention Center estaba situado justo al lado de Chinatown. La comida asiática es como leche materna para los piratas, y la cocina china ocupa el primer lugar de la lista.

Elegimos un sitio que recomendó Al. El Dodo pidió pollo al limón o, en la jerga de los piratas, pollo a la Chernobyl. Al y yo pedimos algo llamado Fénix y Dragón, que era el nombre un tanto exagerado de un plato que se componía de pollo y langosta.

—Ahora, el problema es que hay demasiados rumores -comentó Al mientras untábamos los rollitos de primavera en mostaza superpicante.

—Sí -confirmó el Dodo-. La proporción señal-ruido se está deteriorando.

—¿Alguien tiene alguna pista sobre Phlegman? -pregunté. Ambos menearon la cabeza en sentido negativo.

—He estado buscando a Fishhead -dijo el Dodo-. Pero no lo he visto desde ayer por la tarde.

—¿Por qué nos seguimos molestando en buscar a esos tíos? -preguntó Al-. ¿No es más sensato ir tras una pista más reciente?

Puede que tengas razón. El problema es decidir qué pista debemos seguir. Como ha dicho el Dodo, hay mucha estática ahí fuera. Y tengo la sospecha de que podrían ser sólo variantes del mismo rumor inicial. Salvo, quizás, aquellos que son claramente absurdos.

—Bueno, creo que, para empezar, podemos pasar por alto el rumor que dice que ayer noche Roger Dworkin hizo saltar la banca de Trump Taj Mahal jugando a los dados.

—¿Y el que dice que fue teletransportado desde el centro de convenciones a una nave espacial en órbita? -preguntó el Dodo.

—Estoy dispuesto a creerme ése -dije-. Resulta demasiado difícil encontrar a ese tipo con los métodos convencionales.

—Parece haberse escondido en una ratonera -comentó el Dodo, riendo entre dientes.

—Puede que tengas razón -dijo Al con una risita-. Cada vez se parece menos a John Galt y más a Elvis.

Después de almorzar, regresamos al centro de convenciones y nos separamos de nuevo. Acordamos que quien averiguase algo importante fuese en busca de los otros dos. Por eso, decidimos explicarnos mutuamente nuestras rutas previstas para la tarde.

Después de pasar una media hora en una presentación particularmente aburrida sobre criptografía, levanté la mirada y vi que Al me hacía señas desde la puerta. Estaba acompañada del Dodo y ambos parecían ansiosos.

—¿Qué sucede? -les pregunté cuando me reuní con ellos en la entrada.

—El Dodo ha encontrado a Fishhead -dijo Al-. Cuéntaselo, Dodo.

—Resulta que el amigo del amigo de Fishhead es Phlegman. Tuvo que irse muy pronto de la convención, pero el amigo de Fishhead sabe como podemos ponernos en contacto con él.

BOOK: Wyrm
12.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Silencio de Blanca by José Carlos Somoza
Spank or Treat by Tymber Dalton
Unexpected Love by Shelby Clark
Trauma Queen by Barbara Dee
Day's End by Colleen Vanderlinden
The Gilded Lily by Deborah Swift