Me tenían atrapado contra la máquina; todavía sujetaba el brazo del que sostenía la navaja, pero el otro me rodeaba la cintura con los brazos y apoyaba un hombro contra mi vientre. Di un fuerte tirón al brazo y lo solté, agarré ambas cabezas y las hice chocar una contra la otra con todas mis fuerzas. El que me tenía abrazado me soltó y cayó al suelo, agarrándose la cabeza con las manos mientras manaba sangre de la herida abierta. El de la navaja se alejó caminando por la calle con cara inexpresiva.
—¿Cómo diablos se llama eso? ¿Tae Kwon
Moe?
Al oír aquella voz, di un brinco de un metro por el aire, gracias a la adrenalina que corría por mis venas. Me volví.
—¡Jamaal! ¿Qué cono estás haciendo aquí?
—Podría hacerte la misma pregunta. Pero ya veo lo que estás haciendo. -Me miró fijamente y añadió-: ¿Estás en un lío?
Asentí con la cabeza.
Entonces resonaron unos gritos en la calle. Ambos nos volvimos y vimos que se acercaban otros cuatro
skinheads.
—Lárgate de aquí -dijo Jamaal.
—Pero…
—Nada de peros, amigo. Tú ya te has divertido. Déjamelos a mí.
Miré al más corpulento, que seguía en el suelo haciendo esfuerzos por vomitar. Fui corriendo a la esquina y paré un taxi. Eché una mirada atrás para ver si me perseguían. Vi que Jamaal ya había tumbado a dos de ellos y los otros dos se retiraban. Subí; el taxi se apartó del bordillo y se mezcló con el tráfico colocándose en un carril y obligando a los que iban más atrás a pisar el freno. Miré hacia el bordillo para ver si mi estómago seguía allí o sólo era una sensación. Pensando en ello, y tal como me sentía, probablemente me hubiera encontrado mejor sin él.
Mientras tanto, mi mente iba a toda velocidad. ¿Estaba mezclado Jamaal en todo esto? ¿Dworkin se había puesto en contacto con él? ¿O era sólo una increíble coincidencia? Me sacó de mi confusión el taxista, que me estaba preguntando adonde quería ir.
Era un taxista inusual en Nueva York, porque hablaba auténtico inglés, si éste era el término que correspondía al dialecto que se hablaba en Brooklyn. Hacía unos tres días que no se afeitaba y llevaba una colilla entre los dientes.
—¿Adónde, tío?
—Al aeropuerto de La Guardia.
—¿A La Guardia? ¿Y se
pué
saber adonde va?
—A California.
—
¡Califonnia!.
Qué bueno, ¿eh? Ojalá pudiera
imme yo,
a
Califonnia.
¿Tiene familia allí?
Giraba el volante de forma espasmódica, haciendo que el taxi cruzase tres carriles de golpe y levantando un coro de bocinas en los coches con los que había estado a punto de chocar.
—No, mi familia está aquí. Voy… a ver a unos amigos.
—¡Qué bueno! Pero vaya con
cuidao,
¿eh? ¿Ha visto todos esos
chiflaos
de la religión por los
aeropuetos?
Cuando llegó al carril que quería, aceleró a unos ciento diez kilómetros por hora. Sólo redujo la marcha por unos momentos para gritar una obscenidad a otro conductor que intentaba incorporarse a la circulación desde el bordillo. De hecho, lo peor de su manera de conducir era que me recordaba lo mucho que echaba de menos a Al.
—¿Qué hacen en los aeropuertos?
—Intentan ir a Tierra Santa. Los que tienen pasta ya han
ío.
Estos otros quieren
tenel-lo
para ir también. Creen que el mundo
sacaba
esta semana.
Volvió a subir la ventanilla. La había bajado para hacer gestos soeces a un taxi que iba por el carril de al lado.
—¿Y usted qué cree?
—¿Yo? pof, buena pregunta. Creo que si no
sacaba
esta semana, tengo que
volved
lunes a
conducí e joío
taxi.
Me aguanté las ganas de decirle que, teniendo en cuenta su forma de conducir, era una conclusión un tanto prematura.
Llegué a San Francisco sin ningún contratiempo, aunque me sentía muy paranoico porque aquellas seis horas habían sido demasiado tranquilas. No necesité la bolsa para devolver, puesto que ya tenía el estómago vacío y no vomitaba nada con las náuseas. Encontré el lugar que me había indicado Dworkin: una casa pequeña y vulgar, muy cerca del campus de la Universidad de California en San Francisco, más conocida por las siglas UCSF. Supuse que se aprovechaba de algún modo de su conexión al eje central de la red de la UCSF. Había un teclado numérico en la puerta. Marqué el nueve-nueve-siete-seis; la puerta se desbloqueó y entré. El lugar estaba limpio y ordenado, lo que me hizo pensar que Dworkin lo había previsto como reserva, pero nunca lo había usado. Encontré las escaleras que conducían al sótano y bajé, como me había indicado. Había una sola estancia cubierta de paneles de pino. La mayoría del espacio estaba ocupado por un equipo de aspecto misterioso. Cerca, había un ordenador. Lo encendí y me puse de nuevo en contacto con Dworkin a través de Ajenjo, como antes.
—¿Qué debo hacer ahora?
—La verdad, afeitarte la cabeza.
—¿Porqué?
—La matriz de SQUID del casco es muy sensible, pero es importante tener el mejor contacto posible.
—¿La matriz de SQUID?
—Quiere decir «dispositivos de interferencia superconductores cuánticos».
—En realidad, ya lo sabía. Creía que era un generador de hologramas máser.
—Esa es la salida. La entrada la realizarás a través de diminutos impulsos eléctricos de tu cerebro, que son detectados por los SQUID.
Subí al lavabo, donde encontré las tijeras, las pinzas
y
la navaja de afeitar que Dworkin había mencionado. Tardé más de lo que pensaba porque tuve que parar por culpa de las náuseas. Cuando terminé, estaba pelado como una bola de billar.
—Muy bien, ya lo he hecho. Ahora, ¿qué?
—Tienes que ponerte una inyección.
—¿Qué?
—Tienes que tomarte una droga que protegerá tu sistema nervioso central de… determinados efectos adversos. Es un derivado de una toxina de la pina. No necesitaba preguntarle por esos efectos tras haber visto a Seth Serafín.
—¿Quieres que me inyecte una toxina?
—El derivado de una toxina. No te hará ningún daño… probablemente.
—¿Probablemente?
—Bueno, si te inyectas una cantidad excesiva, podría dejarte paralítico. Pero no vas a tomar demasiada; hay un equipo de autoinyección con la dosis correcta preparada en un pequeño frigorífico que está en un rincón.
No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que no me decía toda la verdad. Sin embargo, no había elección. Encontré las jeringuillas y algodones con alcohol. Tengo entendido que en algunos estados donde la pena de muerte se administra mediante una inyección letal, es habitual limpiar con alcohol el lugar en el que se va a poner la inyección antes de administrar la sustancia mortífera. No pude evitar este pensamiento mientras me pasaba el algodón por el brazo; tenía la esperanza de que aquella precaución no fuese igual de inútil.
—Cada dosis dura unas ocho horas. Si permaneces conectado más tiempo, tienes que volver a inyectarte.
—Muy bien. Ahora, ¿qué?
—Siéntate en el sillón y ponte el casco en la cabeza. Recibirás una serie de mensajes de calibración indicándote que muevas un miembro o sacudas otro. Todo el proceso tardará una hora y media en total. Luego podré hablarte a través del NIL.
Empecé a seguir sus instrucciones. Luego volví al ordenador.
—No hay ninguna pantalla en el casco.
—Está bien. Este equipo envía las imágenes directamente a tu córtex óptico. Todo lo que tienes que hacer es cerrar los ojos. Si abres los ojos, se produce una desconexión automática que interrumpe la entrada de vídeo.
Volví al equipo y me ajusté el casco. Me recosté y cerré los ojos. La rutina de calibración duró mucho rato, pero aquello no era muy sorprendente, ya que el sistema estaba construyendo básicamente un mapa detallado de mi córtex cerebral.
La cara de Dworkin o, para ser exactos, la del enano, apareció ante mí con su ya familiar sonrisa desdentada.
—¿Cómo te sientes?
—Hasta ahora, bien -contesté mientras aparecía el trasfondo. Era mucho más detallado y realista que los gráficos que había visto en la pantalla. Y en tres dimensiones.
—¿Ahora tengo alguna habilidad especial?
—Estás en modo timón -contestó, sonriendo aún más.
Me miré y vi que tenía el cuerpo metido en una armadura dorada que parecía brillar.
—Cuando mi personaje murió, descubrimos que no podía ir a ningún sitio donde no hubiese estado ya mientras vivía. Supongo que ahora me he liberado de esa limitación.
—Sí.
—Bien. Entonces, ¿adonde vamos?
—A buscar Eltanin.
—¿Sabes dónde está?
—No. Ya te he dicho que todo eso lo creó el propio programa.
—¿Y no puedes hacer que nos diga dónde está?
—Antes, eso habría sido pan comido. Ahora creo que sólo avisaríamos a nuestro adversario de que estamos haciendo algo importante.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hay de mí? ¿Mi tipo de conexión no va a activar unas cuantas alarmas?
—Es posible. Es un riesgo que debemos correr.
Muy tranquilizador.
—¿Existe alguna manera de averiguar si los otros jugadores están conectados?
—Sí. Puedes comunicarte con ellos y viajar directamente a donde se encuentran, si quieres.
—Tal vez deberíamos hacerlo. Por cierto, ¿conoces algo en el ciberespacio llamado el Gran Sello?
Se rascó su peluda cabeza.
—No, no lo conozco. ¿Es importante?
—Es una pista sobre la localización de Eltanin.
—Hummm… Espera un momento. Haré una búsqueda rápida a ver si hay algo así en Internet. Veamos: Gran Bola de Fuego, Gran César, Gran Scott… Aquí hay algo llamado Gran Sello de Estados Unidos.
—No suena muy prometedor.
—Espera un momento, me suena de algo… ¡Ya lo creo! ¿Has leído la trilogía
Illuminatus?.
—Creo que sí, en el instituto.
—¿Y recuerdas aquel fragmento en que una persona misteriosa da a Thomas Jefferson el diseño del Gran Sello de Estados Unidos?
—Lo recuerdo de forma muy vaga. Se supone que aparece en el billete de un dólar, ¿no?
—Sí. ¿Llevas uno encima? Espera, no interrumpas la conexión, te enviaré un gráfico.
Apareció unos segundos después. Era el reverso de un billete de un dólar, que mostraba el Gran Sello: el ojo en la pirámide.
—¡Está en la pirámide!
—¿Qué pirámide?
—No estoy seguro, pero apuesto a que está en el zigurat de Babilonia.
—¡Ve a buscarlo! No, espera. Antes de ir allí, ve a este otro sitio…
—Me dio una dirección telnet-. Encontrarás algo que debería ser de ayuda para ti.
Dworkin me enseñó cómo usar mis nuevas habilidades para
plegar
el ciberespacio. Resultó que podía ir dilectamente a cualquier sitio, siempre y cuando supiera la dirección telnet.
—¿Cómo vas a venir? -le pregunté-. ¿O existe una manera de que pueda llevarte conmigo?
—Puedes llevar contigo a cualquiera, pero ahora no puedo acompañarte. Estarás solo, al menos durante un tiempo. Seguiremos en contacto. Pero no me llames de nuevo por mi nombre en Internet.
—¿Cómo quieres que te llame?
—Llámame Ptah.
Me materialicé a la entrada de una caverna que conducía al interior de lo que parecía un volcán en actividad. De allí procedía un lejano tintineo, como de metal contra metal. Seguí el sonido, que era cada vez más intenso, hasta que pensé que podía lesionarme los tímpanos. Entonces recordé que mis tímpanos no estaban afectados en absoluto; todo sucedía en mi cerebro.
El ruido era realmente ensordecedor cuando me acerqué a la entrada de una vasta cámara natural. Además del ruido, de la abertura emanaba un brillo rojizo. Pensé que quizás había llegado al centro del volcán. Sin embargo, cuando me asomé con cautela, vi que la luz se originaba en una enorme fragua. Tres gigantes rodeaban un yunque del tamaño de una casa, y lo golpeaban con unos martillos que hubieran podido hacer pedazos una montaña. La parte superior del yunque estaba demasiado alta para que pudiera ver lo que estaban forjando. Mi primer impulso fue el de retroceder, pero uno de ellos se volvió y me miró. Tenía un solo ojo en la frente. Las expresiones faciales de los cíclopes son un poco difíciles de interpretar (¿tiene la ceja arqueada o ceñuda?), pero parecía haberme reconocido. Se volvió hacia sus hermanos y bajaron los martillos. Fueron a un extremo de la caverna, agarraron la pared de roca y empezaron a empujar. Por unos momentos, pensé que intentaban derrumbar el techo de la caverna sobre nuestras cabezas; sin embargo, la pared empezó a retroceder ante su fuerza combinada. Siguieron empujando hasta que dejaron al descubierto la entrada a otra cámara. Desde donde yo estaba no podía ver nada del interior, pero el brillo que ahora surgía de allí no era rojizo, sino dorado.
Mientras los otros dos gigantes le observaban, el que me había reconocido cruzó la abertura. Pocos momentos después, salió y se aproximó a mí. Se arrodilló, abrió la mano y me ofreció el objeto que sostenía. Era una espada en una vaina.
Sobre su palma de gigante, la espada parecía ridículamente pequeña; en proporción, era del tamaño de un palillo. Sin embargo, cuando la recogí, vi que sus dimensiones eran perfectas para mí. La desenvainé un poco y la hoja casi me cegó (entonces, recordé de nuevo que mis órganos sensoriales no se veían afectados por todas aquellas experiencias). Tenía el resplandor de un rayo congelado.
Llegué al pie de la pirámide de Babilonia, vi la entrada y a un monje muy gordo que estaba sentado sobre un muro. Me miró, abrió mucho los ojos, como sorprendido, y cayó al suelo. Intenté atraparlo antes de que chocara contra el firme, pero lo hice demasiado tarde y se estrelló con un fuerte crujido; En efecto, no un golpe sordo, ni siquiera un ruido húmedo, sino un crujido. Corrí a su lado y vi que su figura ovoidal no se debía al exceso de grasas, después de todo; se trataba de una especie de huevo y se le había quebrado la cáscara. En el interior, sin embargo, no había ninguna yema con su clara, sino que una cosa roja y escamosa empezaba a asomar entre las grietas. ¡Humpty Dumpty tenía una cría!
Mientras observaba, la criatura aumentó la mayor de las grietas y salió al exterior. Era una pequeña serpiente alada. Pensé que resultaba bastante mona… durante una fracción de segundo; de súbito, empezó a hincharse hasta que alcanzó proporciones monstruosas. Me hizo retroceder y se abalanzó sobre mí con una boca llena de largos colmillos. Me eché a un lado y desenvainé la espada que me había dado el cíclope. Le di un tajo en el costado que tenía al descubierto. El arma penetró con facilidad a través de sus escamas, lo que produjo un olor a carne quemada.