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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (71 page)

BOOK: Wyrm
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—¿Has oído un eructo? -preguntó George, que avanzaba hacia una columna de humo, pensando que podía ser algún tipo de señal.

—Sí que he oído un ruido -contestó el caballo-. Parecía venir de la misma dirección que el humo.

—Más motivo aún para investigar -sugirió Ludovico. Como no habían encontrado la manera de sacarlo del casco, George se lo había vuelto a poner en la cabeza.

Unos minutos más tarde, llegaron al lugar del humo; parecían ser los restos chamuscados de un pájaro gigante.

—¡Oh, no! Parece que era Robin -dijo George.

—¿Está muerta? -preguntó Ludovico.

—Bueno, seguro que no se ha consumido pensando en los fiordos, o de donde quiera que sea originaria.

—¿Tienes mirra? -preguntó Bayard.

—¿Mirra? No, pero llevo incienso.

—Servirá. Arrójalo al fuego.

—¿Por qué?

—Sólo hazlo, ¿vale?

—¿Por qué no? -dijo George, encogiéndose de hombros-. En cualquier caso, es tarde para darlo como regalo de Navidad.

Desmontó, se acercó al fuego y arrojó un manojo de polvo resinoso a las llamas, que volvieron a elevarse con renovada furia. Al cabo de unos segundos, el cadáver había quedado reducido a cenizas.

George se aproximó a los restos y algo le llamó la atención. Desenvainó la espada y removió las ascuas hasta que apareció el gorro de las tinieblas que Robin llevaba. Era incombustible. Entre las cenizas había también un objeto ovoidal, del tamaño de un grano de uva. Con la punta de la espada, lo hizo rodar fuera del montón cenizas y lo tocó con la punta de los dedos. Con sorpresa, comprobó que estaba frío. Guardó el objeto ovoide y la gorra en un bolsillo de la silla de Bayard.

Yo no estaba seguro de cómo había llegado el Dodo al casco de George, pero era la menor de mis preocupaciones en aquel momento.

—George, se me ha ocurrido una idea.

—Oh-oh.

—Cállate -dije, y les expliqué a ambos lo que había pensado y lo que quería que hiciesen.

George se mostró escéptico, pero al Dodo le entusiasmó.

—Sí, creo que puede funcionar. Es una idea brillante la verdad… Eres Engelbert, ¿verdad?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Intuición.

—¿Te das cuenta de que encontrar lo que necesitamos puede costar una eternidad? -preguntó George-. Y es una estimación conservadora.

—¿Qué te parece si te reduzco el ámbito de la búsqueda? Tiene que estar en Goodknight.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—He estado pensando en lo que ha sucedido. El sistema de inmunidad de Wyrm no está en MABUS/2K, ya lo he comprobado. Tiene que estar en Goodknight, porque fue en él donde encontramos los códigos 666.

—Entonces, ¿cómo lo consiguió?

—Debe de haber algo en el software de OCR, una especie de semilla de dragón. Apuesto a que, si lo compruebas, encontrarás un archivo comprimido.

—¡Venga ya! No puedes comprimir hasta ese límite todo un sistema inmunitario.

—El sistema de inmunidad no está en el software de OCR en su totalidad; sólo está el proceso desencadenante. El sistema tiene que estar oculto en MABUS/2K. Creo que tiene que ser así, puesto que me parece que ya sé por qué Wyrm ocupó todo vuestro ordenador.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Creo que lo configuró como otro host, quizá como sistema de seguridad de los otros cinco.

—Pero, ¿por qué?

—Porque es un superordenador que ejecuta MABUS/2K, y no es una combinación habitual. Si puedes echar un vistazo y ver cómo está estructurado el kernel, tendrás una pista para diseñar un programa que haga exactamente lo que necesitamos.

—Vale, pero hay un problema. Estoy encerrado en Cepheus con todos los demás.

—¿Y qué? ¿No puedes localizar a nadie en el SAIL?

—¿Para hacer qué? ¿Les digo que conecten Goodknight a Internet?

—¿Tienes una idea mejor?

—No -admitió-. Sólo espero que Jason no esté allí.

—¡Maldición, se nos acaba el tiempo! ¿Podrás hacerlo?

—Mira, quizá no sea el mejor programador del mundo ni el más rápido, pero soy mejor que el más rápido, y más veloz que el mejor. ¿No vas a ayudarme?

—Sí. Déjame ver tu espada.

—¿Por qué? -preguntó mientras desenvainaba la navaja de Hanlon.

—Para que pueda proporcionarte el código fuente. Puede ser útil para el programa que vas a escribir.

Mientras George bajaba el código fuente; a su terminal, utilicé a Eltanin para localizar a Dan Morgan. Estaba acompañado de Logan. Los traje a ambos a nuestra posición.

—George, explica a estos chicos lo que está pasando. Pueden ayudarte.

—Supongo que esto quiere decir que no te quedarás para ayudarme a escribir el programa.

—Me gustaría hacerlo, pero tengo otra cosa pendiente.

—¿Qué?

—Algo que me has recomendado hacer en varias ocasiones, George.

—¿Ah, sí? ¿Qué?

—Me voy al infierno.

George buscó algo en la silla de montar. Sacó un sombrero que parecía aún más ridículo que el casco y me lo arrojó.

—Toma, quizá lo necesites.

—¿Qué es?

—El gorro de las tinieblas. Te hace invisible. Y tal vez esto te sirva también.

Me dio un objeto que se parecía mucho a Eltanin, aunque era de forma un poco ovoidal.

—No sé lo que es -reconoció-, pero tengo el presentimiento de que es importante.

—Gracias -dije. Creé otra ventana y, al cruzarla, exclamé-: Dile a Al que te ayude también.

17

En el vientre de la bestia

Luego vi a un Ángel que bajaba del cielo y

tenía en su mano la llave del Abismo y una gran cadena.

Dominó al Dragón, la Serpiente antigua-que es el Diablo

y Satanás- y lo encadenó por mil años.

APOCALIPSIS 20,1

Había estado pensando en lo que dijo el gato, «Nos veremos en el infierno», y comprendí que estaba hablando como si el infierno fuese un lugar real o, por lo menos, virtual.

Intenté plegar el ciberespacio para ir directamente al infierno, pero no funcionó porque no conseguí visualizarlo con Eltanin, a pesar de las palabras de Dworkin. Al parecer, Wyrm hacía algo que ni siquiera Dworkin había previsto, lo que era muy inquietante. Así, mi ventana, en lugar de ponerme ante las puertas infernales, me dejó frente a una gárgola de granito que se hallaba en medio de una llanura yerma.

La gárgola me miró y me preguntó:

—¿Intentas salvar el mundo?

—Bueno, pues sí, la verdad -contesté, un tanto perplejo-. ¿Por qué me lo preguntas?

Hizo un gesto y se abrió el terreno a nuestro lado. Emergió una ancha senda empedrada que parecía descender a las entrañas de la tierra.

—El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones -dijo, con una sonrisa espantosa.

La mayoría de las criaturas que encontré en el camino al infierno se apartaban y huían de mí, pero tuve que luchar contra algunas antes de que me acordase de ponerme el gorro de las tinieblas. A partir de entonces, el recorrido fue más tranquilo. Por fin, llegué a mi destino: unas puertas adamantinas, tan altas como la eran pirámide y cubiertas con bajorrelieves que describían los tormentos de los condenados. Ante las puertas había un perro que podría haber tomado por un
rottweiler
de no ser porque tenía unos seis metros de altura y tres cabezas, que se volvieron hacia mí a pesar de mi supuesta invisibilidad.

—¡Vaya, has bajado en la parada equivocada! -comentó la cabeza central con sequedad.

La izquierda soltó una carcajada que era como un resuello, y que me recordó los perros de los dibujos animados como Pulgoso. No era un sonido tranquilizador.

—Muy buena, Be -dijo con voz zumbona.

—A ti todo te parece divertido, Cer -dijo la cabeza derecha, que parecía menos divertida-. Mirad, dejaos de historias y vamos a comérnoslo.

—Sólo hace una hora que hemos comido, Ro -replicó la cabeza central-. Intentad pensar en algo distinto a la comida para variar. ¿Qué haces tú con eso?

La pregunta iba dirigida a mí porque estaba desenvainando mi espada.

—Creo que la voy a necesitar, ya que supongo que no me dejaréis pasar.

—Puedes envainarla -contestó la central-. Estamos aquí para impedir que la gente salga, no que entre.

—Entonces, ¿puedo entrar?

—Yo no he dicho eso. He dicho que no vamos a impedírtelo. A menos que Ro tenga mucha hambre, claro. Si puedes entrar o no es tu problema.

—Muy bien.

Volví a envainar la espada, pero dejé los dedos cerca de la empuñadura; la cabeza derecha parecía observarme con creciente apetito. Me acerqué a las gigantescas puertas. No veía ninguna manija, pomo, picaporte, campanilla, cadena, ni nada parecido. Intenté empujar las puertas, pero no se movieron.

—¡Abrios! -exclamé.

La cabeza izquierda del perro, la que llamaban Cer, parecía pensar que todo esto era muy divertido. Por supuesto, no sucedió nada.

—Sí, muy gracioso -dije-. ¿Sabéis cómo puedo entrar?

—Por supuesto -contestó la cabeza central. Esperé, pero no añadió nada más.

—¿Y si me das una pista?

Pareció que reflexionaba.

—Muy bien, pero sólo una. Hay más puertas de las que puedes ver. Por cierto…

—¿Qué?

—Me encanta tu sombrero.

La cabeza izquierda soltó otra risotada. Me quité el gorro y lo metí en el cinto.

Muy bien, entonces había puertas secretas. Aquello era bastante sencillo; tenía un gran buscador de puertas secretas. Sostuve en alto a Eltanin y dije:

—Muéstrame la entrada.

Lo que me mostró fueron muchas entradas, o eso parecía. La escena que se veía en la bola nacarada mostraba numerosas puertas, cada una con una especie de portero diabólico. Mientras observaba, los demonios abrían y cerraban sus puertas, aparentemente al azar. Probé a usar a Eltanin para transportarme a aquellas puertas, pero permanecí en el mismo sitio. Era desconcertante. Pensé en ello varios minutos hasta que se me ocurrió una idea.

Había hecho algunos experimentos para utilizar a Eltanin como una especie de microscopio. Amplié la imagen de la gran puerta que había frente a mí, hasta que encontré lo que estaba buscando. Las puertas habían estado frente a mí todo el tiempo, pero eran demasiado pequeñas para ser vistas. Luego encontré la manera de reducir mi tamaño hasta que me permitiera cruzar la diminuta entrada. Al parecer, disponía de más habilidades en modo timón de las que podía emplear en un millar de años. Claro que no tenía tanto tiempo.

Con mi nueva estatura, encontré que podía ver las moléculas de aire revoloteando a mi alrededor. No sabría explicar cómo podía respirar. Cuando una molécula muy rápida se acercaba a una puerta, un diablillo la abría y la dejaba entrar. Las más lentas podían rebotar en las puertas cerradas.

Me acerqué a uno de los diablillos y dije:

—¿Cómo puedo entrar?

Me miró con ojos diminutos y saltones.

—Si quieres entrar, pasa deprisa. Nuestro trabajo consiste en dejar pasar las moléculas rápidas y dejar fuera las lentas.

—¿Porqué?

—Se supone que en el infierno hace mucho calor -explicó, encogiéndose de hombros-. Es un motor de entropía negativa.

Seguí su consejo. Me elevé y volé velozmente hacia la entrada. Durante un segundo, pensé que el jodido diablillo iba a permitir que me estampara contra la puerta, pero en el último momento la abrió y conseguí entrar.

Las moléculas de aire circulaban mucho más deprisa al otro lado de la puerta, desde luego; algunas rebotaron contra mí antes de que pudiese recuperar mi tamaño normal. Cuando lo hice, lo primero que noté fue el calor. En comparación, el ambiente dentro de un horno parecía una brisa estival. Lo siguiente fueron los gemidos, gritos y sollozos, que resultaban casi insoportables. Por todas partes podía ver las almas de los condenados. También veía por doquier los anillos de una monstruosa serpiente, que se extendía por arriba, por abajo y a través de todos los lugares, a menudo enrollándose alrededor de los cuerpos de los réprobos, muchos de los cuales se retorcían de agonía, atrapados por la Bestia.

Bajé al suelo, pero me arrepentí enseguida, porque estaba tan caliente que me quemaba los pies, incluso a través de mis botas doradas. Me preparé para elevarme otra vez, pero antes de que pudiera hacerlo se aproximó un enorme diablo. Era mucho más alto que yo; unas grandes alas salían de sus hombros, como dos bueyes sujetos a un yugo, y sostenía una maza dentada del tamaño de un tronco de árbol en uno de sus brazos, que eran excesivamente musculosos. Parecía haber consumido anabolizantes suficientes para abastecer la NEL, el concurso de Mister Universo y el equipo ruso de halterofilia durante los próximos diez años. Si el infierno tenía un gorila, era éste. Se detuvo a unos cuatro metros de mí y se quedó plantado, con las piernas separadas y sopesando su maza, como si esperase que yo fuera a por él.

Alargué la mano hacia la espada, pero vacilé. Podía ser una buena ocasión para utilizar la magia de las palabras que Dworkin me había enseñado.

Utilicé a Eltanin para invocar el nombre de la criatura que tenía enfrente. El orbe me informó de que era un matador infernal. Pensé en los consejos de Dworkin, y decidí que podía gestionar energía suficiente para realizar dos operaciones: una inversión de letras y una eliminación. Desde luego, mi intención era permanecer dentro de mi límite. Seleccioné las letras que quería eliminar y alterar y, con mucha cautela, abrí un canal y arrojé el flujo energético hacia Eltanin. Al principio, parecía que no iba bien, por lo que amplié el canal y aumenté el flujo de energía, hasta que, de pronto, el flujo pareció penetrar en el orbe, como si estuviera acumulándose. En el instante siguiente, un chorro de energía brotó de Eltanin hacia el matador infernal y formó por unos instantes una niebla azulada y brillante que lo rodeó por completo; luego, desapareció.

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