—¡No es lo mismo! —protestó el colono.
—No te lo parece a ti, porque lo ves desde tu nivel —sentenció el fraile—. Las necesidades humanas dependen de sus costumbres, y no entiendo por qué hemos de cambiar tales costumbres obligándoles a tener nuevas necesidades.
—Porque se supone que hemos venido a civilizarlos.
—Empiezo a creer más bien que a lo único que hemos venido es a robarles su oro y su libertad sin ofrecerles a cambio más que vanas promesas en una salvación eterna en la que incluso los que, como yo, más fe tenemos, en ocasiones dudamos.
Deogracias Buenaventura no pudo por menos que tirar de las riendas y detener los caballos para volverse a observar con mayor atención al de Sigüenza.
—¿En verdad sois franciscano? —inquirió con un cierto aire de sospecha—. Porque ni vuestro hábito, ni vuestra forma de hablar me lo parecen.
—El hábito es prestado —admitió el otro—. Pero la forma de pensar es muy mía. Si Francisco de Asís nos enseñó que debemos tratar como hermanos a los animales, pues también son criaturas de Dios, ¿cómo no hacerlo con estos indígenas que se encuentran en el más puro estado de la creación? Así éramos todos en un principio.
—¿Acaso os igualáis a ellos? —se escandalizó el colono.
—¡No, por Dios! —se apresuró a protestar el buen fraile—. Ni mi alma ni mi pensamiento serán nunca tan puros como los de quienes han hecho de su comunión con la Naturaleza la esencia de su forma de vivir. Yo en estos momentos me siento infeliz por el simple hecho de vestir una túnica blanca y no un hábito marrón, y tengo el corazón lleno de ira contra un hermano en la fe, que además era mi amigo. ¿Cómo podría compararme a ellos con semejantes cargas en mi conciencia?
—A fe que sois increíble, padre —masculló el cabrero—. Pero os suplico que no continuéis con semejante charla, o aquí el amigo Deogracias detendrá tantas veces su tartana que no llegaremos nunca a Santo Domingo.
—¿Y qué os lleva allí con tanta prisa, si puede saberse? —inquirió el citado Buenaventura un tanto amoscado.
—Salvar un alma —se apresuró a replicar el religioso con marcada intención—. Y si fuera posible, un cuerpo al propio tiempo.
—No os comprendo.
—Ni falta os hace —fue la áspera respuesta—. Los cien maravedíes son por el transporte, pero si pretendéis recibir lecciones de ética, deberíamos ajustar un nuevo precio.
Se diría que allí concluía el viaje, pues el dueño del carromato hizo intención de obligarles a apearse en el acto, pero
Cienfuegos
intervino conciliador golpeándole afectuosamente el antebrazo.
—¡Tranquilizaos y no se lo toméis en cuenta! —suplicó—. El haber sido nombrado consejero privado del Gobernador Ovando ha puesto al padre Bernardino un tanto nervioso.
—¿Consejero privado del Gobernador? —repitió el otro agitando incrédulo la cabeza y a todas luces impresionado—. ¡No es posible!
—¡Pues lo es! —insistió el canario con firmeza—. Y Gran Inquisidor para mayor abundamiento. ¿O es que acaso no habéis oído hablar del proceso que siguió el Santo Oficio contra esa tal Mariana Montenegro?
—Sí —se apresuró a aceptar el otro con un tono muy distinto, al oír hablar de la odiada «Chicharra»—. ¿Acaso pretendéis hacerme creer que…?
—No pretendo haceros creer nada —le interrumpió el gomero con una velada amenaza en la voz—. Pero podéis estar seguro de que una palabra suya y no volvéis a ver la luz del sol en años. ¡Así que andando!
—¡San Juan me valga! —se santiguó el colono haciendo chasquear el látigo para que las bestias avivaran el paso—. ¿Cómo podía yo imaginar que alguien así pudiera ser el mismísimo Inquisidor en persona?
—¿Qué pretendéis decir con eso de «alguien así»? —quiso saber el franciscano visiblemente molesto.
—Alguien… «tan sencillo» —balbuceó el otro sin atreverse a mirarle—. Siempre imaginé que los inquisidores eran mucho más…, digamos, «altivos».
—«Digamos» —aceptó el fraile como dando por concluida la charla—. ¡Y arrear a esos caballos que el tiempo apremia y el camino es largo!
A primera hora del día siguiente avistaron al fin Santo Domingo, y el canario se apeó frente a la «Taberna de los Cuatro Vientos» mientras el franciscano se encaminaba al convento en compañía del apabullado Buenaventura que no había vuelto a abrir la boca.
Pero lo único que hizo
Cienfuegos
en la taberna fue inquirir por el paradero de su viejo amigo, Vasco Núñez de Balboa, a quien al fin encontró dormitando en un bohío de la playa, más flaco y andrajoso aún que de costumbre.
—Veo que la fortuna continúa sin querer sonreíros —fue lo primero que dijo tras abrazarle con afecto—. Tenéis mal aspecto.
—Lo que tengo es hambre —fue la honrada respuesta—. Hace semanas que no me alimento más que de frutos silvestres, cangrejos y algún que otro pulpo, y no son manjares que satisfagan a un caballero extremeño.
—¿Extremeño? —se sorprendió el cabrero—. Siempre creí que erais andaluz. De Jerez.
—De Jerez de los Caballeros, no del otro —se apresuró a responder molesto el que habría de ser descubridor del océano Pacífico—. Gracias a Dios existen diferencias.
—Nada más lejos de mi intención que ofenderos —bromeó
Cienfuegos
—. Vamos a comer algo, que necesito vuestra ayuda.
—Difícil empeño es ése —sentenció el extremeño al concluir un copioso y bien regado almuerzo, y acomodarse a fumar uno de aquellos gruesos tabacos a que tan aficionados se habían vuelto la mayoría de los españoles afincados en la isla—. ¡Y harto peligroso! Debo recordaros que una cosa significa enfrentarse a la Santa Inquisición, a la que aborrezco, y otra muy distinta desafiar a un Gobernador que representa a la Corona. Tratar de libertar a esa Princesa se me antoja un acto de traición, y yo puedo ser un borrachín muerto de hambre, capaz de vender su primogenitura por un plato de lentejas, pero nunca un traidor, tenedlo por seguro.
—No os estoy pidiendo que colaboréis en ningún tipo de traición, sino que me ayudéis a mover los hilos que puedan conducir a la pacífica puesta en libertad de Anacaona —puntualizó
Cienfuegos
remarcando las palabras—. Alguien habrá en Santo Domingo capaz de influir sobre Ovando y hacerle comprender que cometerá un trágico error si la ejecuta.
—Sin duda debe haberlo —admitió Balboa notoriamente más tranquilo—. Aunque sabido es que el Gobernador es tan testarudo, que ni siquiera el naufragio de la Gran Flota le hizo cambiar. Habría que buscar entre sus colaboradores más cercanos, aunque, por desgracia, un tipo tan miserable y desprestigiado como yo, poco acceso tiene a esos círculos.
—Me parece injusto que os menospreciéis de esa manera —protestó el canario—. Sois un hombre inteligente que ha demostrado sobradamente su extraordinario valor.
—Hasta el momento tan sólo he demostrado ser un lunático extravagante con más delirios de grandeza aún que los centenares de lunáticos extravagantes que pululan por la isla, amigo mío —dogmatizó el extremeño con absoluta naturalidad—. A nadie más que a mí se le ocurre tirarse al mar a destripar tiburones sin saber nadar, y a nadie más que a mí se le ocurre emborracharse a todas horas sin darle un sentido a su vida. —Lanzó al aire una densa columna de humo que observó impertérrito para añadir en el mismo tono monocorde—: Soy un auténtico desecho de caballero español y no me llamo a engaño.
—Creo que exageráis.
—Corto me quedo y lo sabéis. Nadie me aprecia, excepto Vos, y a punto estoy de ir a la cárcel, y con razón, por culpa de mis deudas y pendencias.
—Pues cambiad.
—Ya lo hago —rió el otro socarrón—. Lo hago cada mañana, para volver a ser el mismo cada noche. —Le apuntó con el grueso cigarro, y añadió—: Pero sé quién podría llegar a esas personas con ascendiente sobre Ovando, aunque en estos momentos no se encuentre en la cumbre de su gloria: el Capitán Ojeda.
—¡Ojeda! —no pudo evitar exclamar
Cienfuegos
dando un respingo—. ¿Queréis decir que el gran Alonso de Ojeda está aquí, en la isla?
—Hace pocos días que salió de la cárcel.
—¿La cárcel? —repitió el gomero, ahora sí que en el colmo del estupor—. Nunca imaginé que un hombre tan extraordinario como él pudiera ir a la cárcel.
—Es una historia bastante confusa, y hasta cierto punto divertida —replicó el otro haciendo un gesto al tabernero para que sirviera una nueva jarra de vino—. Al parecer en Sevilla se asoció con un par de sinvergüenzas que prometieron financiarle una pacífica expedición a tomar posesión de una provincia de «Tierra Firme» de la que los Reyes le han nombrado Gobernador, aunque por lo visto desde el primer momento se dedicaron a saquear cuanto encontraban a su paso, maltratando a los indígenas y violando a sus mujeres. Lógicamente, Ojeda no podía consentirlo, por lo que dio fin a la expedición confiscando el botín y poniendo proa a Santo Domingo. Sin embargo, los muy canallas organizaron un motín, lo cogieron preso y lo cargaron de cadenas. —Balboa se rió como si estuviera viendo la escena—. La noche que fondearon frente a la costa, Ojeda se deslizó hasta el agua pretendiendo llegar a nado a la playa y avisar a las autoridades, aunque no calculó el peso de sus cadenas y se fue al Fondo.
—¡No es posible!
—¡Como lo oís! Por suerte, uno de sus fieles, que le estaba ayudando, comenzó a dar gritos, y entre varios consiguieron rescatarle, aunque estuvo devolviendo agua casi una hora. ¿Os imagináis? ¡Ojeda, que nunca bebió más que vino…! Total, que sobrevivió para ver cómo le acusaban de apropiación indebida y le obligaban a pasar dos meses en la cárcel. No obstante, ya todo se ha aclarado, y los que están ahora a la sombra son los otros.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el canario—. ¡Curiosa historia!
—Lo peor del cuento estriba en el hecho de que, como suele suceder con tanto pleito, jueces y abogados, el oro se esfumó y ahora andan todos en la más negra miseria. —Chasqueó la lengua con admiración—. Aun así, Ojeda sigue siendo el hombre más querido y respetado de la isla. —Hizo una significativa pausa—. Y por lo que tengo oído siempre fue el gran amor de Anacaona, o sea que le imagino dispuesto a hacer cuanto esté en su mano por ayudarla.
—¿Dónde puedo encontrarle? —quiso saber el gomero.
—No creo que resulte difícil averiguarlo —señaló Balboa—. Pero antes debemos dar buena cuenta de lo que queda en el fondo de esta jarra…
Caía la noche cuando golpearon el quicio de una humildísima choza de adobes y paja cuya puerta no estaba cubierta más que por una sencilla cortina de cañas, que se entreabrió al poco para mostrar el rostro de una indígena de enormes ojos expresivos cuyos rasgos hablaban de una exótica belleza poco común que había comenzado a marchitarse con excesiva rapidez.
—¿El Capitán Ojeda? —inquirió
Cienfuegos
seguro de haberse equivocado, pues resultaba absurdo que allí pudiese habitar un noble castellano mundialmente famoso.
—¡Está muerto! —respondió una bronca voz desde el interior sin darle tiempo a la mujer a abrir la boca—. Muerto y enterrado.
—¡Vamos, Capitán, dejaos de sandeces! —exclamó Vasco Núñez de Balboa sin poder evitar una divertida sonrisa—. Todo el mundo sabe que sois inmortal.
—¡Balboa! —La voz sonó alarmada—. ¡Dios me asista! Estoy más muerto aún si cabe. Es más, me devoraron los tiburones que no acabaron con Vos en mala hora.
—No vengo a pedir dinero —protestó el extremeño.
—¡A otro perro con ese hueso!
—¡Os lo juro! Sólo vengo acompañando a alguien que tiene mucho interés en conoceros: es el esposo de
Doña Mariana Montenegro
; el tal
Cienfuegos
, al que llaman
Brazofuerte
.
Se escuchó una exclamación de asombro y al poco la cortina se abrió de golpe para que a la escasa luz se recortase la minúscula silueta del famoso capitán conquense, bravo entre los bravos y el mejor espadachín de su tiempo, quien se puso de puntillas para observar de cerca el rostro del gigante pelirrojo.
—¡Luego existe! —exclamó alborozado—. ¡Virgen Santa! ¡Jamás lo hubiera creído!
Hizo un gesto invitándoles a pasar, y tras acomodarse sobre la gastada esterilla de cañas que componía casi todo el mobiliario de la vivienda, alargó la mano para rozarle la barba y cerciorarse de que el recién llegado era de carne y hueso, y no una simple alucinación sin consistencia.
—¡Tantos años oyendo hablar de Vos, sin llegar a creer que fuerais real, y en verdad lo sois y estáis aquí, en mi propia casa!
—¿Por qué no habría de serlo? —Se sorprendió el gomero.
—Demasiado perfecto por lo que contaba
Doña Mariana
, pero antes que nada decidme cómo se encuentra.
—No muy bien si he de seros sincero —admitió
Cienfuegos
—. Le han ocurrido demasiadas desgracias, y a ello se une ahora lo de Anacaona.
—¿Qué le ha sucedido a la Princesa? —se alarmó Ojeda—. ¿Acaso Ovando…?
—…se ha apoderado de ella a traición, y temo que tenga intención de ahorcarla —completó la frase el gomero.
—¡Bastardo…! —Resultaba evidente que la noticia indignaba al valiente capitán—. Siempre temí lo peor de esa «Visita de Cortesía», pero no quería creer que se atrevería a tanto.
—Pues se ha atrevido. Y si los vientos no cambian, lo más probable es que esté aquí mañana. Es por eso por lo que me he atrevido a molestaros.
—Habéis hecho bien —señaló el otro apretándole con fuerza el antebrazo—. ¡Y os lo agradezco! Siento un profundo afecto por
Flor de Oro
, que en un cierto momento significó mucho en mi vida. —Señaló con un leve ademán de cabeza a la indígena que se había acuclillado sumisamente en el más apartado rincón de la estancia, y añadió—: Nuestros destinos se separaron y más tarde me uní a Isabel, pero eso no quiere decir que no la siga considerando una de las mujeres más excepcionales que he conocido. ¿Qué puedo hacer por ella?
—Aún no lo sabemos —intervino Núñez de Balboa, que había permanecido en segundo plano, consciente de que el de Cuenca no le tenía en gran estima—. Pero por mi parte estoy convencido de que la gente que influye sobre el Gobernador os escucharía.
—¿A mí? —se desconcertó el otro—. ¿Por qué habrían de escucharme?
—Sois Alonso de Ojeda.
—¡Alonso de Ojeda! —repitió, sardónico—. ¡Sí! Naturalmente que soy Alonso de Ojeda. ¡Pero mirad a vuestro alrededor…! Es aquí donde vivo, y ni siquiera esta choza es mía, sino de un tío de mi mujer. Y hace tres días que no comemos decentemente. —Rió con amargura—. Decidme: ¿qué diantres significa ser Alonso de Ojeda si no consigo vivir como un ser civilizado, ni alimentar a mi familia? ¿Qué haré por otros si nada puedo hacer por mí?