Yo, mi, me… contigo (17 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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Por otro lado, entonces Essex estaría libre y podríamos besarnos de nuevo… Dios mío, ¡qué tonterías se me ocurrían!

Quise desaparecer rápidamente, pero ¿hacia dónde? Presa del pánico miré a mi alrededor y sólo vi una salida: salté al estanque. Justo al zambullirme debajo de los nenúfares me di cuenta de que había tenido mejores ideas en la vida. Seguramente no podría quedarme debajo del agua hasta que la condesa hubiera acabado su baño. Vi un pie desnudo sumergiéndose junto a mí en el estanque y luego, otro.

Cuando desperté, vi las piernas bien formadas de una mujer debajo del agua. Había tenido visiones mucho peores al despertar.

La condesa se había sumergido junto a mí hasta la cintura, pero no me veía gracias a los nenúfares.

También vi un trasero prominente, que despertó todo mi interés.

No podía moverme si quería evitar que se percatara de mi presencia. Pero se me estaba acabando el aire; de mi boca salían burbujas que ascendían. Oí la voz amortiguada de la condesa que, en la superficie, exclamaba extrañada:

—¿Burbujas?… Pero si no me he tirado un pedo.

Su voz sonaba como la de Olivia. La oía distorsionada, pero la entonación, el timbre, eran idénticos…

—Avisaré al
maior domus
de que no pienso comer más lentejas —oí decir a la condesa.

Cada vez subían más burbujas.

—Ni tampoco cocido de alubias con cebolla.

No pude reprimir más las burbujas.

—¡Ni cerveza!

No tenía ni idea de qué debía hacer.

—Rosa, no me gustaría ser maleducado ni meterte prisa para que salgas del agua, a mí también me encanta contemplar el magnífico trasero y las piernas de la condesa…

Shakespeare era realmente increíble.

—… pero, cómo lo diría, ¡no quiero morir ahogado, maldita sea!

Shakespeare tenía razón, si permanecía más rato allá abajo, moriríamos ahogados. Oí a la condesa decir desconcertada:

—¿De dónde salen todas esas burbujas? Yo no noto que me esté tirando pedos.

Me armé de valor y salí a la superficie.

Delante de la condesa desnuda.

Como era de esperar, gritó espantada:

—¡Santa madre de Dios!

Sin embargo, después del primer susto, la condesa se serenó, se tapó los pechos y me preguntó:

—¿Qué hacéis aquí?

Yo boqueé en busca de aire.

—¿Qué hacéis en mi estanque?

—Admirar las vistas.

—Yo… yo… soy un mensajero del conde de Essex —intenté explicarle.

A lo cual la condesa replicó:

—El conde es un hombre importuno, pero salta a la vista que sus mensajeros aún lo son más.

—Debo daros un recado de su parte —le dije.

—¿Cuál?

Eso mismo me preguntaba yo. Tenía que conquistar a aquella mujer para Essex, por lo tanto, no podía declamar su bodrio de poema. Mientras pensaba enfebrecidamente, Shakespeare vino en mi ayuda y me sopló:

—Recítale el principio de nuestro soneto.

Así pues, chorreando en el estanque, de pie delante de una mujer que era clavada a mi rival Olivia, declamé:

¿A un día de verano te comparo?

Tú tienes más dulzura y sentimiento.

El tiempo de verano es muy avaro

y agita los capullos en el viento.

La condesa quedó visiblemente fascinada y, antes de que yo pudiera continuar, me puso los dedos sobre los labios y me indicó que me callara.

—Eso… eso no lo ha compuesto el conde, ¿verdad? —preguntó.

—Sí… sí… —mentí.

—No, seguro que es de un espíritu menos belicoso —replicó emocionada.

—Los poetas también son mejores amantes que los soldados —rematé. Pero, por desgracia, la bella condesa no me oyó y Rosa no le reveló lo que yo había dicho.

—Más bien creo que es vuestro, señor —supuso la condesa—. ¿Cómo os llamáis?

—Ejem… William Shakespeare.

—Disculpad, maese Shakespeare, creo que nunca había oído hablar de vos.

¡Maldición! Lo sabía: tenía que escribir a toda costa obras más buenas para acrecentar mi fama. Para que también supieran de mí criaturas tan maravillosas como aquélla.

—Maese Shakespeare, ahora debo pediros que salgáis de mi estanque y os vayáis de mi castillo.

Me disponía a protestar, pero ella dijo con severidad:

—Ahora.

Y yo hice mutis por el foro calada hasta los huesos.

—Rosa, ¡aún no podemos irnos!

No podía hablar con Shakespeare delante de los oídos de la condesa o me tomaría por lela. Así pues, le dije:

—Si me disculpáis un momento.

Y me fui detrás de un árbol. Goteando, le aclaré a Shakespeare en voz baja:

—Quiere que nos vayamos.

—Cierto. Pero hay muchas cosas que hablan en contra de abandonar este lugar. Por un lado, Walsingham y la reina nos castigarán cruelmente si desistimos.

—Eso es verdad —admití.

—Y, por otro, disfruto mucho estando con la condesa desnuda.

—Pero ¡yo no!

—Porque tú también eres una mujer.

—En estos momentos, por desgracia, no.

—La condesa es toda una belleza.

—¿Te parece guapa?

—Me encantaría acostarme con ella.

—¡¿Qué?!

—Naturalmente, cuando tú hayas salido de mi cuerpo.

—Vaya, muy amable por tu parte —dije con ironía.

—Una noche conmigo la distraería a buen seguro de la pena que la aflige por su hermano.

—Muy generoso por tu parte —dije con sarcasmo.

—Yo soy así. Generoso y encantador.

—Eso no hay quien se lo crea —dije suspirando.

—A fe mía que la condesa lo creerá. Y una relación amorosa de esa índole podría serme muy lucrativa.

—¿Lucrativa? ¿Y eso? —pregunté desconcertada.

—Todos los dramaturgos soñamos con una benefactora pudiente. Si la condesa cayera rendida a mis pies, y a fe mía que lo hará si me lo propongo, podría financiarme un teatro propio. Un teatro donde yo representaría las obras que quisiera y donde no tendría que contraer compromisos con el propietario de un burdel. Hace tiempo que sueño con ello; hasta sé qué nombre le pondría: ¡Globe Theatre!

Hice caso omiso de esas declaraciones. Sólo pensé una cosa: ¡A Shakespeare lo ponía cachondo la condesa!

36

En mi cuerpo de mujer, seguro que me habría entrado una fuerte migraña. Pero, por suerte, el cuerpo de Shakespeare no era propenso a ello. Al menos, una ventaja.

Tenía que convencerlo de que no se interesara por la condesa.

—La reina quiere unir a la condesa y a Essex.

—Ya lo sé.

—Si actuamos en contra de sus deseos, como tú mismo has dicho, nos castigará cruelmente.

—Eso también es verdad.

—Por lo tanto, sería muy poco inteligente seducir a la condesa.

—Así es.

—Entonces, ¿podrías hacerme el favor de no incordiarme más con el tema?

—No.

—¿¿¿Qué???

—Está decidido: ella financiará mi teatro. Es la primera mujer que conozco que es rica y hermosa a la vez. Tiene un rostro distinguido, un cuerpo impecable…

—De eso, nada —protesté—. La condesa tiene cartucheras —lo interrumpí, picada, aunque no estaba del todo segura. En cualquier caso, en nuestro milenio, Olivia tenía un poco de celulitis en los muslos, como pude comprobar un día que fuimos a bañarnos con los amigos de Jan. Cierto que no tenía ni mucho menos la piel de naranja que tenía yo, pero igualmente estuvo bien constatar que ella tampoco era perfecta.

—Yo no he visto ninguna cartuchera. Y créeme, he mirado a fondo. La condesa tiene una figura realmente impresionante, como si los dioses hubieran creado su cuerpo, y cuando digo «dioses» me refiero a dioses inmensamente capaces…

—¡ARGGGGGGG! —grité a pleno pulmón. No podía soportarlo más.

—¿Estáis bien? —oí preguntar a la condesa, preocupada.

Me volví; estaba a unos pocos metros de mí, envuelta en su gran toalla. No era una toalla bonita, de colores vivos y esponjosa como las de nuestra época, sino un simple trapo áspero y gris, que parecía una manta carcelaria. Por lo visto, las mujeres de la época no sólo tenían que soportar los corsés.

—¿Cuánto… cuánto hace que escucháis? —pregunté a la condesa.

—Desde «la condesa tiene cartucheras» —contestó.

Si hubiera tenido poder sobre mi cuerpo, me habría hundido en la tierra de vergüenza.

—Yo… ejem… me refería a otra condesa —repliqué no muy convencida y, claro, ella no se creyó una palabra.

—Es hora de que regreséis con el conde —me exigió.

Asentí, pero Shakespeare protestó en mi cabeza.

—Sigue recitándole nuestro soneto.

—No pienso recitar ningún soneto —repliqué con cabezonería.

A lo cual la condesa replicó con frialdad:

—Maese Shakespeare, tampoco esperaba que lo hicierais.

También sabía comportarse con altanería, como Olivia. Me fui de allí a paso rápido, pero Shakespeare no aflojaba:

—Si no le recitas el poema, a partir de ahora estaré todo el rato cantando
God save the Queen
en tu cabeza.

—¿Qué?

—God save our gracious Queen —entoné.

—¿No irá en serio?

—Long live our noble Queen, God save the Queen —canté desafinando en un tono agudo que induciría al suicidio a cualquier amante de la música.

—Si no estuviéramos los dos en un mismo cuerpo, ahora mismo te arreaba…

—Send her victorious…

—A lo mejor te arreo de todos modos…

—Happy and glorious…

—Vale, vale, tú ganas.

No había arma más poderosa que la insistencia para conseguir algo. Ésa era también una de las fórmulas más exitosas de la Iglesia anglicana. Junto con la tortura.

Di media vuelta y retrocedí hasta la condesa. Ya me había oído y seguramente había llegado a la conclusión de que me había pasado todo el rato hablando disparatadamente a solas. Por eso me miraba compasiva.

—¿Habéis luchado en alguna guerra y esa vivencia os ha hecho perder la razón?

—No, nunca he luchado en una guerra —contesté.

—Entonces, ¿qué os ha turbado el juicio? —preguntó preocupada.

—Sería muy largo de explicar.

Y luego hice lo que me había dicho Shakespeare, y recité nuestro soneto inacabado:

¿A un día de verano te comparo?

Tú tienes más dulzura y sentimiento.

El tiempo de verano es muy avaro

y agita los capullos en el viento;

o bien abrasa el sol desde la altura

o un velo nubla su óculo dorado;

ya por azar o anhelo de natura

lo bello va perdiendo su legado.

Los versos arrancaron lágrimas a la princesa. A medio recitar, dijo extasiada:

—Tenéis una lengua muy locuaz.

—Y también muy diestra —exclamé.

Preferí no comentárselo a la condesa y contemplé su semblante conmovido. Me resultó extrañísimo que precisamente yo hubiera fascinado tanto a mi mayor rival. Con rimas en cuya composición yo había participado.

Entonces me dispuse a irme de verdad; Shakespeare ya podía cantar lo que quisiera, me daba igual. Por eso dije «adiós» e hice una reverencia. Y me di cuenta de que aquel gesto había sido galante, pero también bastante masculino. ¿Influiría el nuevo cuerpo en mi conducta? ¿Me convertiría en un hombre si continuaba mucho tiempo allí? ¿En alguien que continuamente estaría tocándose el paquete?

Sacudí la cabeza para apartar esos pensamientos y me fui a toda prisa.

—¿Podríais darle un recado al conde de mi parte? —gritó turbada Olivia a mis espaldas. Me di la vuelta y pregunté:

—¿Cuál?

—Que vuelva a mandarme noticias suyas.

Parecía muy nerviosa. Yo no acababa de entender qué le pasaba. Quería que los hombres la dejaran tranquila durante siete años, ¿y ahora quería encontrarse con el conde?

—Se lo diré.

—Gracias. Pero hay una condición.

—¿Cuál? —pregunté.

—Sólo vos podéis traerme las noticias, maese Shakespeare —contestó con voz temblorosa.

Entonces lo comprendí todo: realmente no quería recibir noticias del conde. Quería volver a verme a mí. Sólo a mí. O mejor dicho, quería volver a ver al hombre que la había comparado con un día de verano: Shakespeare. El poeta exclamó lleno de júbilo:

—¡Gracias, oh, dioses!

Si la condesa se había enamorado de Shakespeare y yo albergaba sentimientos por Essex, quien a su vez quería a la condesa, entonces nos estábamos abocando a un cuadrado amoroso.

Un cuadrado amoroso con tres cuerpos únicamente.

37

Antes de que pudiera analizar de qué manera el reciente desarrollo de los acontecimientos complicaría aún más nuestro cuadrado amoroso de tres cuerpos, el
maior domus
Malvolio se me plantó delante:

—Si me quitas a la condesa, te retorceré el pescuezo.

¿Estaban todos los hombres pringados de aquella tonta?

—Tranquilo, no tengo ningún interés en ella —dije intentando calmarlo.

—Pero ¡yo sí!

—Me parece que tú y yo tenemos que hablar urgentemente —le dije a Shakespeare, con los nervios de punta.

—¿De qué? —preguntó Malvolio.

—No me refería a ti, idiota.

—Ejem… Entonces, ¿a quién? —preguntó extrañado, después de haber mirado alrededor y no haber descubierto a nadie.

—A otro idiota —contesté, y me marché.

Tenía muy claro que allí no podía machacar a Shakespeare sin estorbos. Por eso me apresuré a salir del edificio, vi el laberinto de setos y pensé que sería el lugar perfecto para conversar sin dificultad. Al cabo de unos minutos comprobaría que aquella idea no era más que una falacia.

Entré en el laberinto, pasé de un camino zigzagueante al siguiente, y enseguida comprendí por qué algunas personas ricas se los hacían instalar en los suntuosos jardines: allí dentro te sentías de inmediato apartado del mundo normal. Como si estuvieras en una tierra aislada.

Junto a uno de los setos cortados con meticulosidad había un banco de madera. No era un banco sencillo como los que había en nuestros parques públicos, sino con muchos ornamentos tallados a mano que representaban al hermano de la condesa. Casi daba la impresión de que el difunto era el Salvador. Me senté y respiré hondo por fin. Después de ordenar un poco las ideas, me dirigí a Shakespeare:

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