Yo, mi, me… contigo (15 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—Te llevaré fuera —dijo jadeando el gordo.

—Salva a… Jan —balbuceé.

—¿Quién es Jan? —preguntó Kempe confundido.

Entonces volví a perder el conocimiento.

Cuando volví a despertar, estaba tumbada en la calle frente a la casa incendiada; junto a mí, Essex, aún inconsciente. Y, delante de mí, el actor rechoncho que ahora llevaba el chaleco de colores chillones totalmente tiznado.

—Me has salvado la vida —murmuré.

—Empieza a ser costumbre —replicó.

—¿Costumbre?

—Ya es la quinta vez —dijo sonriendo burlón.

—¿Cómo?

—Las he contado. La primera vez fue cuando intentaste matarte.

—¿Yo intenté matarme?

—Por la pena que te había causado tu esposa…

¿Shakespeare tenía penas de amor por su esposa? ¿Y por eso incluso intentó quitarse la vida? En aquel momento, sentí simpatía por él. Así pues, en el fondo de su corazón no era un arrogante que despreciaba a las mujeres, sino que su rechazo frente al sexo femenino tenía su origen en un gran dolor. Era un alma herida, como yo había supuesto. Igual que yo. A lo mejor incluso más que yo, puesto que yo nunca había intentado matarme por Jan, tan sólo había malgastado algunos años de mi vida.

¿Dónde se había metido Shakespeare? Estaba callado. No creía que hubiera desaparecido, me parecía notar su presencia en mi cuerpo, perdón, en su cuerpo. ¿Estaría todavía inconsciente?

—La segunda vez que te salvé la vida —prosiguió Kempe— fue cuando expresaste ante el conde de Worcestershire la suposición de que sus padres eran con toda seguridad hermanos. La tercera vez fue cuando la abadesa del convento de Cambridge iba a matarte a palos por haberles enseñado a dos de sus monjas que la ascesis era una bobada.

Soltó una carcajada. Tenía la misma risa reconfortante que mi amigo Holgi, y era realmente un buen amigo de Shakespeare, igual que Holgi para mí. Cuántas veces me había consolado cuando yo estaba hecha polvo. Cuántas veces tuvo que verme llorando por Jan mientras me dormía. Cuántas veces había venido a mi casa porque, estando ya en el váter, me había dado cuenta de que una vez más me había olvidado de comprar tampones.

Cierto que Holgi no arriesgaba su vida, pero había renunciado a más de un rollito de una noche, que seguramente le habría complacido más que pedirle tampones al dependiente de la gasolinera. ¿Y cómo se lo había agradecido yo? No especialmente. Siempre lo había dado por hecho, nunca le había dicho que, a su modo, significaba tanto para mí como Jan. ¿Era eso lo que debía aprender sobre el verdadero amor? ¿Que es la amistad?

—Ahora mismo acabo de salvarte por cuarta vez —dijo Kempe sonriendo, y con ello interrumpió mis pensamientos.

—Creía que ésta era la quinta vez.

—No, ésa viene ahora, amigo mío.

Miré con sorpresa a Kempe.

—Los hombres de Henslowe quieren matarte. Phoebe le ha explicado a su padre que la has desvirgado.

—Pero ¡no es verdad! —protesté.

—Pues entonces vas a tener bronca sin la diversión previa —dijo Kempe con una sonrisa de fingida compasión.

—Muy gracioso —refunfuñé.

—Escóndete en el teatro —propuso Kempe.

—¿No será donde irán a buscarme primero? —inquirí.

—Ya lo han hecho, por eso no volverán. Y yo los despistaré en la búsqueda, los llevaré al burdel, donde unas cuantas damas, a las que he pagado, los esperan para distraerlos… y para alegrarles la vida con un poco de sífilis.

—Eres un buen amigo —dije, suspirando de alivio y pronunciando la frase que debería haberle dicho a Holgi hacía mucho tiempo. Pero como no estaba allí, estreché a Kempe. Muy fuerte. Y confié en que algún día también tendría la oportunidad de estrechar a Holgi de la misma manera.

—Me estrujas como un luchador —dijo Kempe soltando una estruendosa risotada.

—Lo hago por amor —repliqué sonriendo, lo cual lo dejó visiblemente asombrado.

—No me gustaría ser testigo del amor de los luchadores —dijo Kempe esbozando una sonrisa.

Entonces mis ojos se posaron en Essex, que continuaba inconsciente. Parecía tan desvalido, allí tumbado, cubierto de hollín y con la ropa llena de agujeros provocados por el fuego.

—¿Y qué pasará con él? —pregunté con preocupación.

—Lo llevaremos con nosotros al Rose.

Cuando llegamos al teatro, subimos a Essex como pudimos al escenario y lo dejamos allí tumbado. Kempe se despidió para ejecutar la misión sífilis. Shakespeare continuaba sin hablar conmigo. Así pues, me encontraba totalmente sola en el teatro, que presentaba un ambiente radicalmente distinto al de unas horas antes. Estaba tranquilo, la multitud revoltosa y entusiasmada que a última hora de la tarde enfebrecía con los actores y se lo pasaba bomba se había acostado hacía rato. La luna y las estrellas brillaban por encima de la claraboya, con una claridad que jamás había visto, ni siquiera aquella noche con Jan junto al mar. Aquella vista era una de las ventajas de estar en un siglo sin problemas medioambientales. La única polución salía de mi ropa llena de humo, que tenía que cambiarme ya. Pero, puesto que en mi cuerpo de hombre eso seguramente me complacería tanto como antes vaciar la vejiga, decidí esperar un poco. Respiré hondo y procuré ordenar mis pensamientos: había aprendido mucho sobre el amor. Que hay almas que están predestinadas a través de todos los tiempos. Aunque seguía sin saber exactamente si Jan estaba predestinado para mí o para Olivia. El alma de Jan y la mía seguro que estaban unidas de alguna manera, eso ya lo tenía claro. Pero, aun así, me pregunté: ¿Era yo realmente su gran amor eterno o sólo era la tentación que entorpecía el verdadero amor? Una tentación que siempre le afectaba en situaciones extremas: antes, cuando estuvo a punto de ahogarse en Sylt y, en el pasado, a punto de morir quemado en casa de Shakespeare.

También había aprendido que no había cultivado suficientemente mi amor por mi mejor —y único— amigo. Y que la vida era demasiado corta para no gozar de ella, aunque no sabía exactamente cómo debía disfrutarla. Pero saltaba a la vista que, a pesar de todo, aún no había aprendido bastante del verdadero amor como para regresar a mi presente.

Suspiré, miré a mi alrededor, fui hacia la parte de atrás del escenario y vi un pequeño escritorio con tinta, pluma y una vela. Igual que el que había en casa de Shakespeare. Probablemente allí escribía de vez en cuando algún cambio en sus obras. Me incliné sobre los papeles y vi una sola frase garabateada: «El infierno se ha vaciado y todos los demonios están aquí.»

Esbocé una sonrisa y recordé que también había aprendido algo más sobre el amor: que yo amaba la escritura.

Me saqué del bolsillo de la camisa el soneto comenzado y me alegré de que el papel estuviera sano y salvo, si bien se le habían chamuscado un poco los bordes. Encendí la vela y extendí el papel sobre la mesa. Un poco de hollín de la camisa se esparció encima del papel. De golpe y porrazo, oí:

—El papel se va a manchar.

—¡Dios santo! —grité espantada, y lo abronqué—: Tienes debilidad por los momentos de impacto.

—Un momento, un momento, ¿quién ha impactado aquí a quién? ¡No fui yo quien besó a un hombre!

—Bueno… Hilando fino, sí que fuiste tú —insinué—. Era tu cuerpo.

—No me apetece que me lo recuerden.

—Tú has sacado el tema.

—Y también lo zanjo.

—Buena idea.

—Pero me agradaría que no volvieras a besar a ningún hombre.

Puesto que no podía prometérselo, callé. Al cabo de un rato, Shakespeare propuso:

—Tenemos que cambiarnos de ropa.

—¿Qué?

—Tenemos que lavarnos y cambiarnos de ropa.

—Soy una mujer y no pienso desvestir a un desconocido aunque esté metida en su cuerpo —aclaré.

—Pero no podemos presentarnos así, cubiertos de hollín, delante de la condesa María para cumplir nuestro encargo. Y si no lo hacemos, acabaremos en la Torre.

—Por lo que me han dicho, no sería mucho peor que estar en el colegio —comenté corrosiva, aun sabiendo que el hombre tenía razón. Había que lavarse y cambiarse de ropa. Decidida, puntualicé—: Pero los calzoncillos se quedan donde están.

—¿Qué son unos calzoncillos?

—¿Cómo que «qué son unos calzoncillos»?

—No he oído nunca esa palabra.

—¿No sabes qué son unos calzoncillos?

No me lo podía creer. ¡Había ido a parar a un siglo en el que todavía no se habían inventado los calzoncillos!

—¿Qué son unos calzoncillos? —pregunté otra vez.

Cavilé un momento y pensé que difícilmente cambiaría el futuro si le revelaba a Shakespeare el concepto de calzoncillos y, por lo tanto, le describí en qué consistía uno de los mejores inventos de la humanidad. Cuando acabé, dijo impresionado:

—Con unos calzoncillos, más de uno podría evitar las marcas marrones en las calzas.

Considerándolo de ese modo, los calzoncillos tal vez eran el mejor invento de la humanidad. No obstante, saberlo no me ayudaba. Si me cambiaba de ropa, tendría que desvestirme. Así pues, preferí no cambiarme de ropa.

—¿De veras no quieres desnudarme?

Al parecer, Rosa era una mujer decente, de las que no abundan. Poco a poco iba pensando que podrían haberme asaltado espíritus mucho más terribles que Rosa: el espíritu de Atila, rey de los hunos, el de Nerón o —no quería ni imaginarlo— el de mi detestable madre. Si ella hubiera tenido que desvestirme… No quería ni imaginar semejante pesadilla. Volví a concentrarme a toda prisa en el problema que se había presentado.

—Existe una posibilidad de salir del dilema.

—Como me digas que podrías llamar a una mujer para que te desnude, ¡te arreo!

—Pues entonces te arrearías a ti misma.

—Valdría la pena.

Rosa los tenía bien puestos, hablando metafóricamente, claro, puesto que eran míos. Sin embargo, me lo estaba pasando en grande, me gustaban las mujeres con temperamento.

—He descubierto una cosa en el incendio. Cuando tú duermes o estás inconsciente, puedo recuperar mi cuerpo —le revelé.

Eso me extrañó. Pero realmente parecía una buena solución; así no tendría que lavarle el cuerpo a Shakespeare. Además, después de tantas aventuras estaba muerta de cansancio, agotada.

—Parece un buen plan —contesté, pues, a Shakespeare—. Tengo muchas ganas de dormir.

Me acerqué a un diván que había en un rincón entre objetos de atrezo como banderas, lanzas y caballos de madera. El diván tenía cierto aire romano, parecía uno de esos desde donde los Césares gritaban: «¡Orgías, dadme más orgías!» Me tumbé, pero no hubo manera de conciliar el sueño. Tenía demasiada adrenalina en la sangre. Además, apestaba a humo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—No puedo dormir.

—Tal vez yo pueda ponerle remedio. Desde hace unos años, la gente canta una nueva nana que gusta mucho a todos los niños ingleses. Una cancioncilla de verdad. A lo mejor te ayuda.

—No lo dirás en serio… —dije sonriendo burlona.

—Duerme, niñito, duerme. Papá está guardando el rebaño… —empecé a cantar sin más.

—¡Oh, no! —exclamé, echándome a reír.

—Mamá está sacudiendo el tronquito…

—Francamente, eso suena malicioso…

—Seguro que lo es.

—Sobre todo porque el padre está guardando el rebaño —comenté sonriéndome—. Por lo tanto, la pregunta es: ¿qué tronquito sacude la madre?

—Sólo cabe suponer que se trata de otro hombre. Alguien que no huele tan mal como el pastor.

—¿El cuñado, quizás?

—O el cura.

—Por eso la mamá quiere que el niño se duerma de una vez. Para que el niñito no se forme una mala opinión de Dios si los pilla juntos.

—Tarde o temprano, todo el mundo se acaba formando esa opinión.

—Por ejemplo, el padre, que está en el prado y no sospecha nada del asunto del tronquito.

—El pobre hombre seguro que entretanto busca satisfacción con las ovejas.

—Gracias, con esa imagen en la cabeza fijo que ya no podré dormir —comenté sonriendo con ironía.

—A mí me sabe mal por el cura.

—¿Porque tendrá problemas con sus superiores por tener relaciones carnales?

—No, de las relaciones carnales disfrutan hasta los obispos.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque tiene un tronquito en vez de una buena tranca.

Solté una carcajada; había que reconocer que Shakespeare tenía sentido del humor.

—En ese caso, a mí me sabe peor por la mujer —contesté.

Solté una carcajada; había que reconocer que Rosa tenía sentido del humor.

Era la primera vez que me divertía de verdad en el pasado. Para ser exactos, era la primera vez que me divertía de verdad desde hacía bastante tiempo.

Era la primera vez desde hacía tiempo que estaba alegre de veras. Para ser francos, era la primera vez que estaba alegre de verdad desde la gran catástrofe de Stratford.

¿Tal vez tenía que ser capaz de apreciar mi alma?

33

Rosa y yo continuamos fabulando con la historia del pastor, el cura y el tronquito; constatamos entre otras cosas que el término «amor pastoril» poseía cierta connotación zoofílica y nos lo pasamos en grande. Nuestras risas se fueron convirtiendo en amplias sonrisas a medida que Rosa se adormecía, y al final se durmió contenta. Me pregunté qué aspecto tendría Rosa, qué impresión causaría ver a aquella mujer tumbada en el diván. ¿Era encantadora? ¿Incluso fascinante? ¿Tan fascinante como ocurrente?

Ahuyenté de mí esos pensamientos, no podía volver a perder un tiempo precioso. Recuperé el control de mi cuerpo, me quité la ropa sucia, me apresuré a lavarme, encontré ropa limpia en los arcones del teatro y me puse en camino para ir a ver al alquimista Dee. Caminé de noche por Southwark, cuyas calles estaban desiertas. A esas horas, en las calles y en los prostíbulos sólo quedaba la chusma de la chusma: rateros, ladrones y recaudadores de impuestos. Pasé a toda prisa por delante del burdel de Henslowe, que estaba cerrando sus puertas. Los clientes se tambaleaban por las calles, algunos ya se rascaban sus partes. Pensé si no debería hacer una paradita en el burdel —a la gente del teatro nos hacían descuento y también nos servían después de cerrar—, pero entonces salió Kempe tambaleándose borracho con unos cuantos matones de Henslowe. ¿Qué hacía con aquellos canallas despreciables? ¿Por qué le daban las gracias por haberlos invitado? Y, sobre todo, ¿por qué me hacía señales con la mano para que me esfumara?

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