Yo, mi, me… contigo (13 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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Me senté en el pequeño taburete de madera que había junto a la mesa y empuñé la pluma. Me iba como anillo al dedo. Noté una agradable sensación al sujetarla. La mojé en el pequeño tintero manchado y empecé a escribir sobre el papel apergaminado:

¿A un día de verano te comparo?

El tiempo de verano es muy avaro…

Me salió con mucha facilidad, no tuve ni que pensarlo. Y, sorprendentemente, no sonaba tan mal. Y eso que hacía mucho que no había escrito nada; de hecho, desde que mi profesor del instituto me comentó que a nadie le gustaría una historia donde una chica se enamora de un ser sobrenatural.

Haría bien el profesor en preguntarle a Stephenie Meyer.

Los profesores son unos idiotas.

Yo tenía que saberlo, después de todo también daba clases.

Componer aquellos versos me deparó una alegría enorme. Así pues, seguí pensando qué más podía decirse en contra del día de verano para que pareciera malo frente a la belleza de la persona de la que se hablaba en el poema. Con todo, no había que empañar demasiado el día de verano si se pretendía que la comparación continuara teniendo fuerza y ensalzara en su gracia a la persona amada. Recordé una escena de amor que había escrito para mi musical mucho tiempo atrás, en la que el hombre lobo y su gran amor estaban de picnic en un campo cubierto de flores mientras se acercaba una tormenta:

y agita los capullos en el viento

Eso tampoco sonaba mal. Con el viento conseguía deslucir las hermosas flores ligeramente, sin despojarlas de su belleza. Por lo visto, seguía teniendo la misma sensibilidad para imágenes cursis que cuando era una quinceañera. Pero ¿qué rimaba con «viento»?

¡Oh, qué hermoso portento!

O quizás:

¡Escúchame bien, esperpento!

O tal vez:

La playa huele a pescado que es un lamento.

Tuve que concentrarme un poco, seguro que había algo más que peces muertos a orillas del mar: ¿«argento»?, ¿«ungüento»?, ¿«pimiento»? Todo bastante flojo. ¿Qué tal si probaba con «sentimiento»?

¿A un día de verano te comparo?

Tú tienes más dulzura y sentimiento.

El tiempo de verano es muy avaro

y agita los capullos en el viento.

Contemplé los versos y me inundó una sensación maravillosa. Por fin había vuelto a escribir algo después de tantos años. Y no estaba nada mal. Un poema con rima y métrica. Lo había logrado. ¡Había logrado algo!

Era fantástico lograr algo. Aunque sólo se tratara de unos versos. O quizás era fantástico precisamente porque se trataba de unos versos.

¿Debía aprender que mi verdadero amor era la escritura?

28

—Tus versos no son espantosos del todo.

Me llevé un susto tremendo al oír esas palabras. Estaba tan absorta en el poema.

—¿Sha… Shakespeare?

Volvía a estar despierto, muerto de cansancio, pero verdaderamente encantado con lo que el espíritu llamado Rosa había hecho con mis versos:

—Cambiar el poema para que la persona sea mucho más hermosa que el día de verano ha sido muy buena idea.

Era la primera vez que alguien elogiaba lo que yo había trasladado al papel. Fue una sensación increíble, que me llenó de orgullo como ninguna otra cosa en toda mi vida. Y no lo había hecho cualquiera. No era mi madre, que en alguna ocasión, cuando yo era adolescente, había elogiado cómo tocaba la batería mientras los vecinos organizaban un pequeño linchamiento. No, ¡era el mismísimo Shakespeare quien me tributaba el reconocimiento!

Me entusiasmó que Rosa hubiera conseguido avanzar en el soneto que me ocupaba desde hacía tanto tiempo. Su logro liberó algo en mí.

—Podría continuar devaluando el verano —sugerí, y declamé:

o bien abrasa el sol desde la altura

o un velo nubla su óculo dorado…

—Ahora tenemos que encontrar algo que rime con «altura», Rosa.

Ya no me llamaba «espíritu», sino Rosa. Eso también me colmó de alegría y empecé a buscar con él una rima:

—Partitura…

—… violeta oscura…

—… corsé basura…

—… miembro de envergadura…

—Eso último no me interesa —comenté mirando hacia mi entrepierna, y sugerí—: ¿Por azar de la natura?

—¡Muy bien! —celebré—. Pero no acaba de funcionar la métrica. Es mejor así:

o bien abrasa el sol desde la altura

o un velo nubla su óculo dorado;

ya por azar o anhelo de natura

lo bello va perdiendo su legado.

Rosa escribió los versos con ágil pluma. Examiné la estrofa. Era realmente buena. Fue algo sorprendente, delirante, reconfortante. Embelesado, comenté:

—Nunca había escrito tan bien.

—¡No me digáis!

—Con lo que hemos intimado hasta ahora, ya podríamos tutearnos, ¿no? —le propuse a Rosa en un arrebato de euforia.

—De acuerdo —repliqué, y me sentí halagada. Bueno, él me había tuteado todo el tiempo, y ahora yo podía hacer lo mismo—: Me llamo Rosa, ya lo sabes.

—Encantado. Yo, William.

—Sí, ya lo sé —dije sonriendo satisfecha. Los estudiosos del arte dramático palidecerían de envidia ante ese tuteo con Shakespeare.

—¿Tú también eras poeta cuando vivías, Rosa? —inquirí.

Me pregunté si debía explicarle que yo procedía del futuro. Pero había visto suficientes películas al estilo de
Regreso al futuro
para saber que, si lo hacía, se embarullarían algunas cosas. Si le hablaba de la vida en nuestro milenio, el curso de los acontecimientos podría variar. Tal vez entonces Shakespeare escribiría un libro como el de Nostradamus, en el que advertiría de muchas catástrofes a las generaciones venideras: guerras, accidentes de avión, Dieter Bohlen y su música…

Quizás no sería tan malo, pero sólo a primera vista. Porque, y eso también se sabía por las películas, siempre que alguien intentaba influir positivamente en el futuro, la cosa se torcía y luego iba a parar a un presente completamente distinto. Un presente en el que tal vez Erich Honecker gobernaría en toda Alemania. O Joseph Goebbels.

O incluso el televisivo Florian Silbereisen. Por lo tanto, decidí ser parca en información y me limité a contestar:

—Soy maestra.

—El oficio más infame del mundo.

Vaya, ni siquiera allí eran bien vistos los maestros. Sólo me faltaba oír que teníamos demasiados días de vacaciones. Un poco alterada, me defendí:

—Bueno, seguro que hay algún que otro oficio más infame.

—Mi rival Marlowe estuvo encerrado un tiempo en la Torre. Cuando salió, me explicó con bravuconería que los verdugos no eran tan terribles como su antiguo profesor de latín.

¿Qué podía contestar? ¿Tenía que defender una profesión que no me gustaba? En vez de eso, volví a echarle una ojeada al poema.

—Es realmente hermoso…

—Podemos estar satisfechos, aunque no esté acabado.

—Por lo visto, formamos un buen equipo —constaté.

Un equipo. La idea era sorprendente pero muy acertada, al menos en lo referente a la escritura. Así pues, dije:

—¿Quién lo hubiera imaginado?

—Sí —afirmé, igual de perpleja que Shakespeare—, ¿quién lo hubiera imaginado?

Seguro que mi profesor de alemán no.

29

Me contó que trabajábamos en un soneto: un poema de cuatro estrofas y catorce versos, o sea que aún nos faltaban seis para completarlo. Mientras escuchaba atentamente las explicaciones de Shakespeare, oí que fuera se acercaban unos pasos.

—Vaya, hombre, seguro que vienen por lo de Phoebe —me lamenté.

—¿Phoebe? —pregunté con espanto—. ¿Por qué iban a venir por lo de Phoebe? ¿Y por qué hablas en plural? Dios mío, Rosa, ¿qué has hecho?

—Ya te lo contaré luego —contesté para acallar a Shakespeare, porque ya estaban llamando a la puerta.

Los golpes sonaron demasiado educados para ser de los encapuchados o de los esbirros del padre de Phoebe, a los que aún no conocía, aunque tenía muy claro cómo serían sus modales.

—¿Quién es? —pregunté con voz temblorosa.

—Soy yo. Permitidme entrar —contestó una voz profunda y hermosa.

Era la voz de Jan.

Corrí hacia la puerta, la abrí con el corazón latiéndome a mil y allí estaba el conde de Essex. Su parecido con Jan volvió a dejarme sin habla. Llevaba una camisa abullonada negra y unas calzas del mismo color muy elegantes y, sobre todo, muy anchas. Por fin un hombre que no daba la impresión de que en cualquier momento se pondría a bailar el
Lago de los cisnes
.

—¿Cuándo iréis a ver a María? —preguntó Essex con un ligero balbuceo.

Había vuelto a beber. Cuando Jan me pilló con el profesor de gimnasia, también se emborrachó como un mercenario en el Congo o un estudiante en Lloret de Mar. Por lo visto, no era emocionalmente tan estable como yo pensaba.

—Walsingham quiere que vaya a ver a la condesa mañana —le expliqué.

—¿Conseguiréis conquistarla para mí? —preguntó Essex, inseguro.

La inseguridad le sentaba muy bien a aquel hombre con redaños. Lo contemplé fascinada.

—¿Por qué me miráis así? —preguntó desconcertado.

—¿Co… cómo os miro? —repliqué, sintiéndome descubierta.

—Con ojos de afeminado —fue la respuesta clara y directa.

Tragué saliva.

—¿De verdad lo estás mirando con ojos de afeminado? —exclamé asustado. Yo no podía ver la expresión de Rosa.

No le di respuesta a Shakespeare porque Essex la habría oído.

—Y cuando alguien me viene con afeminamientos, me convierto en un jabalí rabioso…

—No creo que se refiera a un jabalí rabiosamente afeminado.

El semblante de Essex corroboraba la suposición de Shakespeare. Y yo busqué una excusa:

—Mis… mis ojos dan esa impresión porque hay poca luz.

Mientras hablaba, encendí unas cuantas velas más.

—Entonces, ¿podéis conquistar a María para mí? —insistió Essex mientras abría una botella de vino que estaba junto a la cama de Shakespeare.

No se tomó la molestia de buscar una copa y bebió directamente de la botella. Por muy noble que fuera, tenía los modales de un famosillo de las revistas del corazón.

¿Qué podía hacer? Por un lado, la reina ordenaría mi muerte si no ayudaba a Essex y, por otro, los espías españoles me matarían si lo ayudaba. Un dilema genial. De repente tuve una idea: si Essex conquistaba por su cuenta a la condesa, la reina estaría contenta y los espías españoles no podrían cargarme el mochuelo, ya que yo no habría participado en ello. Encendí la última vela y me volví hacia Essex.

—Tal vez sería mejor que la condesa os escuchara directamente a vos.

—¿Escuchar? —preguntó el noble.

—¿Qué tal con un soneto? —propuse.

—¡Pues escribidme uno, bardo! —me exhortó—. ¿O tendré que encargárselo a Marlowe, vuestro rival?

—Él sólo proporcionaría material de escaso valor —aclaré quisquilloso.

No tenía la más remota idea de quién era el hombre del que los dos hablaban. Y me importaba un bledo. Así pues, contesté:

—Debéis escribirlo vos.

—Ya sabéis que mis poemas son como vuestros pies. —Essex arrugó la nariz.

—¿Apestan? —conjeturé, y él movió la cabeza afirmativamente.

—Eh, vosotros dos, ¿estáis insultando a mis pies?

De nuevo no contesté al bardo, y me calcé a toda prisa sus zapatos, que estaban junto a la cama.

—Tenéis que escribirme el poema, pies malolientes.

—El olor es por culpa de los zapatos —intenté explicarme sin que nadie me hiciera caso.

—Tal vez podríais cortejar a la condesa de otro modo —le propuse al conde—. ¿Cómo soléis actuar con una mujer?

—La aúpo, le doy un beso apasionado y luego la llevo con brío a mis aposentos.

—Ah…, ya —repliqué.

Siempre había sospechado que Jan tenía garra, que bajo su aspecto refinado dormitaba algo salvaje, pero ahora tenía la prueba y no conseguía decidir qué debía pensar al respecto.

—¿Se lo habéis hecho también a la condesa? —pregunté cautelosa.

—Lo intenté, pero después de haberla aupado, se interpuso una nadería…

—¿Qué nadería?

—Me dio una patada en mis partes…

—Semejantes reacciones de una dama me resultan harto conocidas.

—Pero vuestras partes no eran la nadería, ¿verdad? —pregunté atónita.

—No creo —comenté divertido.

—No —contestó Essex, un poco cabreado—, me refería a la patada de la condesa.

Carraspeé sin saber dónde meterme y procuré volver a encarrilar el tema.

—No tenéis que escribir un poema perfecto. Bien mirado, no tiene por qué ser un poema, lo que importa es que vuestras palabras salgan de vuestro corazón, ¿no es cierto?

Essex no entendía a qué me estaba refiriendo.

—Intentadlo. Imaginad que yo soy la condesa —propuse.

Cuando hacíamos cursillos de formación para profesores, los encargados del
coaching
siempre nos obligaban a participar en juegos de roles y, sorprendentemente, a veces funcionaban. A lo mejor podía echarle una mano a Essex con eso.

—¿Vos… vos sois la condesa? —preguntó desconcertado.

—Sí, como en una representación teatral.

El conde asintió, eso lo entendía. Al parecer, en aquel siglo a todo el mundo le gustaba el teatro. Era un auténtico espectáculo de masas.

—Decid lo que sentís por mí —lo animé.

—¿Por vos? —preguntó desconcertado.

—Os lo explicaré otra vez. —Realmente, era un poco duro de mollera—. En estos momentos, no soy un hombre, ahora soy la condesa que tanto adoráis.

El conde no estaba muy seguro.

—No sé…

—Intentadlo. Dejad volar la imaginación.

—Los soldados no tienen imaginación, Rosa.

Essex vacilaba.

—Pero… yo no domino las palabras.

—Seguro que podéis confesar vuestro amor a la condesa sin necesidad de poemas —afirmé para animar a Essex.

El conde se puso entonces muy nervioso.

—¿Qué podéis perder? —pregunté.

Lo meditó, tomó un buen trago de vino, dejó la botella a un lado, hizo de tripas corazón y se plantó delante de mí:

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