Yo, mi, me… contigo (14 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—Condesa… —balbuceó, hecho un manojo de nervios.

—¿Sí? —pregunté; realmente me divertía aquel juego.

Me miró a los ojos y, desde lo más hondo de su corazón, dijo:

—Condesa, sois la criatura más bella, maravillosa y fantástica que jamás haya visto.

Hacía años que no oía ningún cumplido de Jan. Por eso sus palabras me tocaron de lleno. Era tan hermoso oírlas de boca de un hombre con un cuerpo idéntico al de Jan y que incluso albergaba su alma.

—Yo… yo… —Dejó de hablar, sobrepasado por sus propios sentimientos. Gracias al alcohol, se había metido por completo en situación.

—¿Qué ibais a decirme? —inquirí, y me acerqué a él.

Sólo nos separaban unos pocos centímetros. Saltaban chispas. Como ocurre en una primera cita. Mejor dicho: como al final de una primera cita fantástica. Como aquel día con Jan a orillas del mar. Justo antes de nuestro primer beso.

—Ejem, Rosa… ¿de qué va todo esto exactamente? —pregunté espantado.

Yo ya no escuchaba a Shakespeare, sólo al conde.

—Yo… yo… os amo —susurró Essex, lleno de sentimiento y mirándome con anhelo.

¡Cuánto tiempo había añorado oír aquellas palabras! Y aunque se vertieran en la más estrafalaria de todas las situaciones imaginables, fue maravilloso.

—Yo… también a ti —repliqué, sobrepasada por mis propios sentimientos, y olvidé tratar de vos al conde.

Oh, Dios mío, lo último que me faltaba, Rosa estaba enamorada del conde.

Nuestros rostros estaban a sólo unos milímetros de distancia y el conde, totalmente inmerso en el juego de roles, sonrió feliz.

—¿Es eso cierto?

—Sí —contesté de todo corazón.

—¡¡¡No!!!

—¿Tú también me amas? —preguntó el conde, sonriendo radiante de felicidad; él también había renunciado al «vos».

—¡Ni lo sueñes!

Mirar a los ojos a Essex… a los ojos a Jan, me hechizó. Fuera de mí, acerqué mis labios a los suyos. Él no se apartó. También estaba fuera de sí. Por el alcohol. Por sus sentimientos hacia la condesa.

—Es hermoso oír que me amas… —susurró Essex.

—Gracias, igualmente —repliqué en voz baja.

Y luego lo besé.

—Oh…, ¡Dios… mío!

Los labios del conde eran un poco más ásperos que los de Jan, pero sabían igual. Durante un milisegundo me sentí en el séptimo cielo.

Aquello era el infierno y por eso grité:

—¡Ahhhhhhhhhhh!

El grito de Shakespeare me espantó, y yo también grité a pleno pulmón:

—¡Ahhhhhhhhhhh!

Y luego Essex bramó:

—¡Ahhhhhhhhhhh!

Sin embargo, no lo hizo porque yo hubiera gritado «¡Ahhhhhhhhh!», sino más bien por el beso.

—¿¡¿¡¿¡Me has besado!?!?!? —exclamó el conde, horrorizado—. ¿Qué juego infame te traes conmigo?

—Bueno… —Busqué las palabras adecuadas, pero no encontré ninguna.

—¡Cállate! —Se apartó tambaleándose y cada vez más descontrolado—. ¡Debería matarte, miserable!

Continuó retrocediendo, dispuesto a desenvainar la espada, pero tropezó con la mesa. Al hacerlo, tiró una vela encendida, que cayó sobre los papeles y los prendió de inmediato.

—¡Hamlet, la comedia! —grité despavorido.

—¡Nuestro poema! —grité yo.

—¡También!

Me abalancé sobre la mesa, aparté la vela de un manotazo y tiré al suelo los papeles que ardían. No había que sentir lástima por
Hamlet
, de todos modos Shakespeare tendría que transformar la historia del danés indeciso en una tragedia. La buena suerte en la desgracia fue que, con esa acción, conseguí salvar el poema que habíamos empezado. La mala suerte en la desgracia fue que la madera seca del suelo se incendió rápidamente. En un abrir y cerrar de ojos me encontré en medio de un círculo de fuego.

30

A las casas de la vieja Inglaterra había que reconocerles una cosa: ardían como la paja. Las llamas se avivaron a mi alrededor y me entró un pánico atroz: ¡iban a achicharrarme! Me vino a la cabeza una imagen de una película sobre Juana de Arco que había visto tiempo atrás. Al principio de la película, unos religiosos quemaban a unos herejes. Los herejes gritaban y gritaban mientras las llamas los devoraban lenta y dolorosamente, y vociferaban implorando a Dios que los salvara de aquel terrible tormento. Al verlo, pensé tres cosas. Primera: qué forma más horrible de morir. Segunda: aquellos religiosos tenían una manera muy curiosa de interpretar el amor cristiano al prójimo. Y tercera: ¿qué dios permite algo así? ¿El dios de las bromas pesadas?

Ahora, yo misma me encontraba cercada por las llamas y sentía un miedo indescriptible a sufrir el mismo dolor que aquellos herejes. Y a que, al morir allí mismo, mi cerebro y mi cuerpo también murieran en el presente. Bueno, mi alma probablemente se reencarnaría, eso ya lo tenía claro a aquellas alturas. Viviría una nueva vida (ojalá no fuera en Afganistán ni en Bangladesh, ni en casa de Britney Spears). O sea que el alma estaba más o menos a salvo. Pero mi espíritu, mi conciencia, mi «yo»… ¡se extinguiría para siempre! Además, continuaba sin saber qué era el verdadero amor. Sería tremendamente triste morir sin haber conocido el verdadero amor.

Las llamas eran cada vez más altas y me tapé la cara con los brazos para protegerme. Entonces oí gritar a Essex:

—¡Allá voy!

Saltó dentro del círculo de fuego envuelto en una manta gris, la echó encima de los dos, me agarró por las caderas y dio otro salto para retroceder. Las calzas se me quemaron un poco por abajo, pero la manta nos protegió de las llamas. Al parecer, Essex se había rociado con el agua de la jarra que había junto a la cama (confié en que se trataba de una jarra de agua y no de un orinal).

Essex era como todos los hombres del ejército: un idiota insensato. Nadie en sus cabales navegaría por medio mundo por orden de la reina ni cortaría la cabeza a hachazos a gentes de otras tierras sólo para llevar plátanos a Inglaterra. Pero a veces era bueno tener cerca a uno de esos necios valerosos. ¡Ahora, por ejemplo! Si no hubiera besado ya a Essex —por mediación de Rosa—, ¡seguro que le habría dado un beso en aquel instante!

—¡Aún no estamos a salvo! —me gritó Essex.

Levantó un poco la manta para que pudiéramos encontrar el camino y vi que el fuego ya había alcanzado una viga de madera que estaba sobre nosotros. Echamos a correr y entonces la viga cayó al suelo con estrépito y nos cerró el paso. Había llamas detrás y había llamas delante. Y, por desgracia, también al lado y encima de nosotros. ¡No había escapatoria!

Con todo, al menos moriría en brazos de Jan. En aquel momento estábamos muy juntos, al menos físicamente. Agazapados debajo de la manta gris, ignoré la circunstancia de que realmente olía un poco fuerte a cuña de enfermo. Miré a la cara a aquel hombre maravilloso y no pude evitarlo: volví a darle un beso en la boca.

¡En verdad que no había imaginado así mi último instante en este mundo!

Esa vez, Essex no me miró sorprendido ni tampoco espantado, sino totalmente desconcertado. No quería matarme por el beso, como unos segundos antes, sino que más bien parecía… ¿agitado emocionalmente? ¿Le había gustado un poco el beso? Eso era imposible, ¿no? Sería una locura. Una locura aún mayor que todo lo que me había pasado hasta entonces.

Pero quizás, tal vez, a lo mejor, podía ser que nuestras dos almas estuvieran predestinadas y que él lo notara en ese instante aunque yo me hallara dentro del cuerpo de un hombre. A lo mejor yo no era la interferencia en el ciclo del amor eterno entre Jan y Olivia. ¿Quizás era Olivia la que no dejaba de torpedear una y otra vez el amor eterno de dos almas predestinadas? ¿El alma de Jan y la mía?

Tenía que saberlo y por eso volví a besar a Essex, esta vez dulcemente en la mejilla.

No supo cómo reaccionar.

Algo en su interior se sentía terminantemente atraído por mí.

Y, a pesar del increíble calor que hacía, eso me produjo un agradable escalofrío.

Seguro que Essex tampoco había imaginado así sus últimos instantes en este mundo.

Fue un momento casi romántico, lástima que el fuego se avivara a mis pies. El calor allí abajo se hizo insoportable. Tanto que tuve que ponerme a dar brincos para escapar de las llamas que devoraban el suelo. Essex hizo lo mismo. Y, así, los dos saltamos arriba y abajo como turistas que se han olvidado de ponerse las chancletas en una playa de Grecia a pleno mediodía. El fuego empezó a chamuscarme las calzas; ya estaban negras y arderían en cualquier momento. Despavorida, brinqué cada vez más y más alto. Eso ya no tenía nada que ver con el romanticismo, sino más bien con ideas como: ojalá me hubiera ido a la cama con Axel y no a la caravana del hipnotizador.

Entre el chisporroteo de las llamas oí de golpe un crujido. Procedía de la madera carbonizada debajo de nuestros pies. El suelo cedía lentamente a causa de nuestros saltos despavoridos.

—¡Tenemos que dejar de saltar! —le dije aterrorizada a Essex.

—Entonces nos quemaremos —replicó.

—Y, si no, romperemos el suelo.

Fue acabar de decirlo y lo atravesamos. Entramos en caída libre y yo le grité a Essex al oído:

—¡SOCORROOOOO!

Nos desplomamos contra el suelo del piso de abajo, de donde los moradores debían de haber escapado del fuego hacía rato. Yo aterricé encima del pobre Essex, que amortiguó mi caída. Aun así, continué gritándole al oído:

—¡OOOOOOO!

—Deja de gritar o me volveré… ¡mierda!

—¿Te volverás «mierda»? —pregunté perpleja.

—No —contestó señalando hacia arriba—. El techo está a punto de derrumbarse. Por eso he gritado «mierda».

—Mierda —confirmé con la vista clavada en un madero en llamas que acababa de soltarse.

Con gran presencia de ánimo, Essex cogió impulso y rodó conmigo hacia un lado mientras el madero se estampaba a tan sólo medio metro de nosotros.

Entonces fue Essex quien quedó encima de mí. Y yo miré de nuevo a mi salvador con ojos enamorados, cosa que lo desconcertó visiblemente.

—Te estaría muy agradecido si dejaras de mirarme constantemente de ese modo.

—¿Te molesta? —pregunté.

—Por asombroso que parezca, no —contestó en voz baja.

¡Pues a mí, sí!

—Hay algo en ti que me atrae… —balbuceó Essex confundidísimo, y lo dijo mirándome realmente fascinado.

Si yo hubiera estado en un cuerpo de mujer, fijo que en aquel momento me habría besado. El corazón me latía con fuerza porque ya no cabía negarlo: ¡existía realmente una conexión entre nuestras almas! Una conexión que había perdurado a través del tiempo. Incluso más allá de la línea divisoria entre los sexos.

31

En situaciones extremas la gente reacciona de manera extrema, naturalmente. Y si salíamos de aquella, Essex tenía mi permiso para besarme. Por mí, como si quería lamerme la cara como un chucho. Pero ¡aquél no era el momento adecuado! Por eso grité:

—¡Tenemos que salir de aquí, Rosa!

Aunque Shakespeare tenía razón, no me gustó que destruyera aquel momento mágico con sus palabras.

—Tenemos que levantarnos —le dije a Essex, que asintió moviendo la cabeza.

Sacamos fuerzas de flaqueza y salimos corriendo del piso vacío hacia la escalera, que también estaba ardiendo. Había humo negro por todas partes, apenas se veía nada. Bajamos las escaleras a trompicones y cada vez costaba más respirar. El humo era cada vez más espeso, te obstruía los pulmones. Por asombroso que pareciera, Essex era el que peor lo llevaba.

El cuerpo de un actor que se desgañita todos los días en el escenario está en mejor forma que el de cualquier soldado.

Sujeté a Essex, que poco a poco fue perdiendo el conocimiento. A mí apenas me sostenían las piernas y me sacudían unos fuertes ataques de tos. Pero no podía dejar tirado a Essex. Además, amaba demasiado a aquel hombre… o a Jan… o a su alma… Así pues, lo bajé entre estertores por la escalera. A través de la espesa humareda distinguí el contorno de la puerta. Bajé el último peldaño, sólo faltaban unos metros para llegar a la libertad. Sin embargo, el humo era cada vez más espeso e insufrible, yo tosía mucho y me daba la impresión de que escupía grumos de alquitrán. Sentí un mareo, mi conciencia menguaba segundo a segundo. Con mis últimas fuerzas alcancé la puerta. Palpé a través del humo negro buscando el picaporte. Mi mano resbaló por la madera de la puerta en busca de un tirador. La madera estaba muy caliente, noté en los dedos un hollín denso y pegajoso… ¡y por fin di con el picaporte! Iba a tirar de él con mis últimas fuerzas… y comprobé que ya no me quedaban últimas fuerzas. Me desplomé, con Essex inconsciente en mis brazos, justo ante la puerta, a pocos centímetros de la salvación. Los dos moriríamos asfixiados. O quemados. Lo que ocurriera antes. Y mi último pensamiento fue: una muerte al estilo de las grandes tragedias de amor.

Si no se tenía en cuenta el mal olor de la manta.

Si aquellos dos paletos no hubieran pasado tanto rato mirándose enamorados a los ojos, nos habríamos salvado y no moriríamos vilmente delante de la puerta. Pero tuve suerte en esa desgracia inconmensurable: al desmayarse Rosa, de repente volví a notar mi cuerpo. Asombradísimo, intenté mover los dedos… ¡y lo conseguí! ¡Podía controlar de nuevo mis extremidades! ¡Qué alegría tan increíble! A pesar del calor sofocante y de hallarme en peligro de muerte, me sentí inmensamente feliz de no estar aprisionado en mi cerebro. Sin embargo, ironías del destino, llevado por la euforia perdí unos segundos valiosísimos moviendo los dedos contento arriba y abajo, como un niño pequeño que aprende a contar. Cuando quise levantarme a duras penas, el humo me privó de mis sentidos y me desplomé. A pocos centímetros de la puerta de mi casa. Ahí, fue mi último pensamiento, acabaría mi vida, en los brazos de un soldado. Eso no era un final para una gran tragedia, ni tampoco para una gran comedia. Hacía falta un nuevo vocablo para mi estúpido modo de actuar: ¡aquello era una cretinedia!

32

—WILL… —Oí decir a alguien en la lejanía.

—¡WILL! —El grito fue más fuerte.

—¡¡¡WILL!!!

No me atrevía a abrir los ojos. ¿Dónde estaba? ¿Con Próspero en la caravana del circo? ¿O en una nueva vida en casa de Britney Spears? Pero ni Próspero ni Britney me habrían llamado «Will». Además, aún hacía mucho calor y apenas podía respirar; por lo tanto, seguía en las escaleras llenas de humo. Les di a mis ojos la orden de abrirse y a través del humo negro distinguí una figura alta y gruesa: ¡era Kempe! Había derribado la puerta y me había cogido en brazos.

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