Yo, mi, me… contigo (11 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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Por otro lado, ¿de qué servía la comparación? Como solía decir mi padre: «Por desgracia, mi ciática no mejora porque la gente pase hambre en África.»

Aquellas gentes no se lamentaban de nada, a pesar de tantas fatigas: en vez de eso, renegaban, vociferaban y gritaban. Y mientras las miraba, no pude evitar pensar que, en mi época, llevaban siglos muertas. Hacía mucho que eran polvo en la tierra, incluso sus ataúdes eran polvo en la tierra, y probablemente también lo eran sus lápidas. Aunque vivieran ochenta años, su existencia sólo sería un abrir y cerrar de ojos en el curso de la historia del mundo. Lo mismo valía para la gente de nuestra época en el tercer milenio. Todo lo que tanto nos alteraba acabaría siendo completamente insignificante en el transcurso del tiempo: las crisis económicas, las catástrofes climáticas, las tarifas de los móviles…

Todos éramos de lo más efímero.

El único consuelo era que, por lo visto, el alma renacía aunque no nos diéramos cuenta. Al parecer, el alma vivía su propia vida inmortal, mientras todo lo demás moría: tanto los distintos cuerpos que albergaban sucesivamente el alma, como el espíritu que constituía nuestro «yo», nuestra personalidad, nuestra individualidad. El «yo» consciente de mí, Rosa, moriría. Lo único que siempre quedaría era el alma, una sustancia eterna sin conciencia.

Me pregunté si aquella gente haría las cosas de otra manera si supiera lo que yo sabía ahora: que su «yo» era efímero. La mujer gorda con una falda raída, ¿se enfadaría tanto porque las manzanas que pretendían venderle estaban carcomidas por los gusanos? El viejo de las calzas demasiado ceñidas, ¿seguiría permitiendo que su mujer se burlara de él diciendo que era «hombre con unos cataplines que parecían ciruelas pasas»? La condesa María, ¿lloraría la muerte de su hermano durante siete años si supiera que no habría muchos más períodos de siete años en su vida? El chaval de unos once años que se ofrecía en la calle a los viandantes para echar las ratas de sus casas a cambio de dinero, ¿no iría a la escuela si fuera más consciente de que sólo podía desarrollar esa vida?

Y yo, ¿me habría hecho maestra?

Más bien no.

En aquel instante comprendí cuánto tiempo precioso había malgastado ya. Por ejemplo, con mi primera experiencia sexual. Y con la segunda. Y con muchas otras. Y con mis primeras relaciones. En total, eso sumaba aproximadamente una tercera parte de mi vida, que había malgastado y nunca recuperaría.

Además, aún había un montón de cosas que no había apreciado en mi vida y de las que, visto en retrospectiva, debería haber disfrutado más: el tiempo que mis padres querían pasar conmigo. Tampoco había sabido valorar nunca debidamente el tiempo que pasaba con Holgi (siempre pensaba que necesitaba amigas de verdad, como las chicas de
Sexo en Nueva York
, pero Holgi siempre estaba a mi lado: cada vez que me emborrachaba, él me llevaba a la cama y así impedía que pasara noches enteras durmiendo con la cabeza metida en la taza del váter) y, naturalmente, también contaba el tiempo que había pasado con Jan y que yo, tonta de mí, no había disfrutado lo suficiente porque estaba preocupada por el miedo a que me dejara por otra, más inteligente y hermosa. ¿Tal vez era eso lo que tenía que aprender? ¿Que debía disfrutar más de la vida? ¿Que el verdadero amor se centra en la vida?

Si era así, aún me quedaba un largo camino por delante.

24

El carruaje llegó al empobrecido barrio donde se encontraba el teatro en cuyo escenario yo había aterrizado en el pasado por la mañana. El cochero me dejó delante del Rose y me recordó que pasaría a buscarme al día siguiente para ir a ver a la condesa María. No me apetecía nada encontrarme con una reencarnación (o mejor dicho, una predecesora) de Olivia, pero aún tenía menos ganas de que me encerraran en la Torre. Así pues, le dije al cochero:

—Hasta mañana.

Cuando se fue, pregunté:

—¿Qué hacemos ahora, Shakespeare?

No recibí respuesta.

—¿Shakespeare? ¿Me habéis oído?

No dio señales de vida. O aún se sentía ofendido o había abandonado el cuerpo. Eso habría sido al menos una suerte en la desgracia. A falta de alternativas, me dirigí al teatro. En ese momento, cientos de personas acudían en masa al edificio para ver la función. La mayoría llevaban ropas harapientas. Al parecer, en esa época el teatro no era para ciudadanos cultivados, sino que más bien era comparable al cine en nuestra época, aunque, afortunadamente, sin palomitas ni nachos con salsas que causaban los mismos estragos en las paredes del estómago que los ácidos de Alien en el suelo de la nave espacial
Nostromo
.

Sentí curiosidad y decidí seguir a la gente, sobre todo porque, según deduje a partir de un cartel, se representaba la mejor comedia que la humanidad jamás había visto:
Trabajos de amor perdidos
. En lo que respecta a textos publicitarios, el teatro de entonces y el cine actual también eran comparables. Sólo cabía sorprenderse de lo poco que había evolucionado la industria publicitaria con el paso de los siglos.

En la entrada del Rose estaba el joven vestido de mujer que había visto por primera vez en el duelo con el loco de Drake. Se alegró muchísimo de verme y chilló emocionado:

—Will, temíamos que Walsingham te hubiera encerrado en la Torre.

Me abrazó y me dio cientos de besos en las mejillas, se comportaba como Bruce Darnell hasta los topes de éxtasis.

—Lo de la Torre aún podría ocurrir —contesté con un deje de fatalismo, y aparté educadamente al joven.

—¡Hola, bardo! —resonó una voz detrás de mí.

Era el gordo con el chaleco de colores chillones. Me agarró por los hombros con sus zarpas, tan fuerte que fue un milagro que no me rompiera en mil pedazos.

—Después de la función —atronó—, ¡iremos a emborracharnos!

En vista de las circunstancias, emborracharse era una idea muy atractiva, y tampoco quería hacerle un desaire a aquel tipo simpático. Lo último que necesitaba era que a alguien le asaltara la sospecha de que yo no era Shakespeare. Así, pues, contesté:

—Eso estaría bien.

—¡Y nos zamparemos unos muslos de pollo asados! —exclamó contento el gordo.

De hecho, me ladraba el estómago y, puesto que deduje que los muslos de pollo asados no tendrían un sabor muy distinto a los de nuestra época, contesté de nuevo:

—Eso aún estaría mejor.

—¡Y luego fornicaremos con las prostitutas! —exclamó el gordo radiante de ilusión.

—¿QUÉ?

—Fornicaremos con las prostitutas. Hasta que nos paguen de puro agradecimiento.

—¡No, gracias! —me apresuré a contestar.

—¿Por qué no? —preguntó el gordo, sorprendido.

—Porque no —contesté.

—¿Y por qué no?

Con las prisas, sólo se me ocurrió una respuesta típica.

—Tengo la regla.

—¿Que tienes… QUÉ? —El gordo estaba estupefacto.

—Ejem… —me corregí deprisa y corriendo—, quiero decir que tengo la regla de no dormir con prostitutas.

—Pues ayer no tenías esa regla.

¿Shakespeare frecuentaba los burdeles? Mi alma me resultaba menos simpática a cada segundo que pasaba.

—Yo mismo te elegí la prostituta —prosiguió el gordo—. Se llama Kunga y viene de tierras lejanas de África. Sabe hacer cosas maravillosas en el trapecio…

—¿En el trapecio? —pregunté con desasosiego.

—Sí, se cuelga cabeza abajo y cuando el hombre que tiene delante se desabrocha los…

—¡No te lo he preguntado! —me apresuré a interrumpirlo.

—¿En serio no quieres acompañarme? —El gordo estaba muy desilusionado.

—No, no… Necesito dormir urgentemente.

—Shakespeare, ahora mismo no me gustas nada —comentó el gordo, y me miró lleno de preocupación, como siempre hacía Holgi. ¡Exactamente igual!

Luego cantó una canción tonta, igual que hacía Holgi:

—¡Runga, Kunga, tú te pierdes a la chatunga!

Sus rimas eran igual de malas que las de Holgi. Además, el gordo se parecía mucho a mi mejor amigo en su manera directa de ser. ¿Sería que no sólo las almas enamoradas se arrastraban juntas a través de los siglos, sino que también lo hacían las almas amigas?

—Empieza la función —gritó el chico vestido de mujer, y salió corriendo hacia la parte de atrás del escenario.

El gordo lo siguió y quiso que yo lo acompañara. Pero, en primer lugar, yo no tenía ganas de seguir escuchando sus canciones sobre las cualidades de Kunga y, en segundo lugar, quería quedarme entre el público. La gente estaba de pie alrededor del escenario, sólo había asientos en la parte de arriba para los pocos nobles que se atrevían a frecuentar la zona. El ambiente no era como en el cine, sino que se parecía más bien al de un concierto de rock. Y las estrellas eran los actores. Nada más salir a escena los primeros, el público ya lanzó gritos de alegría. Empezó la obra y los espectadores disfrutaron huyendo de sus duras vidas y dejándose llevar a las imaginarias tierras de Navarra, donde el joven rey y sus amigos prestaban juramento de no relacionarse con mujeres y dedicarse únicamente al estudio de la literatura y la ciencia. Como era de imaginar, esa promesa no resultaba fácil de cumplir, pues la princesa de Francia y sus amigas aparecían en Navarra y los jóvenes nobles se volvían locos por ellas. Una historia de amor delirante, al estilo de las que conocíamos por las comedias de Hollywood, se puso en marcha sobre el escenario. Al público no le molestaba que el reino de Navarra donde transcurría la acción se ilustrara con poquísima escenografía (desde una perspectiva moderna, francamente ridícula). No necesitaban grandes decorados, ni efectos especiales que costaban una millonada; se los imaginaban gracias a los actores. Y eso que hacía falta mucha imaginación: por algún motivo que se me escapaba, todos los papeles femeninos estaban interpretados por jovencitos, con lo cual las escenas de amor tenían cierto aire de
La jaula de las locas
.

Aquel teatro era muy distinto al de nuestra época; allí se trataba de entretener a la gente, de ofrecerles emociones, y no de rollos macabeos abstractos para culturetas. Y los espectadores se implicaban: se alborotaban cuando los hombres, locos de amor, hacían el ridículo, se ablandaban cuando los enamorados confesaban sus sentimientos y contenían el aliento cuando el rey de Francia moría y la princesa tenía que regresar a su país sin poder casarse antes con su gran amor, el rey de Navarra.

Incluso en hombres rudos, que probablemente sólo lloraban si les metían el dedo en el ojo en una pelea, afloraban los sentimientos. Yo también tenía lágrimas en los ojos, y no sólo porque me identificara con el hombre vestido de mujer que interpretaba a la princesa. Lo que me emocionó sobremanera fue que más de mil personas se entusiasmaran tanto con la historia que olvidaran sus preocupaciones y experimentaran emociones profundas y maravillosas. Emociones que en sus vidas reales quizás nunca sentirían. Y todo porque Shakespeare había escrito una obra.

Mi alma era capaz de eso… ¡increíble!

¿Significaba que yo también era capaz? ¿Que había más cosas en mí?

¿No sería fantástico?

No muy probable.

Pero fantástico.

25

Al final de la función, hombres y mujeres estaban de acuerdo en que Shakespeare debía de ser la persona más romántica del mundo o no habría podido escribir semejantes diálogos amorosos. «Si supieran…», pensé.

Pero luego me vino algo a la cabeza: ¿Se podían escribir semejantes manifestaciones de amor si no se sentían? Quizás la gente tenía razón: Shakespeare debía de tener un lado romántico en algún lugar profundo de su interior.

Y aún me chocó otra cosa:
Trabajos de amor perdidos
era una comedia alegre, pero no acababa bien. ¿Por qué tenía un final tan triste? ¿Estaría relacionado con la vida de Shakespeare? ¿Algo lo había afligido tanto que sólo podía expresar su romanticismo en sus obras? ¿Era un alma herida? ¿Igual que yo?

Al acabar la obra, le pedí al gordinflón llamado Kempe que me acompañara «a casa». Yo no tenía ni idea de dónde vivía Shakespeare, y el dramaturgo seguía sin responderme. Kempe salió conmigo del teatro, a la calle iluminada por la luz rojiza del atardecer, donde los espectadores animados se ponían en camino hacia sus hogares.

—¿No me dirás que no tenemos un oficio fantástico? —preguntó apasionado el gordinflón.

—Yo… diría que sí —afirmé dándole la razón.

Hacer feliz a la gente debía de ser realmente fantástico. Sí, claro, también había maestras que ejercían de maravilla su oficio y encontraban satisfacción en él, pero yo no pertenecía en absoluto a ese grupo. Yo más bien hacía infelices a los niños, y la cosa era mutua. Los alumnos y yo estábamos en una situación donde todos perdíamos.

—La gente sale muy contenta, eso es magnífico… —opiné.

—No me refería a eso —replicó Kempe.

—¿Ah, no? —pregunté sorprendida.

—No tenemos que ir a trabajar todos los días, podemos dormir hasta tarde, podemos enseñar el culo en el escenario sin que los soldados nos corran a latigazos… Somos bufones y gozamos de la libertad de los locos. Y la guinda del pastel de nuestra vida es que el dueño del teatro también tiene un burdel. ¿Seguro que no quieres acompañarme a ver a Kunga?

—No, no… Me duele la cabeza.

—Hay otra prostituta nueva, se llama Kitty —dijo Kempe, y se puso a cantar otra vez—: Y Kitty es tan prieta que me encanta tocarle una te…

—No, gracias —lo interrumpí antes de que continuara cantando—. Necesito tumbarme.

—También hay una mujer nueva que se llama Vicky.

—¡Ni se te ocurra hacer una rima con su nombre!

—Te estás haciendo viejo —dijo Kempe suspirando—. Y eso que tienes diez años menos que yo.

Kempe me acompañó hasta una casita de madera que tenía un aspecto bastante miserable por fuera, y se despidió de mí para ir a ver bailar a Kunga:

—Cuando Kunga baila es una joya, y a mí se me excita la…

Le cerré la puerta en las narices.

Luego escudriñé con la mirada aquella casa vieja y vi una escalera estrecha y muchas puertas; era obvio que allí vivía mucha gente. Seguramente Shakespeare no ganaba mucha pasta con sus obras; de lo contrario, se podría haber permitido un alojamiento mejor. No tenía la más remota idea de en qué habitación viviría. Subí por la escalera estrecha y torcida, encontré la puerta de una habitación abierta, me colé dentro y vi un camastro de madera espartano, una tina de madera donde probablemente podías sentarte para tomar un baño y una pequeña mesa sobre la cual había una pluma, un tintero y un montón de pergaminos. Me acerqué a la mesa, eché un vistazo al texto escrito en la hoja de encima y leí: «Hamlet, una comedia. De William Shakespeare.» Entonces lo supe: aquél era el hogar del bardo, podía echarme a descansar por fin.

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