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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil (3 page)

BOOK: Yo y el Imbécil
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—El plastiquillo del nene —dijo.

—¿Así que te piensas mear en mi ausencia y en mi cama? —le dijo mi abuelo.

—Sí, el nene se va a mear.

Así es el Imbécil: un niño sin complejos y con bastante morro.

Ahí se quedó el plastiquillo hasta el día en que se fue mi abuelo y mi hermano lo sacó para ponerlo debajo de la sábana. Y las noches anteriores a que mi abuelo se fuera, él siguió meándose en su cuna, sin plastiquillo, porque a él no le importa mojar su colchón. Lleva haciéndolo cuatro años, desde que nació, y es una tradición que no quiere perder, por mucho que mi madre se lo haya contado a medio barrio para ver si se pone rojo. Mi madre no se da cuenta de que el Imbécil no tiene vergüenza.

También hablábamos de un tema que yo y el Imbécil llamamos «El día que yo falte». Es un tema que le gusta bastante a mi abuelo y que siempre empieza así: «El día que yo falte…», y luego sigue contándonos lo que nos dejará en testamento a los dos, porque somos lo que más quiere en este mundo. A mi madre no le gusta cuando mi abuelo empieza con el rollo de «El día que yo falte», y a nosotros antes, cuando éramos más pequeños, tampoco nos gustaba. Casi siempre acabábamos llorando y dándole puñetazos a mi abuelo por hablar de esos temas mortales. Pero ahora nos hemos acostumbrado. Que le hemos cogido el gusto. Y ahora los que acabamos pegándonos somos yo y el Imbécil porque los dos lo queremos todo: la casa del pueblo, el dinero de la cuenta, la dentadura postiza, el último cupón de la ONCE o de la Lotería, las bufandas… Hubo un día que nos pegamos por el tazón que tiene mi abuelo para tomarse el soperío por las noches, y mi abuelo nos castigó dos días seguidos sin jugar a «El día que yo falte…»

Pero la verdad es que cuando llegó el momento de la verdad, el momento en que mi abuelo tenía que ingresar en el hospital, y mi madre empezó a hacerle la maleta, a mí se me hizo un nudo en la garganta tan grande que al tragar saliva parecía un pavo, y al Imbécil le pasó lo mismo porque le oía hacer el mismo ruido que hacía yo. Mi madre le metió dos pijamas nuevos en la maleta, y mi abuelo le decía: «¿Para qué dos pijamas nuevos, Cata, si sabes que me van a poner allí una camisola?». Pero a mi madre eso le entró por un oído y le salió por el otro porque ella decía que aunque sólo fuera para que las enfermeras tuvieran muy clarito que mi abuelo era un viejo que estaba cuidado y que tenía una familia.

Yo, sin decirle nada a nadie, fui a sacar dinero de mi cerdo para hacerle un regalo a mi abuelo antes de que se marchara, pero mi cerdo estaba como siempre: seco. Tuve que arrastrarme pidiéndole dinero al Imbécil, que no sé cómo lo consigue, pero siempre tiene algún billete guardado en uno de sus rincones secretos: dentro de la casita de los Pinipones o dentro de la caravana de la Barbie-Caravana. Esta vez, sacó un billete de mil pelas de debajo del colchón de mis padres. Es un niño amante de las tradiciones. Nos bajamos a la calle, y en la puerta del
híper
se me ocurrió una idea impresionante: nos haríamos una foto los dos juntos en el fotomatón que hay a la entrada. Fue muy difícil explicarle al Imbécil que teníamos que ponernos con las caras pegadas para poder salir los dos bien en la foto. Una vez que hicimos un ensayo general y que yo creí que lo había entendido, me subí al Imbécil encima y eché el dinero. Pero fue echar el dinero y empezar a ponernos nerviosos y a pelearnos por tener más sitio en la foto. El Imbécil me agarró de la cara y me la echó para atrás,
¡flash!
, y ahí se fue la primera foto; yo me defendí y abrí las piernas y dejé que el Imbécil se cayera al suelo,
¡flash!
: la segunda; la tercera se disparó cuando el Imbécil trepaba otra vez por mí agarrándose de mi pelo y de mis gafas, y la cuarta, cuando ya había conseguido subirse y estaba el muy bestia a punto de morderme en la cara. De pronto, la máquina se paró y los dos dejamos de pelearnos. Nos quedamos allí,
cortaos
, yo con el Imbécil encima, los dos con las caras muy juntas, y todavía jadeando y sudando. Estábamos en la posición ideal para hacernos la foto que hubiera deseado cualquier abuelo a punto de operarse de la próstata. Pero habíamos perdido nuestra oportunidad. Salimos de la cabina y esperamos las fotos. Ahí estaban las cuatro fotos: parecía la secuencia de una película de niños criminales. Al lado de la cabina había un puesto de marcos de plástico. Compramos uno para cuatro fotos. El tío que los vendía te ponía la frase que quisieras, y como eso de «Papá, no corras» ya está muy visto, y además mi abuelo ni es mi padre ni conduce, le dijimos que nos escribiera: «Tus nietos no te olvidan». Cuando subimos a casa y se lo dimos, mi abuelo se quedó callado, bastante emocionado.

—Hemos hecho como que nos peleábamos —le dije—, para que nos recuerdes como somos siempre. ¿Te gusta la frase?

—Muchísimo —dijo mi abu a punto de llorar—, si algún día falto, quiero que me pongáis una idéntica en el cementerio.

Y ahora fuimos nosotros los que nos echamos a llorar, porque a veces mi abuelo se pasa tres pueblos.

—No le hagáis caso —dijo mi madre—, que os lo dice para que le deis besos.

Así que le dimos seis o siete, y algunos en toda la boca, para que se callara y no dijera más tonterías antes de irse.

Brazos de pollo

Mi madre no nos quería llevar al hospital porque decía que no era un espectáculo bonito para unos niños de la infancia, y porque además los niños siempre molestan en los hospitales a las personas enfermas, porque se tumban en la cama de los enfermos moribundos y les desconectan el gotero vital y se pasan el rato dándole a la manivela que sube el respaldo de la cama de las personas operadas, porque a esos niños les hace mucha gracia que el enfermo moribundo diga: «¡Ay, que me tira la cicatriz, que me tiran los puntos!». Total, que al final una enfermera gorda como un camión entra en la habitación y le dice a la madre de esos niños: «¡Lléveselos, por favor, señora mía, lléveselos a un lugar donde yo no pueda encontrarlos nunca, porque si no se los lleva, voy y les clavo esta inyección de calmante que tengo en el bolsillo de mi bata y los dejo en la sala de niños dormidos que tenemos aquí mismo, en el hospital; una sala que hemos habilitado para niños inaguantables!».

Eso nos dijo mi madre, que, como verás, no se corta un pelo a la hora de meterles miedo a sus propios hijos. Incluso nos representa el papel de la enfermera adormecedora de niños, que se le pone una cara de madre envenenadora que te da un miedo que te . . . . (rellénalo). El Imbécil ya se había metido dentro del mueble-bar, y yo, aunque ya soy un niño bastante viejo, no podía evitar imaginarme aquella sala llena de camillas de niños dormidos, decenas y decenas de niños anestesiados, durante días y días, como castigo a su pesadez con los pobres enfermos moribundos. Ya digo que, aunque ya sé que esa historia la contaba mi madre para que el Imbécil la dejara marcharse sola al hospital, y yo sabía el truco (del almendruco), porque soy un niño bastante sensible y esas cosas me impresionan. Ya debería estar acostumbrado, porque una vez le dijo al Imbécil, para no llevárselo al
híper
, que a los niños que saltaban dentro de los carros y que corrían por los pasillos los metían en jaulas y los dejaban en la sección de animales para que la gente les echara cacahuetes. Y otra vez nos dijo que si no nos acostábamos mi padre había dicho que no volvería el viernes. En fin, que yo sé que emplea esas sucias mentiras para que el Imbécil obedezca, porque es un niño (lo denuncio públicamente) bastante peor educado que yo, pero luego, cuando el Imbécil se pone a llorar, mi madre dice: «Ay, pucherín, pucherín», y el Imbécil vuelve a hacer casi todo lo que le sale de sus narices llenas de mocos.

Pues en ésas estaba mi madre, metiéndonos el miedo en el cuerpo, cuando sonó el teléfono y, como estábamos ya en ese ambiente de terror, fue oírlo y meternos a una el Imbécil en el mueble-bar, cerrando la puerta desde dentro, y yo debajo del sofá.

Enseguida nos dimos cuenta de que era mi abuelo, que llamaba desde el móvil del abuelo que tenía en la cama de al lado. Le dijo a mi madre que ya le habían hecho todas las pruebas del mundo (mundial) y que le operaban dentro de dos horas, y que quería que nos llevara al hospital para despedirse de nosotros antes de la anestesia que le iban a poner, que era una anestesia bastante general. Mi madre dijo que no que no, que los niños en los hospitales son un incordio; pero nosotros oímos chillar a mi abu desde aquel móvil del otro abuelo y mi madre tuvo que decir que bueno, que vale, que siempre lo que digáis.

El caso es que le había metido tanto miedo al Imbécil con el rollo de la enfermera terrorífica que luego nos costó un buen rato sacarlo del mueble-bar y vestirlo y subirlo al autobús y sacarlo del autobús, que se había agarrado al asiento como una lapa, y meterlo en el hospital, que se agarró también a los pantalones de un señor que había en la puerta, que casi se los baja. Menos mal que era uno de esos señores raros, que yo no sé por qué le hacen gracia esas cosas de los niños de la infancia, y le dijo a mi madre: «Señora, no se preocupe, si yo lo entiendo, si yo pudiera tampoco me veían por ahí dentro». Al Imbécil se le pasó el terror cuando le compramos un kit-kat, un crunch y unos emanens, porque es un niño bastante consumista y cuando mi madre se gasta dinero en él se consuela bastante. Esto último no lo voy a criticar porque a mí me pasa lo mismo. En algo se tenía que notar que somos hermanos.

Cuando llegamos a la habitación de mi abuelo, mi pobre abu estaba mirando cómo comía el señor de al lado, el del móvil. El Imbécil le quitó un trozo de pan al señor, se lo mojó en la sopa y se lo fue a dar a mi abuelo, pero mi abuelo dijo que la enfermera le había dicho que antes de una operación uno no se podía comer ni las uñas. A mi abuelo no sólo le habían quitado la comida, también le habían quitado la ropa. Estaba tapado con la sábana y tenía los brazos al aire, unos brazos muy finurrios, con un poquillo de piel colgando. Se ve que yo y el Imbécil pensamos lo mismo, porque el Imbécil se subió en la cama y, tocándole con la punta de los dedos (como si le diera un poquillo de asco) la piel que le sobraba en los brazos, dijo:

—El abuelo tiene brazos de pollo.

Y todos nos reímos bastante. Mi madre también, aunque luego dijo: «Bueno, bueno, no os empecéis a animar, que os conozco». Pero ya era tarde, el Imbécil saltaba en la cama y cantaba: «¡Brazos de pollo, brazos de pollo!», y yo, para animar el momento, les subía y les bajaba el respaldo de la cama. Mi madre nos miraba y decía: «¡Esto yo ya me lo imaginaba, como si lo hubiera vivido!». Le pidió el teléfono al compañero de mi abuelo para llamar a la Luisa y tenerla al tanto. Nosotros nos reíamos y mi madre hablaba por el móvil. Oí al señor enfermo que le decía a mi abuelo:

—¿No tendrá usted más familia, verdad?

Pero a mi abuelo no le dio tiempo a responder que éramos sus únicos nietos sobre la tierra, los herederos de su cartilla de ahorros y de sus váteres en Mota del Cuervo, porque en ese momento entró ella, la enfermera envenenadora, y dijo:

—Ha llegado el momento.

El cupón revelador

Cuando la enfermera dijo aquello de «Ha llegado el momento», se hizo un silencio bastante sepulcral. Tan sepulcral, tan sepulcral, que pudimos oír cómo la nuez de mi abuelo subía y bajaba por la saliva que tuvo que tragar al ver a aquella enfermera enorme plantada delante de él. Nada más verla, el Imbécil metió la cabeza debajo de la almohada de la cama de mi abuelo. El Imbécil es de esos niños que se creen que si se tapan la cabeza se vuelven invisibles. Hasta el año pasado, la Luisa y mi madre le hacían un jueguecito que a mí me ponía cardíaco; el jueguecito consistía en que le ponían una servilleta al Imbécil en la cabeza y entonces mi madre y la Luisa decían: «Cucú», y entonces el Imbécil se quitaba la servilleta de la cabeza y decían los tres: «¡Trastrás!», y los tres se reían muchísimo. Con el jueguecito del cucú-tras-trás, consiguieron que el Imbécil se crea que con taparse la cabeza desaparece, y ya no hay quien le quite esa idea. Hay veces, cuando no le gusta la comida, que empieza a dar vueltas de un lado a otro del salón, y mi madre va detrás de él con la cuchara llena. En el momento en que ya mi madre consigue acorralarle, él utiliza la servilleta como último recurso. Se la quita del cuello, se la pone en la cabeza, y dice:

—El nene no está.

Y ya puede mi madre reñirle, insultarle, amenazarle con los más terribles castigos de una madre, que no hay manera: no está y no está. Yo creo que él mismo se ha convencido de que nadie puede ver su cuerpo gordo ni su cabezón debajo de la servilleta. Se lo advertí a mi madre, se lo advertí: «Este juego del cucú-trastrás nos traerá problemas», y mi madre me dijo:

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