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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil

BOOK: Yo y el Imbécil
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En esta nueva entrega de Manolito Gafotas, el querido personaje creado por Elvira Lindo, este correrá nuevas y emocionantes aventuras junto a su hermano, el Imbécil.

El ser que más quieren, el abuelo, pasará por un mal momento. Manolito y el imbécil sufrirán su primer robo. La Luisa les llevará a comer a un restaurante de lujo donde montarán un buen follón, y hasta les vestirá de azul-pijo.

Mientras, la madre de las dos criaturas está preocupada por el abuelo y tendrá una importante bronca con la Luisa.

Elvira Lindo

Yo y el Imbécil

Manolito Gafotas - 6

ePUB v1.0

nalasss
30.07.12

Título original:
Yo y el Imbécil

Elvira Lindo, 1999.

Ilustraciones: Emilio Urberuaga

Editor original: nalasss (v1.0)

ePub base v2.0

Para Sara y Elisa, hijas de mis amigos Susana y Emilio (Urberuaga), con todo el cariño de su (hada) madrina, que velará siempre para que sean felices como lo son ahora.

PRIMERA PARTE:
Tus Nietos No Te Olvidan
Los de mi barrio se quejan

Lo que te voy a contar en este capítulo de mi vida no se lo cuentes a nadie, porque en este capítulo lloro, y los capítulos en que lloro me dan un poco de vergüenza. Dice mi abuelo que cuando uno tiene tantos libros sobre su vida es normal que de vez en cuando el protagonista (yo, por ejemplo) llore por una terrible desgracia; dice mi abuelo que al lector eso le gusta muchísimo, que el lector se pone a llorar también como si la desgracia fuera suya. Qué lector más raro. Los lectores que yo conozco, que viven todos, por cierto, en Carabanchel Alto, cada vez que el protagonista las pasa canutas se parten el pecho de risa, sobre todo si ese protagonista soy yo. El chulo de mi barrio, Yihad, dice que cuando más le gustan los libros de mi vida es cuando me tropiezo, o cuando mi madre me da una colleja, o cuando él me rompe las gafas. Yihad, además de chulo, es un mentiroso, porque su propia madre me dijo un día:

—No le hagas caso, Manolito; si éste no abre un libro ni aunque salga él.

Al principio, en mi barrio, todos compraron el primer tomo de mi biografía por la novedad y para ver si salían, pero luego dejaron de comprarlos porque se enfadaron bastante, no sólo por cómo los sacaba yo, sino también por cómo los dibujaba Emilio Urberuaga. La
sita
Asunción vino a clase diciendo que a ella la había sacado como una foca, y a todos nos dio tanta risa que la
sita
dijo que no quería volver a ver a ningún niño con un libro de los míos entre las manos. Mi vecina la Luisa dijo que tal y como la había sacado ese individuo en los dibujos, parecía que ella tenía lo menos 50 años.

—Pero, Luisa —le dijo mi madre—, es que tú tienes 52.

—¡Sí, pero eso él no lo sabe, y estarás de acuerdo conmigo, Cata, en que yo aparento diez menos de los que tengo! Un artista no hace eso, un artista te saca favorecida, o no te saca, o que saque a su madre.

—Pero qué me vas a contar a mí, Luisa —le dijo mi madre—, si a mí me pinta siempre con una barbilla que parezco un pelícano.

El señor Ezequiel también protestó porque dice que en los dibujos nunca se aprecian las reformas que ha hecho en el bar:

—Y, verdaderamente, tengo El Tropezón en la actualidad que parece un bar de París, pero este señor parece que no se entera.

—¡O que no se quiere enterar! —dijo un cliente que también salió retratado en uno de los libros. Mi padre también se queja, se queja de que siempre lo saca muy gordo:

—¡Y yo nunca he tenido esa tripa, Cata, nunca la he tenido!

La verdad es que no conozco a nadie de mi barrio que esté contento con cómo ha salido en los libros. Miento, hay uno: el Imbécil, que le encanta vacilar con que el dibujante siempre lo saca en las portadas; pero a mi madre no le hace gracia que siempre lo dibujen con el chupete puesto, porque dice que eso es reírle la gracia.

—Estoy yo intentando quitarle al niño la manía del chupete, y el tío me lo tiene que pintar siempre con el chupete.

Digo que al principio la gente compraba los libros en mi barrio, pero dejaron de hacerlo porque decían que no se iban a gastar un dinero en verse gordos y feos y haciendo el ridículo. Asimismo se lo soltaban a mi madre por la calle, y luego ella me decía:

—Hay que ver, Manolito, que me vas a acabar enemistando con todo el mundo.

—Yo no, mamá; es la que escribe los libros, que siempre se queda con lo peor de lo que le cuento.

Bueno, pues lo que quería yo contar aquí, y que empezaré por el principio de los tiempos, era que un viernes por la tarde fui con mi abuelo al ambulatorio, y que el doctor Morales le dijo a mi abuelo que lo de la próstata no podía seguir así, que había que cortar por lo sano, porque tenía una próstata que era un asco la próstata esa, cada minuto que pasaba más grande. Mi abuelo se puso muy pálido y cruzó las manos por delante de la misma próstata, a lo mejor porque tenía miedo de que el médico cogiera un bisturí del cajón y le pegara un tajo allí mismo. Pero no. «Tranquilo», le dijo el doctor Morales adivinándole el pensamiento, «se la quitaremos en el hospital y con anestesia, como a todos los viejos».

Mi abuelo salió del ambulatorio bastante triste y andando muy despacio.

—Abuelo —le dije yo—, si te pesa mucho la próstata, apóyate en mi hombro para que llevemos el peso entre los dos.

Pero mi abuelo dijo que no andaba despacio por el peso de esa próstata creciente, sino porque a los abuelos, de vez en cuando, también les entra un miedo que te cagas. Teníamos que ir a la Gran Vía porque nos había mandado mi madre a comprar camisetas de termolactil para mí y para el Imbécil, porque a ella le gusta mucho vernos sudar en invierno, y hasta que no nos asoma un sarpullido por el cuello no se queda tranquila. Nos fuimos en taxi porque mi abuelo dijo que con lo triste que estaba no quería meterse en el metro; ya tendría tiempo en un futuro de estar bajo tierra. Así es mi abu: un optimista nato.

Los protagonistas nunca pagan

Compramos las camisetas y él se compró otra y unos calzoncillos, porque mi abuelo dijo que quería darle buena impresión a las enfermeras. Nos quedamos un buen rato en la tienda porque mi abuelo le contó al dependiente su próxima operación, y un viejo que también compraba calzoncillos como mi abuelo le dijo que no se preocupara, que él, desde que se había operado, veía la vida color de rosa. Aquel viejo operado le levantó la moral a mi abuelo, y encima el dependiente los dejó entrar en el probador para que nos enseñara la cicatriz, y no veas si moló, porque era una cicatriz superperfecta, que todos estuvieron de acuerdo (el dependiente también) en que parecía que el médico se la hubiera hecho con tiralíneas. Y mientras estábamos todos agachados viendo «esa maravilla de la cirugía», el viejo se reía de lo contento que le ponía que le echáramos piropos a su barriga partida. Mi abuelo y el viejo se dieron el teléfono porque se habían hecho super-amigos y porque ese viejo quería ir a ver a mi abuelo al hospital para ver si el médico le hacia a mi abu una cicatriz tan superperfecta como la suya.

Cuando se despidieron en la Gran Vía, a mi abuelo le había cambiado el humor y, para celebrarlo, me dijo que iba a comprarse un décimo de lotería en la tienda de una señora que se llama doña Manolita (pero no somos familia). Había mucha cola y yo le dije a mi abu que pasara de comprar, pero mi abuelo decía que le daba en la nariz que aquella era su tarde de suerte, y se le ocurrió que podía dejarme en una librería enorme que hay en la Gran Vía para que estuviera caliente. Mi abuelo me contó que antes a los niños se les dejaba un rato esperando dentro de una iglesia, pero que los niños se ponían a tiritar de frío y la gente les acababa echando monedas y los niños de mayores se hacían mendigos. Cuando mi abuelo me dejó en aquella librería, pensé que entonces a lo mejor de mayor yo me hacia escritor, pero me sacudí la cabeza con las dos manos porque, la verdad, me gustaría ser más guapo de lo que son actualmente los escritores.

Allí me dejó mi abuelo: solo entre tantos libros. Y no te vas a creer lo que me encontré encima de una de las mesas:
Manolito Gafotas, ¡Cómo molo!, Pobre Manolito…
Estaban todos en aquella librería, que debía de ser una de las más importantes de Europa. Me entró una risa incontenible y el dependiente me miró como diciendo: «¿De qué se ríe el niño ese?». Yo le dije que si no le importaba me iba a llevar uno de los libros, y el dependiente, haciéndose el gracioso, me dijo que no le importaba, pero que pasara por caja. Entonces yo le dije que no hacía falta porque yo era el protagonista de esos libros y que los protagonistas nunca pagan los libros en los que salen, que eso lo dice la Constitución Mundial, que es como si Superman pagara por entrar al cine a ver la película de
Superman
. Pensé que le había quedado superclaro con este ejemplo, así que me puse el libro debajo del brazo y eché a andar hacia la puerta para esperar allí a mi abuelo. Pero alguien me puso la mano en el hombro. Me volví. Era el dependiente, que, acercándose mucho a mi cara, me dijo:

—Todavía no ha nacido el niño que se lleve de esta librería un libro por el morro. Soy de Carabanchel Bajo, ¿me oyes? Y no me gustan los graciosos.

La barbilla me empezó a temblar incontroladamente. Aquello se había puesto realmente feo.

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