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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil (7 page)

BOOK: Yo y el Imbécil
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—Déjalo ya de una vez, ni que tú fueras académico de la lengua.

Ya lo ves, yo intento hacer cosas por mi hermano, pero mi madre no me deja.

El Imbécil estaba cada vez más rojo, como él se pone siempre, en el rincón del probador. La Luisa estaba mosqueada por nuestro silencio, porque llevábamos unos minutos cuchicheando.

—Niños, niños —decía dando en la puerta—, que a ver qué pasa, que no me fío ni un pelo de vosotros.

Comprenderás que eran momentos de alta tensión ambiental. Yo le dije al Imbécil que por favor, que no lo hiciera, porque sé que con él no vale ponerse borde. Se oyó un ruido sospechoso.

—Un pedillo —dijo el Imbécil. Le gusta decirlo por si te cabe alguna duda.

—Dos —dijo anunciando otro.

El aire del probador se volvió gris, no te exagero. Menos mal que la puerta del probador no llegaba hasta el techo, porque si llegamos a estar en un ascensor creo que hubiera empezado a preocuparme por la falta de oxígeno. Me puse manos a la obra. Le quité los pantalones azul-pijo, que era lo que más me preocupaba, y le dije que ahora íbamos a ir corriendo al váter.

—El nene no llega.

—Sí que llega el nene, ya verás como sí: tienes que apretar así, fuerte, fuerte, guiñando los ojos de la fuerza que le pones, y ya verás qué bien.

Él seguía todos los gestos que yo le hacía, los imitaba a la perfección, sólo que se me olvidó un detalle importante: yo le decía que apretara, pero que apretara para dentro. Él apretó para fuera. Se le había quitado el color rojo de la cara y ahora me miraba con su cara de niño rubio. Estaba muy serio.

—Ya está. Ya se ha escapado.

Todo lo decíamos muy bajito para que no nos oyera la Luisa, que seguía dando con sus uñas en la puerta.

—¿Pero eres tonto, o qué? —le dije gritándole muy bajito.

Y empezó a mover la barbilla como si fuera a ponerse a llorar. Pero no de esas veces que llora gritando, no; era uno de sus llantos especiales, de esas lágrimas silenciosas que nos hacen llorar a todos en mi casa de la pena que nos entra.

—Bueno, no llores, que lo voy a arreglar.

Me sentí el clásico hermano salvador. El hermano mayor que saca al pequeño de la cárcel; el hermano mayor que recoge al hermano pequeño cuando está tirado en una acera y borracho; el hermano mayor que paga las deudas del juego a ese hermano pequeño. El hermano salvador: ése era yo. Le quité los pantalones haciendo un esfuerzo para no respirar, para que no me entrara el olor por la nariz. La caca estaba en sus calzoncillos y la dejé envuelta como pude en la tela. Lo metí por debajo de la puerta para dejarlo en el probador de al lado. Ya libres del objeto del delito, abrimos la puerta y le dije a la Luisa:

—Que nos están muy bien.

—Ya era hora. Me tenéis aquí media hora esperando.

Asomó la cabeza al probador y lanzó una mirada asesina de inspección.

—Qué mal huele aquí, ¿no?

—Dos pedillos que se ha tirado el Imbécil.

—Pero qué guarro eres, hijo mío —me dijo a mí.

Ésa es la verdad de mi vida: mi hermano hace las guarrerías y yo me la cargo.

—¿Y qué hace ese niño desnudo? —preguntó la Luisa.

—Que se le ha olvidado a mi madre esta mañana ponerle los calzoncillos —dije yo con unos reflejos que a mí mismo me sorprendieron bastante.

—¡Anda que tu madre!

La Luisa nos compró calzoncillos. A los dos, porque se empeñó en ver los míos, y descubrió que tenían un tomate. Nos hizo vestirnos con nuestro equipo nuevo, nos llevó al lavabo y nos mojó el pelo y nos lo echó para atrás. Nunca habíamos llevado unas camisas tan tiesas. Parecía que no teníamos cuello. A nosotros nos daba vergüenza salir a la calle tan distintos de como habíamos entrado allí. Realmente, ése si que era un Hiper Transformador. Las dependientes dijeron qué ricos, qué ricos, y mientras la Luisa pagaba, yo y el Imbécil estuvimos al lado de los niños maniquíes quedándonos paralizados en varias posturas hasta que nos daba la risa. La Luisa nos cogió de la mano y nos dijo que ahora sí que le gustaba ir con nosotros por la calle, que antes éramos niños de vergüenza ajena. Mientras bajábamos las escaleras mecánicas, oímos unos gritos de alguien que salía de los probadores y que hablaba de que alguien se había hecho caca y había abandonado la caca en el mismo suelo.

—La gente no tiene consideración ninguna —dijo la Luisa bastante indignada con la gente—: se hacen caca en los probadores, se mean en la calle, vomitan en las esquinas. El mundo está loco. Angelicos míos —dijo la Luisa, que ahora estaba superorgullosa de nosotros, los niños de azul—, en qué mundo os ha tocado vivir.

Y los dos niños nuevos que éramos le sonreímos como si nunca hubiéramos roto ni un solo plato en nuestras vidas.

Los herederos del Imperio

Salimos del
híper
andando como robots, y no porque la transformación nos hubiera convertido del todo en maniquíes, sino porque con aquellos zapatos tan duros era imposible andar de otra manera. La Luisa dijo que teníamos que andar normales, no haciendo el pato como íbamos porque, al fin y al cabo, ella iba con unos tacones y muchísimo más incómoda que nosotros y corría que se las pelaba. Es verdad que corría. Parecía que se iba a caer, y el Imbécil y yo no nos podíamos explicar cómo unos tacones tan finísimos podían sujetar a un cuerpo tan terroríficamente grande. Es un problema físico que nunca se han planteado los científicos de todo el mundo. Por qué. No sé, estarán a otras cosas.

Nosotros la seguíamos como si fuéramos dos pingüinos, andando con los pies planos y las puntas un poco para arriba. Nos metimos al coche corriendo porque la Luisa dijo que Bernabé, mi padrino, ya nos estaría esperando. La Luisa iba diciendo todo el rato: «Veréis qué sorpresa se va a llevar al veros tan guapos, veréis qué sorpresa». Decía esto y luego insultaba a los conductores que la pitaban con unos insultos que no pienso repetir porque me la cargo. La Luisa se sacó el carné hace poco tiempo, pero ya insulta a los otros conductores como si llevara toda la vida conduciendo.

El trabajo de Bernabé estaba muy lejos, cuando a Madrid ya se le han acabado las casas y empieza el suelo de tierra. Allí, en mitad del campo, había un montón de talleres; pero el más grande y el que más llamaba la atención por el letrero era el de mi padrino: El Imperio de la Aceituna; bueno, como dice la Luisa: «El negocio no es suyo, pero casi», porque mi padrino es el que más manda en todo El Imperio de la Aceituna. Salió a abrirnos un obrero del Imperio con un mono azul, y la Luisa dijo: «Soy la señora de Rivero», y el del mono salió a buscar a Bernabé sin decirnos ni sí ni no. El Imbécil y yo miramos para arriba y estuvimos de acuerdo en que aquel techo estaba tan alto como el de una catedral que vimos una vez que la Luisa se llevó al Imbécil para bautizarlo a escondidas de mi padre, que no le gusta que los niños se bauticen. El techo del Imperio era de uralita pura y tenía abierta una ventana arriba para que se colara el sol, y caía en picado un rayo tan fuerte que como te quedaras mirándolo te entraba la fe divina.

La Luisa saludaba a todos los hombres que había allí, pero ellos no la hacían mucho caso porque estaban muy ocupados trabajando para el Imperio. Ella nos explicó: «Son los obreros». Y nosotros pensamos que Bernabé debía de ser mucho más importante de lo que nosotros habíamos pensado nunca porque tenía tantos obreros, y ese techo abierto y ese rayo divino.

Mi padrino bajó por unas escaleras de un despacho que él tenía a un lado de la nave, un despacho tan colgante como la casa de Tarzán, y se notaba que él era casi el dueño porque su mono iba planchado con raya y tenía bordado a un lado del pecho: «S. Rivero. Encargado». Además, mi padrino llevaba la corbata debajo del mono porque mi padrino les vende aceitunas a personas de todo el mundo, sin discriminación de raza, de religión o de sexo. Mi padrino, con tal de vender, el resto le chupa un pie. Y para vender aceitunas tienes que llevar corbata. Mi padrino hace como Superman, se quita el mono del almacén y debajo aparece Superbernabé con el traje, dispuesto a llevar las aceitunas rellenas al rincón más perdido del planeta.

Cuando nos vio y nos miró y nos requetemiró, a nosotros nos daba la risa. Él decía: «Ay, Dios mío, Dios mío, pero qué chavales más guapos», y llamó a uno que se llamaba Ortega y le dijo: «Ortega, mira qué sobrinos tengo, sácales un regalo a mis sobrinos». Y Ortega salió con un mono mucho peor que el de mi tío, sin planchar con raya, porque el único que puede ir con el mono a raya es el encargado, y Ortega nos sacó un librillo que contaba todas las clases de aceitunas del Imperio, que se lo tuve que leer varias veces al Imbécil en el coche (se ha convertido con el tiempo en su libro favorito), y una lata de banderillas para que nos las comiéramos cuando quisiéramos; como si nos las queríamos comer un día para desayunar, nos dijo.

Tú dirás que a nosotros qué nos importa el almacén de mi padrino. Pues nos importa, y mucho, porque somos sus únicos herederos y le hacemos prometer bastantes veces que todo lo suyo será nuestro. Así que allí, debajo de aquel techo, yo y el Imbécil nos imaginábamos que algún día seríamos los encargados y «casi» dueños de todo. Mi madre tendría que plancharnos dos monos con raya y llevaríamos debajo la corbata y trabajaríamos en el despacho flotante, por encima de todos los obreros, porque el que manda tiene que estar siempre un poco más arriba: como mi padrino. El Imbécil me preguntó por la noche si también tendríamos que llevar peluquín como el padrino, y yo le dije que depende, que si no se te había caído el pelo, pues no tenías por qué, y si se te había caído, pues tú mismo. Le dije que el peluquín era opcional, y él me dijo que algún día sí que se lo pondría, entre otras cosas, porque mi padrino nos dejará en su impresionante herencia cinco peluquines que se ha ido comprando a lo largo de su vida, uno de ellos con pelo de la propia Luisa y que le queda a Bernabé con una onda que parece un cantante.

Nos montamos en el coche y la Luisa lo sacó del aparcamiento como hace siempre: dándole un poco al de delante y otro poco al de detrás; dice que para hacerse sitio. Y salimos de la calle del Imperio dando un viraje que levantó todo el polvo, como si huyéramos de la policía. Bernabé sólo dijo: «Luisa, por Dios, que hay niños»; pero luego se calló porque sabe que a la Luisa no le sienta bien que le saquen faltas. De la misma forma, entramos en la calle del Mesón del Costillar, pero no levantamos el polvo, como a nosotros nos gusta, porque ya estábamos en Madrid.

El Mesón del Costillar era un restaurante superlujoso en el que no habíamos estado nunca ni yo ni el Imbécil, porque mi madre dice que a nosotros no se nos puede sacar porque siempre vamos a lucirnos y a dejarla mal, y que por eso se tiene que ir ella sola con mi padre, aunque bien le gustaría que fuéramos de otra manera y llevarnos a nosotros y a mi abuelo, y que a mi abuelo tampoco lo lleva hasta que no se ponga otra dentadura en condiciones, porque en la comunión del Orejones se le quedaron a mi abuelo los dientes pegados a una chuleta y a la gente le dio bastante risa y a mi madre bastante rabia y no lo olvida ni lo perdona, y le dice siempre: «¡Cámbiate la dentadura, que vas llamando la atención allá por donde vas!». Pero mi abuelo dice que esa dentadura mola porque se la pega y se la despega con la lengua y eso le tranquiliza, como el chupete al Imbécil y como a mí arrancarme los pelos de una ceja cuando estoy nervioso.

La Luisa se empeñó en que comiéramos con una servilleta atada al cuello para que no nos mancháramos el nuevo equipo de herederos del Imperio. A mí me daba bastante corte lo de la servilleta. Al Imbécil, no, porque él la tiene puesta todos los días y hay veces que se ha llegado a manchar de puré hasta los calzoncillos. No me preguntes cómo, que no lo sé. Cuando llegó el camarero, el Imbécil pidió gusanos gordos, que es como él llama a los langostinos, y yo unas salchichas con
ketchup
; pero como no tenían, me tuvieron que traer un chuletón. Es lo que pasa con la comida tradicional, que sólo la encuentras en casa.

Al Imbécil hubo que ponerle más servilletas por los brazos, las piernas y la cabeza. Lo dejamos como una momia, porque el espectáculo que dio era para cobrar entrada. Mojaba los gusanos en la salsa rosa y se llevaba el gusano goteando hasta la boca, se apartaba su pelo rubio sudoroso con la mano manchada de la crema rosa, y luego, el espectáculo continuaba con las cabezas de los gusanos. Con cada cabeza se pasaba chupando media hora, y con tanta fuerza, que los de las mesas de al lado estaban como hipnotizados mirándole. Cuando terminó con todo su plato de gusanos, nos miró un poco hinchado, y dijo con una sonrisa:

—Ya está.

Pero no pudo acabar bien la frase porque al ir a decir
está
, del
ta
le salió un eructo que hizo temblar las paredes del Mesón del Costillar. La Luisa, un poco cortada, le dijo al Imbécil:

—Pero, hijo mío, ponte la manita delante.

Y eso es lo que hizo, se puso la manita delante y soltó otro de sus provechitos espectaculares. Él es, ante todo, un niño obediente.

La perra y la gamba

Cuando salimos del restaurante, la Luisa nos dijo que aquella comida la recordaríamos el resto de nuestras vidas porque nosotros éramos niños que no sabíamos nada de restaurantes tan de lujo, y que además tenía que admitir que para la clase de niños que éramos no nos habíamos portado nada mal, quitando lo de los provechitos del Imbécil (dijo provechitos, te lo juro), y que ella creía que éramos mucho mejores cuando no estaba mi madre presente, porque mi madre no entendía de educación pedagógica, y ella sí porque una vez había leído un libro. La Luisa siempre lee libros de todo, y sabe de todo; se leyó uno de cómo triunfar en los negocios, y por eso Bernabé ha llegado a ser casi jefe del Imperio de la Aceituna. Se leyó otro de
stop
a la celulitis, y por eso siempre le dice a mi madre: «Ya no se llevan las flacas, Cata, lo difícil es estar como yo, llenita pero tersa como un melocotón». El Imbécil siempre quiere tocarle las piernas para comprobarlo, pero la Luisa dice que no, que se ve pero no se toca, y se ríe a carcajadas que da miedo. Se leyó un libro del Antiguo Egipto donde venía cómo hacerte un pergamino auténtico sin salir de Carabanchel (Alto), y tiene el comedor todo lleno de pergaminos auténticos; que no es por exagerar, pero te dan ganas de entrar por la puerta andando de medio lado, como andaban los egipcios de las postrimerías. Y también se leyó el de educación pedagógica. En realidad, se lo compró para educar a la
Boni
, porque dice que es una perra casi humana y los libros de educación perruna no le valen, porque la
Boni
tiene más inteligencia que muchas personas que ella conoce (cuando dice esto nos mira a nosotros). Con el libro de educación pedagógica aprendió a educar a cualquier ser vivo, perras y niños, pidiendo las cosas por favor y siempre con una sonrisa. La
Boni
no aprendió mucho, pero dice la Luisa que no fue culpa del método educativo, sino de que la
Boni
es una perra vieja que lleva toda la vida haciendo lo que le sale de su propio hocico. La Luisa cogía una gamba (o gusano chico, según el Imbécil) y se disponía a darle una orden a la
Boni
. La
Boni
movía la cola con la mirada fija en la gamba. La Luisa decía:

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