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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (12 page)

BOOK: Zombie Island
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Dios. Asco. El agujero era lo bastante grande como para meter un dedo.

El ruido que hace una fregona al golpear el suelo…
pero eso era un recuerdo, no un sonido de verdad. Gary tanteó otra vez con el dedo y oyó el mismo sonido. Era casi como tocar la tecla de un piano. Apretó una vez más y esa vez… esa vez sintió algo real. El metal detuvo su dedo.

La bala.
seccionando la vida de algún sitio, Dios podía verla moverse mientras vibraba mientras los fluidos manaban mientras la vida se movía bajo la blanca corteza carnosa, dentro de la húmeda y fibrosa madera que no era más que un tocón que absorbía vida de algún lugar

Ya casi había terminado. ¿Por qué seguir esforzándose cuando no había esperanza?

VUELTA A EMPEZAR. (El benefactor insistía).

… quizá no eran ramas, sino raíces.

Su pensamiento se tornó voluble, huidizo como un pez en un arroyo cuando los dedos tratan de atraparlo, plateado y brillante bajo el chapoteo del agua, plateado y duro en tu cabeza al intentar cogerlo, requerirá dos dedos para abrirlo un poco más vamos di ah, aaahhh muy bien, seguramente seas el niño que mejor se porta ha sido un placer practicarte una cirugía craneal abierta ji ji, dos dedos dentro, ¿duele? ¿Duele? Ahora mismo no duele nada, tío, estoy cómodamente anestesiado mientras sigue la canción y ahora tengo dos dedos dentro pero las visiones, tío, como este árbol, este ÁRBOL…

Sus raíces se hunden sin fin. Arriba en la superficie a la luz de sol puede que haya manzanas doradas, pequeños fardos prietos de fuerza vital del color de… de… es el color más maravilloso que tus ojos han contemplado nunca. No es ninguno de los siete colores que te enseñan en la escuela. ¿O eran dos docenas? Dekalb y las chicas, claro, dos docenas de ellos esperando, agazapados en la oscuridad tan asustados, con tanto frío y hambre y soledad, pero ellos no lo sabían, no podían saber lo hermosamente vivos que estaban. Allí arriba a la luz del sol, metafórica, claro, porque sin duda todavía es de noche allí arriba en los grandes almacenes, la oscuridad debía de ser total pero en este espacio metafórico, este lugar al que has volado porque estás inconsciente —sí, ésta es buena, un muerto desmayándose— porque, literalmente, estás intentando sacar una bala de tu cabeza con los dedos, en este espacio metafórico Dekalb y etcétera están allí arriba, allí arriba es un día de verano comparado con lo que hay aquí abajo, en las profundidades, expulsado, velado en el fondo del mar, en el fondo entre los muertos, los muertos, los muertos.

SÍ. (Asintiendo, el benefactor estuvo de acuerdo).

… porque ellos, los muertos, también estaban allí, aunque sólo se les percibía débilmente. Abajo debajo de la tierra en la mugre donde las raíces se hunden sin fin como gusanos ciegos que buscan, rascan, como los dedos escarbando en pos de la bala porque oh, sí, que te hayas desmayado Gary no significa que hayas dejado de intentar alcanzar ese círculo dorado que se hunde en el caos, quita eso, en medio de tu gelatinosa cabeza.

«Pero estoy desvariando», pensó Gary. Estaba hablando de los muertos que alimentaban el árbol. Pequeños indeseables apestosos, que apestaban fuerza vital porque sin duda manaba de ellos, despidiendo gases de sus espaldas como si fuera vapor que desaparecía a diferencia de la reluciente vitalidad dorada de Dekalb y sus amigos, no, eso era la sombra de esa energía, carecía de dimensión, era fría y no caliente, oscura, oscurísima en lugar de brillante, pero seguía siendo algún tipo de energía. Suficiente para alimentar el árbol. Suficiente sí era capaz de interceptarla y sí, Gary podía. Gary podía. Porque a diferencia de los distinguibles paquetes de energía que había dentro de los Ángeles de Dekalb, esas frutas a punto de estallar de fuerza vital, todos los muertos estaban conectados, interconectados, unidos en una red de oscuridad rodeada de humo. ¿Había qué?, seis, siete mil millones de personas antes de la Epidemia, pero en cierto sentido sólo quedaba un hombre muerto. La cosa, la Epidemia, el desastre que devolvía los muertos a la vida los unía, los convertía en uno, como un enjambre de langostas tan espeso que tapaba el cielo como si fueran nubes, un número infinito de gotas en donde una acababa la otra comenzaba pero no hay respuesta es un problema
koan
zen: sólo existe uno de nosotros con muchos cuerpos y yo soy su voluntad. Soy su comandante. Sí.

(Hay una conexión, dijo el benefactor, un nexo que nos une). ¿Recuerdas al tipo de la gorra de camionero? Recuérdalo, porque Gary seguro que se acordaba de cómo el tipo de la gorra le había atacado y Gary le había dicho que parara y él le había obedecido. Y Gary le había dicho que se jodiera y se muriera y quién lo hubiera dicho había sucedido porque Gary, solo entre los muertos, todavía era capaz de pensar. Todavía podía hacerlo. Sólo él tenía la fuerza de voluntad. Él estaba conectado a todos los demás, era uno de ellos, pero sólo él podía explotarlo.

Absorbió la oscura energía de la multitud que rodeaba los grandes almacenes la absorbió desde lejos y la sintió recorrer su brazo, estremeciendo sus dedos y sí y sí y sí allí estaba maldito seas, allí la tenía eureka la tenía y tiró, tenía tanta fuerza en la mano que tuvo que llevar a cabo un acto consciente de voluntad para evitar arrancarse la puta cosa y después estaba en su mano húmeda y caliente y cerró la mano a su alrededor, la apretó, la maldita bala estaba fuera de su cabeza. Estaba fuera de su cabeza. El daño estaba hecho, el tejido cerebral roto como una bola de papel higiénico piel hueso y músculos atravesados vértebras rotas, destrozadas pero ¿sabes qué? No importaba.

El árbol latía con vida como si fuera eterno. «Jódete para siempre, tío voy a vivir para siempre y no puedes detenerme», pensó Gary, quería gritárselo a la jodida Ayaan y al maldito Dekalb «no podéis pararme soy la fuerza de millones».

Dejó caer la bala, que sonó como una campanita. Oyó un susurro tenso procedente del piso de arriba.

—¿Qué ha sido eso?

Lo oyó. Podía oír otra vez.

Cuando llegara el amanecer y con él la luz, podría ver otra vez. Estaba de píe—, de pie en las sombras, mirando el DVD de las gemelas Olsen que tenía en la mano y podía leer el texto en letra pequeña de la parte de atrás de la carcasa. Veía. Podía ponerse en pie y caminar. La vida (de algún tipo, un tipo oscuro) latía a través de él con furia, con tanta fuerza que le sorprendía no emanar luz.

(Sí, elijo el benefactor, sí).

Capítulo 2

Naturalmente, el disparo despertó a las chicas. Ayaan se apresuró a echar su chaqueta sobre la devastada figura de Ifiyah para que las demás no pudieran ver lo que Gary le había hecho. Juntos, ella y yo, levantamos el cuerpo inerte de Gary y lo tiramos por la barandilla, lo lanzamos a la oscuridad del piso inferior. Las chicas lo habrían hecho pedazos por lo que le había hecho a Ifiyah, y yo no tenía estómago para soportarlo. Como era de esperar, las chicas tenían un millón de preguntas. Intenté explicarles con tanta tranquilidad como pude que ella había muerto, y Gary también. Hubo algunos gemidos y llantos y unas cuantas se ofrecieron para rezar por Ifiyah. Después, ninguno de nosotros fue capaz de conciliar el sueño.

Fuera lo que fuese lo que Gary le había hecho a Ifiyah, ella no volvió a la vida. O se había comido su cerebro o… mierda. No entendía cómo funcionaba la Epidemia. Lo único que sabía es que ella no volvió a despertar.

Cuando asomó la primera luz del día oí un sonido metálico, era un sonido metálico como el tañido de una campana.

—¿Qué ha sido eso? —susurré, pensando en las campanillas que sonaban cuando entrabas en un colmado
[3]
en la ciudad. Pero estábamos en el Virgin Megastore y las puertas estaban cerradas a conciencia, lo habíamos comprobado. El sonido no se repitió.

No podía relajarme, no podía ponerme cómodo, aunque el cansancio había ablandado mi mente y mis pensamientos eran lentos y fríos como los glaciares desplazándose en la Edad de Hielo, me daba la sensación de que crecían unos centímetros por año. Me puse de pie y observé a los muertos empujando el cristal; no tenía la energía mental para hacer planes o valorar alternativas. A duras penas me percaté de que uno de los muertos se había derrumbado y otros avanzaron para hacerse con su lugar.

Una mujer con una extensa herida abierta en el brazo, que todavía llevaba un bolso de Yves Saint Laurent colgado en la articulación del codo golpeó el cristal con la grasienta palma de su mano y a continuación se cayó, su cuerpo aguantó un momento por la presión de la multitud a su espalda Se deslizó por el cristal, su mejilla fofa se arrugaba en la parte que estaba apoyada en el cristal, hasta que aterrizó en la acera. Un adolescente con una camiseta blanca trepó por encima de ella, pero él también cayó.

Iban cayéndose aquí y allá, primero de uno en uno, luego en grandes grupos que se deslizaban hacia atrás como si fueran olas en la orilla del mar. Cogí el rifle pensando que se trataba de una treta. Pero ése había sido el error de Ifiyah, pensar que los muertos eran capaces de tramar algo. Hasta donde yo sabía, simplemente existían sin necesidad de artimañas o razón. Mientras se alejaban de la tienda, la luz del sol entró por la ventana e iluminó las caras de las chicas.

—Ellos
dhimasha,
comandante —dijo Fathia como si estuviera haciendo un informe desde el frente. Están muriendo, es lo que creo que quería decir. Yo mismo lo veía. De los cientos, tal vez miles, de muertos que habían atacado en masa los grandes almacenes tratando de cogernos, sólo unos cuantos estaban todavía en pie y ésos se agarraban la cabeza y caminaban sin dirección por Union Square. Parecían menos interesados en nosotros que en lo que les había acaecido a sus semejantes. Estaba prácticamente convencido de que eso era confiar en demasía en ellos, pero era lo que parecía. El liderazgo tiene menos que ver con tomar la mejor decisión que con tomar una decisión, me dijo una vez el líder regional de campo del proyecto de desarme en Sudán.

—Recoged vuestras cosas, nos marchamos —les dije a las chicas. Lo hicieron sin pestañear. Enrollaron las alfombras de oración, revisaron las armas y se las colgaron al hombro. Fathia y Leyla, la chica más joven, se dirigieron a recoger el cadáver de Ifiyah, pero yo les hice un gesto negativo con la cabeza. Nos íbamos a mover rápido y no podíamos permitirnos perder ritmo para transportar el cuerpo de la comandante muerta.

Yo abrí la puerta, pero Ayaan fue la primera en salir, apuntando a todas partes con su rifle mientras trataba de cubrir las posiciones de todos los rezagados.

No reaccionaron ante nuestra presencia. Hice pasar al resto de las chicas y después me coloqué en la retaguardia. Me detuve a punto de gritar una orden —el ruido podría haber despertado a los muertos de su encantamiento—, y en vez de ello, avancé al trote para tocar el hombro de Ayaan. Señalé en dirección al río.

Era todo lo que ella necesitaba. Hizo tres señales rápidas con la mano y las chicas y yo comenzamos a correr, no tanto esprintar (cada uno llevaba por lo menos unos diez kilos de equipo) como un trote ligero, pero había prisa, creedme. Al principio tuvimos que saltar sobre montañas de cuerpos (en un par de sitios, sencillamente hubimos de pisarlos), pero más allá del perímetro de Union Square las aceras estaban despejadas. Superamos la Sexta Avenida. La Séptima. Reduje la velocidad momentáneamente en Western Beef, preguntándome si allí sería donde se nos acababa la suerte, pero los muertos habían desaparecido. Todos los muertos vivientes del Village debían de estar en los grandes almacenes, porque sólo vimos un puñado de camino al Hudson. Una vez dejamos atrás la Sexta Avenida, el encantamiento desapareció: venían a por nosotros con más decisión que nunca, pero también con más lentitud.

Cuando nos alejamos de sus manos putrefactas sentí un cierto alivio al estar otra vez en un terreno familiar. Lo que fuera que había masacrado a los muertos en Union Square tenía que ser grande y poderoso, no me atraía en absoluto la idea de averiguar qué era lo que eso quería de mí.

La idea de que eso podía ser benevolente, una fuerza invisible que reivindicaba los muertos para sí, no se me ocurrió en ningún momento. Ya no quedaba nada verdaderamente bueno o limpio en este mundo. Cualquier cosa que tuviera esa apariencia seguro que comportaba contrapartidas.

Al llegar al río nos detuvimos y agitamos los brazos. El
Arawelo
estaba anclado, a unos cien metros de la orilla, no se veía a nadie en cubierta, pero estábamos demasiado asfixiados para pensar lo peor. Tras un minuto o dos, Mariam apareció en la cubierta, no llevaba la chaqueta y tenía calado el sombrero de pescador de Osman sobre los ojos. Hizo un gesto desesperado hacia las escotillas y aparecieron dos marineros de las cubiertas inferiores con aspecto de haber sido pescados haciendo algo desagradable.

No me importaba en absoluto qué tramaban. Condujeron el barco al muelle y nos tiraron los cabos para que pudiéramos atracar. En un minuto estuvimos a bordo y partimos otra vez.

Supongo que abandonar los grandes almacenes a toda prisa había sido la decisión acertada, porque logramos regresar todos. Las chicas me miraban de una forma diferente. No sería exagerado decir que era respeto.

Cuando al fin me senté, me di cuenta de que tenía un hambre feroz. Pedí un
canjeero,
un insípido pan somalí que era nuestro alimento principal en el barco. Osman se frotó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados durante un momento antes de decidir qué iba a decir.

—¿Estás al mando ahora, Dekalb? ¿Eres el
weyn nin?
—Echó un vistazo hacia las chicas—. Veo que Ifiyah no ha vuelto.

No hice ningún comentario. Osman y yo habíamos creado una especie de camaradería fácil en el viaje hacia Nueva York. Dos hombres adultos en un barco lleno de niñas; hubiera sido difícil no llevarnos bien. Sin embargo yo había cambiado, de un modo sutil, pero muy real. Había disparado una granada propulsada por cohete contra una turba de enemigos. Había ordenado a las soldados que disparasen. Había puesto a las chicas a salvo, pero también había permitido que uno de los muertos devorase a su comandante. —Por lo menos dime que tienes los medicamentos y podemos volver a casa. —Elevó las manos al cielo, rindiéndose a su incredulidad. Lo abandoné a mi silencio y él bajó las manos lentamente. Ambos sabíamos que no podíamos regresar a Somalia sin los medicamentos. Habíamos fracasado en nuestra misión y en el camino habíamos perdido a cuatro de las nuestras. Negué con la cabeza.

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