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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (39 page)

BOOK: Zothique
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Sería tedioso relatar las particularidades completas de aquel viaje en el que Euvorán y sus capitanes fueron siempre hacia el punto donde nace la aurora. Las extrañas maravillas que encontraron en los archipiélagos detrás de Yumatot fueron diversas e innumerables, pero en ningún lugar pudieron hallar una sola pluma como la que había formado parte del plumaje del gazolba y la extraña gente que poblaba aquellas islas no había visto nunca al pájaro.

Sin embargo, el rey vio muchas bandadas de aves de alas ardientes y desconocidas que pasaban sobre sus galeras en medio del mar, yendo de un islote a otro. Desembarcando a menudo, practicó su arquería sobre periquitos y pájaros lira, o mató a las doradas cacatúas con su cerbatana. Cazó al dido y al dinornis en costas que por otra parte estaban despobladas. Una vez, en un mar poblado de rocas desnudas que salían a la superficie, la flota fue asaltada por poderosos grifos que se lanzaron desde sus nidos construidos en los acantilados y cuyas alas brillaban como si las plumas fuesen de bronce bajo el sol meridiano y había un fuerte tintineo como de escudos sacudidos en la batalla. Los grifos, que eran al mismo tiempo feroces y pertinaces, fueron alejados con mucha dificultad por rocas lanzadas de las catapultas de los navíos.

Mientras las naves continuaban avanzando hacia el este, por todas partes había multitud de aves. Pero al atardecer de un día en el cuarto mes después de su partida de Aramoam, las naves se acercaron a una isla sin nombre que sobresalía a una milla de altura con acantilados de desnudo y negro basalto, a cuyo alrededor el mar gritaba con ahogada rabia y en cuyos precipicios no se veían alas ni se oían voces de pájaros. La isla estaba coronada por engarfiados cipreses que podrían haber crecido en un cementerio azotado por el viento y absorbía lúgubremente el atardecer, como si se empapase con un cuajarón de sangre oscureciéndose. En la parte más alta de los acantilados había extrañas cuevas con columnas parecidas a las moradas de olvidados trogloditas, pero aparentemente inaccesibles para los hombres, y según todas las apariencias, las cuevas no estaban ocupadas por ningún tipo de vida, aunque agujereaban la faz de la isla durante leguas. Euvorán ordenó que sus capitanes soltaran el ancla, con la intención de buscar un lugar para desembarcar la mañana siguiente, puesto que en su ansiedad para volver a encontrar al gazolba no dejaría pasar ninguna isla del océano de la aurora, ni siquiera la menos probable, sin el debido rastreo y examen.

La oscuridad cayó rápidamente y no había luna, de forma que las naves, que estaban muy cerca unas de otras, sólo eran visibles por sus linternas. Euvorán se sentó en su camarote y se dispuso a cenar, sorbiendo el dorado aguardiente de Sotar entre bocados de mermelada de mango y carne de fenicóptero. Excepto por una pequeña guardia en cada nave, los marineros y soldados estaban todos cenando y los remeros comían sus higos y lentejas en sus bancos. Entonces, un salvaje grito de alarma salió de todos los vigías, el grito cesó en un instante y todas las enormes embarcaciones se movieron y tambalearon sobre el agua como si se hubiera posado sobre ellas un peso monstruoso. Nadie sabía qué sucedía, pero por todas partes imperaba el desconcierto y la confusión, diciendo algunos que la flota era atacada por piratas. Aquellos que miraban por las escotillas y agujeros de los remos vieron que los faroles de sus vecinos habían sido apagados y percibieron en la oscuridad un bullir y revolotear como formado por nubes bajas, viendo que pestilentes criaturas negras, del tamaño de un hombre y con alas como los vampiros, trepaban en miríadas por las filas de remos. Aquellos que se atrevieron a acercarse a las escotillas abiertas vieron que las cubiertas, los aparejos y los mástiles estaban cubiertos por aquellas criaturas, que al parecer tenían hábitos nocturnos y habían bajado a manera de murciélagos de sus cuevas en la isla.

Después, como cosas de pesadilla, los monstruos comenzaron a invadir las escotillas y asaltar los puentes, clavando sus infernales garras en los hombres que se les opusieron. Al causarles gran impedimento sus alas, se les podía rechazar con lanzas y flechas, pero volvían una y otra vez formando una espesa turba innumerable, piando con un sonido débil y parecido al de los murciélagos. Era claro que eran vampiros, porque en cuanto conseguían arrastrar a un hombre al suelo, tantos como podían conseguir un bocado se fijaban a él y sin descanso le chupaban la sangre hasta que quedaba poco más que un puñado de huesos. Las cubiertas superiores, que estaban medio abiertas al cielo, se vieron rápidamente perdidas y sus tripulaciones fueron vencidas por un odioso enjambre; los remeros gritaron desde sus cubiertas que el agua del mar estaba entrando por los agujeros de sus remos, al hundirse más profundamente las naves debido al peso, constantemente en aumento.

Los hombres de Euvorán lucharon durante toda la noche en las compuertas y las escotillas contra los vampiros, turnándose cuando se cansaban. Muchos de ellos fueron capturados y su sangre sorbida ante los ojos de sus compañeros, en el transcurso de aquella noche, y parecía que los vampiros no serían muertos con armas mortales, aunque la sangre que habían chupado salía en tumultuosos surcos de sus cuerpos heridos. Y se arracimaron todavía más sobre la flota, hasta que las birremes comenzaron a hundirse y los remeros se ahogaron en las sumergidas cubiertas inferiores de ciertos trirremes y cuatrirremes.

El rey Euvorán estaba furioso ante este inesperado escándalo que había interrumpido su cena, y cuando el dorado aguardiente hubo sido derramado y las fuentes de carnes extrañas estaban por los suelos a causa del violento cabeceo de la embarcación, quiso salir de su camarote completamente armado, para hacer llegar a su fin a aquellos chillones malnacidos. Pero en el instante que giraba la puerta del camarote para abrirla por completo, se oyó un suave e infernal chillido en las escotillas a sus espaldas y las mujeres que se hallaban con él comenzaron a chillar y los bufones a gritar llenos de terror. El rey vio, a la luz de la lámpara, una cara horrible con los dientes y las fosas nasales de un ratón que se metía por una de las compuertas del camarote. Intentó rechazar aquel rostro, y desde ese momento hasta el amanecer luchó contra los vampiros con las mismas armas que había traído para dar muerte al gazolba; el capitán del barco, que estaba cenando con él, guardó la otra escotilla con su espalda y las restantes fueron defendidas por dos de los eunucos del rey, armados con cimitarras. En esta actividad se vieron favorecidos por la pequeñez de las escotillas, que, en cualquier caso, apenas hubiesen permitido el libre paso de sus alados asaltantes. Después de oscuras horas de tediosa y horrible pelea, la oscuridad se adelgazó con la parda luz del amanecer y los vampiros se elevaron de las naves formando una negra nube y volvieron a sus cuevas en los acantilados de una milla de altura de aquella isla sin nombre.

Cuando Euvorán contempló los daños causados en sus orgullosas naves de guerra, su corazón se llenó de pesar, porque, de los quince navíos, siete se habían hundido durante la noche, arrastrados al fondo e inundados por aquellas colgantes hordas de obscenos vampiros, y las cubiertas de las restantes estaban tan ensangrentadas como si fuesen mataderos, con la mitad de sus marineros, remeros y soldados yaciendo secos y fláccidos como pellejos de vino vacíos después del sediento ataque de los murciélagos gigantes. Las velas y gallardetes estaban convertidos en harapos, y por todas partes, desde la proa hasta la popa de las galeras de Euvorán, se desprendía el nauseabundo olor de su fetidez horrible. Por tanto, para que otra noche no les encontrase de nuevo en la proximidad de aquella isla maldita, el rey ordenó a los capitanes que quedaban que levaran anclas, y las naves, con el agua del mar lavando todavía sus cubiertas y algunas con los remeros ahogados todavía en sus puestos en los bancos inferiores, se dirigieron lenta y pesadamente hacia el este, hasta que las horadadas paredes de la isla comenzaron a hundirse detrás del océano. De noche no se veía tierra por ninguna parte, y después de dos días sin haber sido molestados más por los vampiros llegaron a una isla de coral de superficie muy baja y con una tranquila laguna en el centro que era frecuentada únicamente por las aves marinas. Allí, por primera vez, Euvorán se detuvo a reparar sus destrozadas velas, a achicar el agua de sus escondrijos y a limpiar la sangre y la basura de sus cubiertas.

Sin embargo, a pesar de este desastre, el rey no abandonó en modo alguno su propósito de seguir navegando hacia las fuentes del día hasta que, como había predicho Geol, se encontrase de nuevo al gazolba huido y lo matase con su propia y real mano. Así pues, durante otra luna, pasaron entre otros extraños archipiélagos y penetraron más profundamente en regiones de mito y leyenda.

Valientemente, se adentraron en amaneceres de amaranto cruzados por loros dorados y corrientes de mediodía de un zafiro oscuro y ardiente, donde los rosados flamencos pasaban en dirección de playas perdidas e invioladas. Las estrellas cambiaron y, bajo signos de extraña forma, oyeron el salvaje y melancólico canto de los cisnes que volaban hacia el sur, huyendo del invierno de regiones no descubiertas y buscando el verano de mundos inexplorados. Y hablaron con hombres fabulosos que llevaban como mantos las alas de un fabuloso y bello pájaro roc, extendiéndose por el suelo detrás de ellos y con hombres que se adornaban con plumas de epyornis. Y también hablaron con gente extraordinaria cuyos cuerpos estaban cubiertos por una pelusa como la de las aves recién empolladas y con otras cuya carne estaba salpicada de algo que se parecía al plumón. Pero en ningún lugar pudieron enterarse de nada sobre el gazolba.

A principios del sexto mes del viaje, a media mañana, una costa nueva y desconocida ascendió durante muchas millas de la profunda curva, extendiéndose de noroeste a sudoeste con puertos resguardados y acantilados y salientes picudos que se intercalaban con calas bajas y verdes. Mientras las galeras se dirigían hacia allí, Euvorán y sus capitanes vieron que sobre algunas de las prominencias más enhiestas estaban construidas torres, pero en el puerto, debajo, no había ni embarcaciones ancladas, ni botes en movimiento, y la costa del puerto era una espesura de verdes árboles y hierba. Navegando más cerca y entrando en el puerto, no vieron otro signo evidente de hombres, aparte de las torres levantadas sobre el acantilado.

Sin embargo, el lugar estaba lleno con un extraordinario número y variedad de pájaros, que variaban en tamaño desde pequeños paros y paserinos a criaturas de mayor longitud de alas que el águila o el cóndor. Describían círculos sobre los barcos en grupos y grandes y abigarradas bandadas, pareciendo al mismo tiempo curiosos y prudentes; Euvorán vio algo que parecía un consejo alado tener lugar sobre los bosques y alrededor de los acantilados y las torres. Pensó que aquél era un lugar apropiado para rastrear al gazolba y, preparándose para la caza, fue a tierra firme en un pequeño bote con varios de sus hombres.

Los pájaros, incluso los de mayor tamaño, eran claramente tímidos e inofensivos, porque, cuando el rey desembarcó en la playa, hasta los mismos árboles parecieron huir, tan numerosas fueron las aves que se lanzaron a volar tierra adentro, o que buscaron los acantilados y agujas rocosas que se elevaban más allá del tiro de los arcos. De la multitud visible poco antes no quedaba nada y Euvorán se maravilló ante tal astucia. Más aún, estaba algo exasperado porque no deseaba partir sin llevarse un trofeo de su habilidad, aunque no pudiese encontrar al gazolba. Y consideró la actitud de los pájaros tanto más curiosa a causa de la soledad de la isla, porque aquí no había otro sendero que el que podrían hacer los animales del bosque, y tanto éstos como los prados estaban completamente salvajes y sin cultivar y las torres parecían igualmente desoladas con aves marinas y terrestres entrando y saliendo por sus vacías ventanas.

El rey y sus hombres registraron los bosques desiertos a lo largo del litoral y llegaron a una empinada pendiente cubierta por arbustos y cedros enanos, cuya parte más alta se acercaba por un lado a la torre más alta. Aquí, en el fondo de la pendiente, Euvorán vio un pequeño búho durmiendo en uno de los cedros, totalmente inadvertido de la conmoción causada por los otros pájaros al huir. Euvorán colocó una flecha y derribó al búho, aunque ordinariamente hubiese perdonado una presa tan miserable. Estaba a punto de recoger el pájaro caído cuando uno de los hombres que le acompañaban gritó alarmado. Después, volviendo la cabeza mientras se inclinaba bajo el follaje del cedro, el rey vio una bandada de pájaros colosales, mayores que ninguno de los otros que había visto en la isla, que descendían desde la torre como rayos al caer. Antes de que pudiese colocar otra flecha en la ballesta, estaban sobre él, produciendo un fuerte estruendo con el batir de sus poderosas alas y derribándole al suelo instantáneamente, de forma que únicamente los percibía como una tormenta de plumas revolviéndose terriblemente y un torbellino de crueles picos y garras. Antes de que sus hombres pudiesen acudir en su ayuda, uno de los pájaros fijó sus gigantescas garras sobre la hombrera del manto del rey, sin perdonar la carne bajo su horrible apretón, y se lo llevó a la torre del acantilado tan fácilmente como un halcón se hubiese llevado a un pequeño lebrato. El rey estaba totalmente indefenso, pues había soltado su ballesta ante el asalto de los pájaros y su cerbatana se había desprendido del cinto del que pendía y todas sus flechas y dardos habían sido desparramados por el suelo. No tenía arma alguna, aparte de una aguda daga, y no podía usarla para nada contra su captor en medio del aire.

Velozmente fue llevado hasta la torre, con una bandada de aves menores describiendo círculos a su alrededor y chillando como en son de burla, hasta que se sintió sordo por aquel alboroto. Se mareó a causa de la altura a que había sido transportado y la violencia de su ascenso, y vio borrosamente las murallas de la torre desaparecer a su lado con amplias ventanas, parecidas a puertas. Después, cuando comenzaba a vomitar, entraron por una de las ventanas y fue depositado rudamente sobre el suelo de una cámara alta y espaciosa.

Extendido completamente, con el rostro contra el suelo, yació vomitando durante un rato, sin tomar conciencia de lo que le rodeaba. Después, recobrándose ligeramente, se colocó en posición sentada y vio ante él sobre una especie de plataforma una enorme percha de oro rojo y marfil amarillo, con la forma de una luna nueva creciente arqueándose hacia arriba. La percha estaba sostenida por postes de jaspe negro, moteados como con sangre, y sobre ella se sentaba un pájaro gigante y de lo más singular, que contemplaba a Euvorán con un aspecto lúgubre, terrible y austero, como un emperador contemplaría a la escoria que sus guardias han conducido ante él a causa de alguna grave ofensa. El plumaje del pájaro era del color de la púrpura de Tiro y su pico era como una poderosa hacha de pálido bronce que estaba oscurecido en verde hacia la punta y se sujetaba a la percha con garras de hierro que eran más largas que los dedos cubiertos de malla de un guerrero. Su cabeza estaba adornada por plumas de azul turquesa y amarillo ámbar, como una corona de muchas puntas, y alrededor de su cuello, que era largo y sin plumas y tan áspero como la piel de un dragón cubierto de escamas, llevaba un extraño collar compuesto por cabezas humanas y de varios animales felinos, como la comadreja, el gato salvaje, el zorro y la vicuña, todos ellos reducidos a un tamaño común y no más grandes que nueces.

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