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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (44 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—¿Es usted? Entre, por favor.

Fue una nota de alegría en medio de las tinieblas.

Entré, pues, con mi vela y lo encontré ya acostado, pero completamente despierto.

—¿Qué hace, levantada a esta hora? —me preguntó con una cordialidad que me hizo pensar que, si la señora Grose hubiera estado presente, habría buscado en vano una prueba de que entre Miles y yo todo había terminado.

Me incliné sobre él con mi vela.

—¿Cómo supiste que estaba yo allí?

—Bueno, la oí, desde luego. ¿Imagina acaso que no hace ningún ruido? ¡Si parece un escuadrón de caballería! —y se echó a reír alegremente.

—Entonces, ¿no dormías?

—No. Me gusta tenderme en la cama y pensar.

Dejé la vela en la mesilla de noche y luego, como me tendía una mano amistosa, me senté en el borde de la cama.

—¿Y se puede saber en qué piensas? —le pregunté.

—¿Podría pensar en otra cosa, querida, que no fuera en usted?

—¡Ah, me enorgullece conocer esa preferencia! Pero yo preferiría que durmieras.

—Bueno, ¿sabe usted?, también pienso en ese extraño asunto nuestro.

Observé la frialdad de su firme manita.

—¿Qué asunto extraño, Miles?

—Bueno, el modo en que me está educando. ¡Y todo lo demás!

Por un instante se me cortó el aliento, y entonces, a la mortecina luz de la vela, vi cómo me sonreía desde la almohada.

—¿A qué te refieres con «todo lo demás»?

—¡Oh, usted lo sabe, lo sabe!

No pude decir nada durante un minuto, aunque sentí, mientras continuábamos asidos de las manos y mirándonos a los ojos, que mi silencio era una tácita admisión del cargo, y que nada en el mundo real era en esos instantes tan fabuloso como nuestra verdadera relación.

—Por supuesto, volverás a la escuela —le dije—, si es eso lo que te preocupa. Pero no a las de antes… Debemos buscar otra… una mejor. ¿Cómo iba a saber que este asunto te preocupaba, cuando nunca me lo habías dicho antes?

Su rostro, atento, enmarcado en la blancura de la almohada, resultaba tan patético como el de un paciente grave de un hospital infantil; y yo hubiera dado todo lo que poseía en el mundo por ser en verdad la enfermera o la hermana de la caridad que pudiera ayudarlo a sanar. Pero, aun como estaban las cosas, tal vez pudiera ser útil…

—Nunca te oí decir una sola palabra sobre tu escuela; nunca hiciste mención de ella para nada.

Pareció sorprenderse; seguía sonriendo encantadoramente, pero era evidente que lo que se proponía era ganar tiempo.

—¿Nunca lo hice? ¿De veras?

No, no me estaba reservado a mí ayudarle; quien lo haría sería el espectro que había yo visto.

Algo en su tono y en la expresión de su rostro impresionó dolorosamente mi corazón; sentí un latido de dolor como nunca antes había sufrido otro; me resultaba intolerablemente conmovedor presenciar el trabajo de su cerebro desconcertado, sus escasos recursos puestos en tensión, luchando entre su inocencia y la perversidad que le había sido inoculada.

—No… nunca, desde que llegaste a Bly. Nunca has mencionado a uno solo de tus maestros, ni a ningún camarada; nada, en fin, de lo que te sucedió en la escuela. Nunca, pequeño Miles, no, nunca has aludido ni siquiera de paso a lo que ha podido ocurrirte allí. Por consiguiente, te podrás imaginar cuán a oscuras me encuentro. Hasta que me lo dijiste esta mañana, no habías hecho, desde el primer momento en que te vi, ninguna referencia a tu vida anterior. Me pareció que aceptabas perfectamente el presente.

Era extraordinario ver cómo mi absoluta convicción de su secreta precocidad (o de cualquier manera como llamara yo al veneno de una influencia que apenas me atrevía a mencionar) le hacían parecer, a pesar de su confusión, tan accesible como cualquier adulto, obligándome a tratarlo como a una persona mayor e intelectualmente como a un igual.

—Pensé que deseabas continuar como hasta ahora.

Me sorprendió que, al oír estas últimas palabras, su rostro se coloreara ligeramente. De todos modos, sacudió levemente la cabeza como un convaleciente que empezara a fatigarse.

—No es .…, no es así… Quiero salir de aquí.

—¿Estás cansado de Bly?

—No, me gusta Bly.

—¿Entonces…?

—¡Oh, usted sabe bien lo que un chico necesita!

Tuve la impresión de que no lo sabía tan bien como Miles; busqué un subterfugio.

—¿Quieres ir con tu tío?

De nuevo, con su bello e irónico rostro, hizo un movimiento sobre la almohada.

—¡Ah, no puede usted librarse de eso!

Permanecí un momento en silencio. En ese momento fui yo quien cambió de color.

—Querido, no pretendo querer librarme de eso.

—Aunque quisiera, no podría. ¡No podría, no podría! —repitió alegremente—. Mi tío debe venir a Bly, y usted debe arreglar las cosas para que eso ocurra.

—Si lo hacemos —respondí con cierta vivacidad—, puedes estar seguro que será para sacarte de aquí.

—Muy bien. ¿No comprende que eso precisamente es lo que estoy deseando? Tendrá que decirle lo que hasta ahora ha callado. ¡Tendrá que decirle una enorme cantidad de cosas!

La pasión con que dijo aquello me ayudó en ese momento a hacerle frente con mayor firmeza.

—¿Y cuántas tendrás que contarle tú? Te preguntará ciertas cosas.

Meditó un minuto.

—Es muy probable. ¿Cuáles, por ejemplo?

—Las que nunca me has dicho. Tendrá que saberlas para que pueda decidir qué hacer contigo. No podrá enviarte de nuevo a la misma escuela…

—¡Tampoco yo quiero volver! —estalló—. Deseo que me mande a un nuevo lugar.

Hablaba con admirable serenidad, con positiva y abierta alegría; e, indudablemente, fue eso lo que más me hizo evocar la anormal tragedia infantil de su posible reaparición, al cabo de unos tres meses, con toda su bravuconería y aun con más deshonor encima. Me abrumó descubrir que era yo incapaz de soportarlo.

Me recosté en la almohada y, en la ternura de mi compasión, lo abracé.

—¡Mi querido, mi pequeño Miles!

Mi rostro estaba sobre el suyo, y permitió que lo besara, aceptando aquel arrebato con indulgente buen humor.

—¿Y eso, querida?

—¿No hay nada… nada en absoluto que desees decirme?

Se volvió un poco hacia el otro lado, clavando la mirada en la pared y levantando una mano y mirándola después, como hacen a veces los niños enfermos.

—Ya se lo he dicho… Se lo dije esta mañana.

Me inspiró un gran dolor.

—¿Que no quieres que te moleste más?

Volvió a mirar en derredor suyo, como en reconocimiento de que le había comprendido bien; luego añadió, con la misma cortesía de siempre:

—Que me deje solo.

Pronunció aquellas palabras con cierta dignidad, y yo me puse de pie lentamente, dispuesta a marcharme. Dios sabía que nunca había querido importunarlo con mi presencia, pero sentí que al darle la espalda lo estaba yo abandonando, que lo estaba, para decirlo con más exactitud, perdiendo.

—He empezado a escribir una carta a tu tío.

—¡Bueno, termínela entonces!

Esperé un minuto.

—¿Qué sucedió antes?

Me volvió a mirar fijamente.

—¿Antes de qué?

—¿Antes de que regresaras de la escuela? ¿Y antes, antes de que te marcharas a ella?

Permaneció un buen rato en silencio, sin dejar de mirarme. Finalmente murmuró…

—¿Qué sucedió?

El sonido de sus palabras, en que por primera vez me pareció descubrir cierto tono de inseguridad, me hizo caer de rodillas a su lado y tratar una vez más de apoderarme de él.

—¡Mi querido, mi pequeño Miles, si supieras cuánto deseo ayudarte! Es sólo eso, sólo eso; preferiría morir antes de hacerte daño o molestarte… Me moriría antes de tocarte un cabello. Mi pequeño Miles… —y estallé, aun pensando que había ido demasiado lejos—, ¡sólo quiero que me ayudes a salvarte!

Sí, había ido demasiado lejos; lo supe un momento después. La respuesta a mi solicitud fue inmediata, pero llegó de lejos y en forma de una extraordinaria corriente helada y un temblor en el dormitorio, tan fuerte, que parecía que aquella corriente de viento lo sacudiera todo. El niño profirió un grito estridente y me resultó imposible saber si era de júbilo o de terror. Me puse en pie de un salto, consciente de la oscuridad. Durante un momento, permanecimos así, mientras yo miraba a mi alrededor y veía que la ventana continuaba cerrada y las cortinillas no se movían.

—Se ha apagado la vela —exclamé.

—¡Fui yo quien sopló, querida! —dijo Miles.

XVIII

Al día siguiente, después de la clase, la señora Grose encontró un momento para preguntarme en voz baja:

—¿Escribió usted, señorita?

—Sí, he escrito —pero no añadí que la carta, cerrada y franqueada, estaba aún en mi bolsillo.

Había tiempo suficiente para enviarla antes de que el mandadero fuera al pueblo. Entretanto, por el comportamiento de mis pupilos, se hubiera creído que ninguna mañana podía ser más brillante ni más ejemplar. Como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo, sin necesidad de palabras, para eliminar cualquier reciente fricción. Se aplicaron maravillosamente en sus ejercicios de aritmética, superando casi mis conocimientos en la materia, y desempeñaron con más entusiasmo que nunca la representación de algunos personajes históricos y algunas características geográficas. Era evidente en Miles el deseo de demostrarme con qué facilidad podía seducirme. Aquel niño vive en mi recuerdo en un marco de belleza y dolor que ninguna palabra podría traducir; cada uno de sus impulsos revelaba una innata distinción. A simple vista, no existía ninguna criatura más franca, más inteligente, más ingeniosa y más extraordinariamente aristocrática. Tenía que ponerme perpetuamente en guardia contra el arrobo que su simple contemplación despertaba en mí; suprimir la mirada de asombro y el suspiro de abatimiento que se alternaban en mí cada vez que me enfrentaba con él y renunciaba a descifrar el enigma que constituía la conducta de aquel pequeño caballero y por qué había recibido un castigo tan severo. Sabía yo que, por un oscuro prodigio, la imaginación de toda maldad había sido abierta ante él, pero todo lo que de justo había en mí rechazaba la idea de que aquello hubiera podido florecer en un acto.

Nunca lo había visto tan caballeroso como cuando, después del almuerzo de aquel monstruoso día, se acercó a mí para preguntarme si deseaba que durante una media hora me interpretara algo. David, tocando ante Saúl, no hubiera mostrado un sentido más agudo de la oportunidad. Fue literalmente una encantadora exhibición de tacto, de magnanimidad, la que se permitió al decirme:

—Los verdaderos caballeros, cuyas historias tanto nos gusta leer, jamás se aprovechaban demasiado de una ventaja. Sé lo que está usted pensando; en este momento piensa: «Vete de aquí y déjame en paz… Ya no te seguiré a todas partes, ni te espiaré… Puedes ir y venir a donde se te antoje…» Bueno, he venido, pero no me iré. Hay tiempo más que suficiente para eso. Me siento muy a gusto en su compañía y quiero demostrarle que, si he luchado, ha sido sólo por cuestión de principios.

Es fácil suponer que no resistí a ese llamamiento ni dejé de acompañarle de nuevo, cogido de la mano, a la sala de las clases. Miles se sentó ante el viejo piano y tocó como nunca antes lo había hecho; y si alguien opina que mejor hubiera sido que jugara futbol, sólo puedo decir que estoy enteramente de acuerdo. Porque, al final del lapso que, bajo su influencia, había dejado de pensar, comencé a tener la extraña sensación de que me había dormido en mi sitio. Aquello ocurría después de la comida y frente al fuego y, sin embargo, en modo alguno me había dormido; lo que había hecho era mucho peor: me había olvidado. ¿Dónde estaba Flora?

Cuando formulé la pregunta a Miles, siguió tocando un minuto antes de responder; luego dijo:

—¿Cómo podría yo saberlo, querida?

Y a continuación estalló en una feliz carcajada, prolongándola inmediatamente después, como si fuera un acompañamiento vocal, en un canto incoherente y extravagante.

Me dirigí inmediatamente a mi dormitorio, pero la niña no estaba allí; luego, antes de bajar, busqué en las otras habitaciones. Al no encontrarla, pensé que podía estar con la señora Grose y fui inmediatamente a buscar a ésta para comprobarlo. La encontré donde la había hallado la noche anterior, pero ella respondió a mi pregunta con una ignorancia absoluta. Suponía que después de la comida había llevado a ambos hermanos a la planta superior; y tenía toda la razón en pensar de esa manera, ya que era la primera vez que permitía que la niña no estuviera ante mi vista sin haber tomado previamente las medidas convenientes. Por supuesto, podía hallarse con alguna sirvienta, así que procedí a buscarla de inmediato en aquella sección, sin dar muestras de alarma. Pero cuando, diez minutos después, mi compañera y yo volvimos a encontrarnos en el pasillo, fue sólo para comunicarnos mutuamente nuestro fracaso. Durante un momento, cambiamos mutuas miradas de inquietud, y así pude ver, con el mayor interés, que mi amiga compartía mis desvelos.

—Debe de estar arriba —dijo la señora Grose—, en una de las habitaciones que no ha registrado.

—No, está más lejos —repliqué con absoluta convicción—. Ha salido.

La señora Grose se me quedó mirando.

—¿Sin sombrero?

—¿Acaso esa mujer no va siempre sin sombrero?

—¿Está con ella?

—¡Sí lo está! —aseguré—. Tenemos que encontrarlas. Puse mi mano sobre el brazo de mi amiga, pero ella no respondió a mi presión. Por el contrario, permaneció en el mismo sitio mirándome con ansiedad.

—¿Y dónde está el señorito Miles?

—¡Oh! Él está con Quint. En el salón de las clases.

—¡Dios mío, señorita!

Me daba cuenta de que mi aspecto y, supongo, mi tono no habían sido nunca tan serenos como cuando afirmé:

—El truco le ha dado buen resultado; han tramado un plan. Miles encontró un medio divino para retenerme mientras ella salía.

—¿Divino? —inquirió la señora Grose, asombrada.

—Digamos infernal, entonces… —respondí casi jubilosamente—. También él se ha beneficiado con esto. ¡Vamos, de prisa!

La señora Grose levantó los ojos, con expresión angustiada, hacia las regiones superiores.

—¿Va a dejarlo…?

—¿A solas con Quint? Sí, eso no importa ahora.

En otras ocasiones parecidas, la señora Grose terminaba por asirme con firmeza la mano; en ésa me retuvo unos instantes.

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