Fue en parte debido a estos incidentes y en parte a otros de distinto orden, que mis apuros, como podría llamarlos, se hicieron mayores. El hecho de que los días transcurrieran para mí sin otra aparición, debía contribuir —por lo menos, eso hubiera sido natural— a tranquilizar mis nervios. Desde el sobresalto sufrido aquella segunda noche, provocado por la presencia de una mujer al pie de la escalera, no había vuelto a ver nada, ni en el interior ni fuera de la casa, que hubiese preferido no ver. Había muchos rincones en los que podía esperar encontrarme con Quint, y muchas situaciones que, aunque sólo fueran por su carácter siniestro, podían haber favorecido la aparición de la señorita Jessel.
El verano había pasado, se había extinguido, y el otoño había caído sobre Bly y apagado la mitad de nuestras luces. El lugar, con su cielo gris y sus hojas amarillentas, semejaba un teatro después de una representación, con los programas arrugados y tirados por el suelo. Existían determinadas situaciones en la atmósfera, condiciones de sonido y de inmovilidad, impresiones indecibles, que me retrotraían a aquella noche de junio en que vi por primera vez, al aire libre, a Quint, y también a aquellos otros momentos en que, después de verlo a través de la ventana, lo busqué en vano en la terraza. Reconocía los signos, los portentos… reconocía el momento, el lugar. Pero eran señales solitarias y vacías, y yo continuaba sin verme importunada, si esta palabra puede usarse para referirse a una joven cuya sensibilidad se había visto anormalmente agudizada de la manera más extraordinaria. En la conversación con la señora Grose, al referirme a la horrible escena de Flora junto al lago que tanto había desconcertado a mi amiga, dije que me habría dolido más perder mi poder que conservarlo. Había entonces expresado lo que de manera tan viva estaba en mi mente, la idea de que, fuera que los niños vieran o no —cosa que todavía no estaba entonces del todo comprobada—, yo prefería con mucho, para salvaguardarlos, correr el riesgo de ser la única que pudiera ver. Lo que entonces sentía era la maligna convicción de que, tan pronto como mis ojos se cerraran, se abrirían los de ellos. Bueno, pues mis ojos se habían cerrado, al parecer, por el momento…, una circunstancia por la que parecía sacrílego no dar gracias a Dios. Pero existía, por desgracia, una dificultad: yo le hubiera quedado agradecida con toda mi alma, de haber estado convencida de que también los ojos de mis alumnos permanecían cerrados.
¿Cómo puedo volver hoy a todos los pasos de mi obsesión? Había ocasiones en que, estando juntos, hubiera podido jurar que, literalmente, en mi presencia, pero con mis sentidos cerrados para su percepción, ellos recibían visitantes que eran conocidos y bien recibidos. De no haberme entonces detenido la posibilidad de que el daño que podía causar fuera mayor que el que trataba de evitar, mi exaltación me habría llevado a un estallido. «¡Están aquí, están aquí, oh pequeños demonios! —hubiera gritado—. ¡Están aquí! ¡Ahora no vais a poder negármelo.» Los pequeños demonios lo negaban con una sociabilidad y un afecto cada vez mayores, y al mismo tiempo cada vez más cargados de una ironía semejante al reflejo de un pez en la corriente. Lo cierto es que la impresión recibida la noche en que, segura de que iba a ver a Quint o a la señorita Jessel bajo las estrellas, descubrí en vez de ellos al niño sobre cuya tranquilidad debía velar, y quien inmediatamente me dirigió una mirada tan encantadora como aquella con que había saludado la odiosa aparición de Quint por encima de mi cabeza, aquella impresión, digo, había calado en mí más profundamente de lo que me imaginaba. Se trataba de temor; la sorpresa de aquella ocasión me había atemorizado más que cualquier cosa conocida entonces, y con los nervios deshechos por este temor continuaba haciendo nuevos descubrimientos. Me sentía tan acosada, que a veces, en los momentos más extraños, comenzaba a ensayar en voz alta —lo cual constituía un alivio fantástico y a la vez una renovada desesperación— el modo en que debía enfocar el tema. A veces me aproximaba a él desde un ángulo, a veces desde otro, encerrada en mi habitación, pero mi valor se derrumbaba siempre que llegaba a pronunciar sus monstruosos nombres. Cuando los sentía asfixiarse en mis labios, me decía que estaba ayudando a los niños a rechazar algo infame, ya que si los pronunciaba violaba una forma instintiva de delicadeza, tan extraña que seguramente ninguna otra aula escolar había conocido nada semejante. Cuando me decía: «Ellos han logrado permanecer en silencio y en cambio tú, a cuyo cargo están, cometes la bajeza de hablar», sentía que el rostro se me cubría de un color carmesí y me llevaba a él las manos para cubrírmelo. Después de aquellas escenas secretas, charlaba más que nunca, volublemente, hasta que tenía lugar uno de nuestros prodigiosos y palpables silencios, o no sé de qué otra manera llamarlos. Eran extraños deslizamientos o zambullidas —¿qué término debería emplear?— en una inmovilidad, en una absoluta supresión de vida que nada tenía que ver con las dosis de ruido que podíamos estar haciendo, y que yo podía oír a través de una carcajada nerviosa o de un recitado en voz alta, o de una más audible melodía extraída del piano. Sabía entonces que los otros, los intrusos, estaban allí. Aunque no eran ángeles, «pasaban», como dicen los franceses, haciéndome temblar por el miedo de que dirigieran a sus jóvenes víctimas un mensaje infernal aún más infernal o una imagen más vívida que las que habían considerado necesario transmitirme a mí.
Lo que resultaba imposible de tolerar era la cruel idea de que, fuesen cuales fueran las cosas que yo había visto, Flora y Miles veían más… Veían cosas terribles e inenarrables, resultado de las atroces relaciones existentes en el pasado. Aquellas cosas producían, como es natural, mientras ocurrían, un escalofrío que, vociferando, negábamos sentir; y los tres, a base de repetir la escena, con un entrenamiento admirable, cerrábamos casi automáticamente el incidente con los mismos idénticos movimientos de siempre. Era impresionante que los niños, en todo caso, me besaran con un especie de loca incoherencia y nunca prescindieran —a veces uno, a veces el otro— de la preciosa pregunta que nos ayudaba a salir del peligro:
—¿Cuándo cree usted que vendrá? ¿No cree que deberíamos escribirle?
Descubrimos que no había nada como esas preguntas para romper nuestro embarazo. Por supuesto, se referían a su tío de Harley Street; y vivíamos en medio de tal irrealidad, que en esos momentos parecía que bien podría él llegar a formar parte de nuestro círculo. Era imposible desalentar el entusiasmo, en este sentido, más de lo que él había hecho, pero si no hubiéramos inventado aquel recurso nos habríamos privado de una de nuestras mejores fórmulas de convivencia. Él no les escribía nunca, y eso podrá parecer egoísta, pero era parte de su tributo a la confianza en mí depositada; porque la manera en que un hombre rinde su más alto homenaje a una mujer consiste a menudo en hacerla consagrarse de un modo casi religioso a las sagradas leyes de su comodidad; y yo pensaba que me ceñía al espíritu de nuestro pacto cuando hacía comprender a mis discípulos que las cartas que le escribían no eran sino meros agradables ejercicios de estilo. Eran demasiado hermosas para ser enviadas. Yo las retenía y aún hoy las conservo. Esto se añadía al efecto satírico con que aceptaba la suposición de que él estaría con nosotros de un momento a otro. Parecía que mis alumnos intuían que nada me hacía sentir en una posición tan desafortunada como aquello. Una de las cosas que me resultaba más extraordinaria de todo el periodo, es el hecho de que nunca perdiera la paciencia con ellos. Tenían que ser verdaderamente adorables, me digo ahora, para que no llegara a detestarlos entonces. Me pregunto si no me hubiera dejado ganar por la exasperación en caso de que aquella situación se hubiera mantenido indefinidamente. No vale la pena especular sobre ello, ya que el alivio —aunque fue sólo un alivio comparable al que un latigazo produce en medio de una gran tensión o un relámpago a mitad de un día sofocante— vino con el último cambio y se produjo con gran precipitación.
Cierto domingo por la mañana de camino hacia la iglesia, iba yo con el pequeño Miles al lado; su hermana y la señora Grose se había adelantado un poco, aunque se mantenían al alcance de la vista. Era un día soleado, el primero en un largo periodo; durante la noche había helado, y el aire otoñal, brillante y seco, hacía que las campanas de la iglesia tuvieran un aspecto casi alegre. Fue una extraña casualidad que en aquel momento me sintiera gratamente sorprendida por la obediencia de mis pequeños pupilos. ¿Era posible que no se resintieran de mi inexorable y perpetua compañía? Alguna cosa me recordó que parecía que llevara a Miles sujeto con ganchos a mi chal y que estuviera dispuesta a luchar contra cualquier rebelión posible, tanto de él como de la pareja que marchaba delante de nosotros. Era yo como un carcelero con el ojo avizor, atento a cualquier sorpresa o intento de evasión. Pero todo esto pertenece —me refiero a su espléndida rendición— a una cadena de hechos que siempre me han resultado abismales. Vestido con un traje de domingo (confeccionado por el sastre de su tío, que tenía mano libre para vestirlo, así como una firme noción de lo que debía ser una chaqueta bien cortada y de aire principesco), el título de Miles a la independencia, los derechos de su sexo y su situación estaban tan estampados en él que si de pronto hubiese exigido la libertad, no habría sabido qué responderle. Estaba, por una extraña casualidad, pensando cómo reaccionaría yo en tal caso, cuando la revolución, inequívocamente, estalló. La llamo revolución porque ahora puedo ver que con las palabras que pronunció entonces levantóse la cortina del último acto de mi espantoso drama y se precipitó la catástrofe.
—Mire querida —me dijo afablemente—, me gustaría saber cuándo voy a volver a la escuela.
Transcrita aquí, la frase resulta bastante inofensiva, especialmente si se tiene en cuenta el tono amable y casual con que fue pronunciada; parecía que el niño, con aquella entonación, estuviera obsequiando con rosas a su eterna institutriz. Había siempre en las palabras de ellos algo que había que captar, y en las de Miles capté algo que me hizo detener bruscamente, como si uno de los árboles del bosque se hubiera caído sobre el camino. Algo nuevo había nacido en ese momento entre nosotros, y Miles se dio cuenta perfectamente de que yo era consciente de eso, aunque al hacerlo su aspecto continuó siendo tan cándido y encantador como de costumbre. Comprendí también que, debido a mi tardanza en responder, le había concedido ventajas. Encontré tan lentamente las palabras con que responderle, que él no pudo dejar de sonreír irónicamente.
—Sabe usted, querida, que para un muchacho, estar siempre con una dama…
Aquel «querida» estaba constantemente en sus labios, y nada podía expresar más exactamente el sentimiento que yo deseaba inspirar a mis alumnos, que su cordial familiaridad. Era tan respetuosamente fácil…
¡Oh, pero cómo me hubiera gustado recoger en aquel momento todas mis frases! Recuerdo que para ganar tiempo traté de reír, y me pareció ver en el hermoso rostro que me observaba toda la fealdad y la rareza de mi propio aspecto.
—¿Y siempre con la misma dama? —respondí.
Ni siquiera parpadeó. Todo había acabado virtualmente entre nosotros.
—Por supuesto, se trata de una dama encantadora, perfecta, pero, después de todo, yo soy un chico, dése usted cuenta, que está… bueno, que está creciendo.
—Sí, estás creciendo —musité, pero me sentía totalmente desvalida.
Tengo hasta ahora la desalentadora idea de que Miles se daba cuenta de cómo me sentía, y se divertía jugando con mis sentimientos.
—Y no podrá decir que no me he portado terriblemente bien, ¿no es cierto?
Puse una mano sobre su hombro, pues, aunque me daba cuenta de que era mucho mejor mantener esa conversación caminando, no me sentía del todo capaz de andar.
—No, no podría decirlo, Miles.
—Excepto que una noche… ya sabe usted…
—¿Aquella noche?
No podía mirar las cosas tan audazmente como él.
—Sí, cuando salí.., cuando salí de la casa.
—¡Oh, sí!, pero he olvidado por qué lo hiciste.
—¿Lo ha olvidado? —inquirió con la suave extravagancia de un reproche infantil—. ¡Cómo! ¡Si fue para mostrarle de qué era capaz!
—¡Ah, sí, de qué eras capaz!
—Y puedo hacerlo otra vez.
Pensé que lo mejor sería mantenerme reservada.
—Desde luego. Pero no lo harás.
—No, no haré eso de nuevo. Aunque eso no fue nada.
—No fue nada —dije—. Pero démonos prisa.
Él volvió a caminar a mi lado, pasando su mano bajo mi brazo.
—Entonces, ¿cuándo volveré a la escuela?
Al volverme a mirarlo, adopté mi aire de mayor responsabilidad.
—¿Era feliz allá?
Lo pensó durante unos segundos.
—Yo soy feliz en cualquier parte.
—Entonces —lo interrumpí—, si eres feliz aquí…
—¡Oh, eso no es todo! Desde luego, usted sabe mucho…
—Pero tú supones que sabes casi tanto como yo, ¿verdad? —me atreví a preguntarle cuando hizo una pausa.
—¡No sé ni la mitad de lo que quisiera! —admitió Miles honradamente—. Pero no es de eso de lo que se trata…
—¿De qué, entonces?
—Bueno… Quiero conocer un poco más de la vida.
—Ya veo, ya veo.
Habíamos llegado a un sitio desde el cual se podía ver la iglesia y a varias personas, entre ellas algunos miembros de la servidumbre de Bly, agrupados junto a la puerta para cedernos el paso a nuestra llegada. Apresuré la marcha. Quería llegar a la iglesia antes de que la conversación que sosteníamos alcanzara mayores honduras; pensaba, con avidez, que durante más de una hora él tendría que permanecer en silencio; y pensé también, con satisfacción, en la relativa penumbra del templo y la ayuda casi espiritual que me presentaría el cojín en que apoyaría las rodillas. Parecía que estuviera yo disputando una carrera con la confusión a la que él trataba de reducirme, y creo que llegó a vencerme cuando, antes de que entráramos en el atrio de la iglesia me dijo:
—¡Quiero estar con mis iguales!
Aquello me hizo literalmente dar un salto.
—No existen muchos que puedan igualarte, Miles —dije, y me eché a reír—. Salvo, tal vez, la pequeña y adorable Flora.
—¿Me está usted comparando con una niñita?
Aquella pregunta me tomó por sorpresa.
—¿Es que no quieres a nuestra dulce Flora?