13 cuentos de fantasmas (59 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Ahora sé que estaba equivocada. Marmaduke pagaba, pero de una manera diferente y la clave de ello estaba en lo que nos dijimos en la sala de espera de aquella estación. Después seguí el asunto paso a paso.

VI

Puedo ver, por ejemplo, a Lavinia en su traje de luto, feo, después de la muerte de su madre. Había pasado muchas inquietudes con esto y había quedado desmejorada y casi fea. Pero Marmaduke, en su desgracia, había ido a verla y ella se vino en seguida a verme a mí.

—¿No sabes lo que piensa ahora? —empezó diciéndome—. Cree que la conoció.

—¿Que conoció a la chica?

Recibí la noticia como si la hubiera esperado.

—Habla de ella como si no hubiera sido una niña.

Lavinia quedó mirándome con una sonrisa fija en su rostro.

—Como si no fuera tan joven, parece como si hubiera crecido.

La miré con sorpresa.

—¿Cómo puede «parecer»? Todos saben, por lo menos. Los hechos son los hechos.

—Sí —dijo Lavinia—, pero se diría que los ven de una manera diferente. Me habló largo rato y siempre sobre la chica. Me contó cosas.

—¿Qué cosas? Espero que no sean las bobadas de la «comunicación», de que la vea y la oiga.

—Oh, no, no se trata de eso. Eso lo deja a los viejos, que continúan con sus médiums, con sus sesiones y sus trances y encuentran en todo ello consuelo y diversión, que no le molesta, porque lo considera inofensivo. Quiero decir anécdotas, recuerdos propios. Cosas que ella le dijo y cosas que hicieron los dos… Lugares donde estuvieron. No piensa en otra cosa.

—¿Crees qué se ha vuelto loco?

Lavinia meneó la cabeza en un gesto de infinita paciencia.

—¡Oh, no! Es tan bello lo que cuenta…

—Entonces, ¿también tú…? Me refiero a esa disparatada teoría.

—Es una teoría, pero no disparatada, necesariamente —me respondió, un poco irritada—. Toda teoría tiene que suponer algo —continuó diciendo serenamente— y en todo caso depende de ¿qué es teoría? Es maravilloso ver cómo funciona ésta.

—Resulta maravilloso ver el engendro de una leyenda —dije, riéndome—. Es una suerte rara para encontrarse con una leyenda en formación. Los tres están elaborándola con toda su buena fe. ¿No es esto lo que le sacaste?

Su cara cansada se iluminó ligeramente.

—Sí, lo comprendes y lo explicas mejor que yo. Es el efecto gradual de pensar en el pasado; el pasado, así, crece y se amplía. Lo elaboran. Se han persuadido uno a otro, los padres, de tantas cosas que al fin lo han persuadido a él. Ha sido contagioso.

—Eres tú quien lo explica bien —repliqué—. Es la cosa más rara que haya escuchado en mi vida, pero es una realidad a su manera. Sólo que no debemos hablar de esto a otros.

Lavinia aceptó prontamente esta precaución.

—No, a nadie. El no lo cuenta… Sólo a mí.

—Comparte contigo ese raro privilegio —dije, riéndome otra vez.

Lavinia desvió la mirada y estuvo callada unos momentos.

—Ha mantenido su promesa.

—¿Te refieres a la de no casarse? ¿Estás segura? —pregunté—. ¿No crees que, tal vez…?

Titubeé ante la osadía de mi broma. Pero al momento me di cuenta de que no era necesario.

—Estaba enamorado de ella —dijo Lavinia.

Estallé en una carcajada, que si bien había sido provocada, sonó a mis propios oídos casi como una ruda profanación.

—¿Te dice claramente que está haciendo una farsa?

Mi joven amiga me hizo frente.

—No creo que él sepa que está haciendo una farsa. Está metido en ella.

—¿En la farsa disparatada de los viejos?

Otra vez Lavinia titubeó; pero indudablemente sabía lo que pensaba.

—Bueno, llamémosla como la llamemos, me gusta. Tal como va el mundo no es corriente que uno —y quien dice uno dice dos o tres— sienta y se interese tanto por los muertos. Es un engaño, no hay duda, pero viene de algo que… —Lavinia vaciló de nuevo—. Bueno, resulta agradable oír hablar de ello. La han hecho mayor y así imaginan que la tuvieron más tiempo; y dicen que ciertas cosas ocurrieron realmente, de manera que la chica tuvo más vida. Han inventado toda una experiencia de su hija, en la cual han metido a Marmaduke. Hay una cosa, sobre todo, que quieren que ella haya tenido.

La cara de Lavinia, a medida que la joven analizaba el misterio, se ponía radiante con la visión. Sentí como una sensación de terror al pensar en lo contagiosa que podía ser la actitud de los Dedrick.

—¡Y la tuvo! —declaró Lavinia.

La admiré positivamente y si pudiera ser racional sin ser ridícula diría que a través de ella me hice la imagen de lo que pasaba.

—¿Tuvo la felicidad de conocer a Marmaduke? Aceptemos esto, pues, ya que ella no está aquí para decirnos lo contrario, pero lo que no acierto a comprender es el interés de él.

Fácilmente puede concebirse lo poco que de momento conseguí entender. Fue la última vez que mi impaciencia fue incontenible y recuerdo que estallé diciendo:

—¡Un hombre que pudo haberte tenido a ti!

Por un momento temí haberla sobresaltado, porque percibí en su cara el temblor de un vago desmayo. Pero Lavinia estuvo soberbia.

—No es que pudo haberme tenido a mí… Esto no es nada; fue, a lo sumo, que yo pude tenerlo a él. Bueno, ¿no es esto lo que ocurrió? Es mío desde el momento que nadie más lo tiene. Renuncio al pasado, pero, ¿no ves lo que hace del resto de su vida? Estoy más segura que nunca de que no se va a casar.

—Claro que no se va a pelear con esa gente.

Por un momento no me contestó.

—Bueno, por la razón que sea —dijo sencillamente, después.

Pero se le escaparon unas lágrimas y yo hice a un lado la triste comedia.

VII

Pude ponerla de lado, pero no pude realmente librarme de ella; ni, sin duda, lo deseaba, porque tener en la vida de una, año tras año, una cuestión particular, o dos, sobre las cuales no se pueda una decidir, es lo que nos permite no caer en la estupidez. Hubo poca necesidad de que recomendara reserva a Lavinia: obedeció, por lo que hace a su impenetrable reserva, excepto conmigo, a un instinto, a un interés propio. Por consiguiente nunca dejamos «de lado» al pobre Marmaduke; fuimos mucho más tiernas y ella, además, orgullosa; en cuanto a mí, no tenía, a fin de cuentas, otra persona que gozara de su confianza. No nos llegó ningún eco del extraño papel que Marmaduke representaba en casa de los Dedrick; y no puedo decirles hasta qué punto este hecho, por sí mismo, hizo que me familiarizara poco a poco con el encanto bajo el cual él vivía. Lo encontré en «salidas» de tarde en tarde, generalmente en cenas. Había llegado a parecer una persona de posición y de historia. Sonrosado, con apariencia de rico, gordo, decididamente gordo al fin, tenía algo de la blandura —aunque no excesiva— de un joven jefe de una empresa hereditaria. Si los Dedrick hubieran sido banqueros, él habría sido el futuro de la casa. Hubo, no obstante, un largo período durante el cual, a pesar de que todos estábamos tanto en Londres, Marmaduke desapareció de mis conversaciones con Lavinia. Teníamos conciencia, las dos, de su ausencia en ellas; pero comprendíamos que hay cosas que son inexplicables y que de hecho, en todo caso, no tenían ninguna relación con que viéramos o no a nuestro amigo. Yo estaba segura, y así resultó, de que Lavinia le veía. Pero hubo momentos en que para mí no existía.

Uno de éstos fue cierta tarde de domingo, tan desagradablemente húmeda en que, dando por supuesto que no recibiría ninguna visita, me había sentado junto al fuego con un libro —una novela de actualidad y de éxito— cuya lectura me prometía terminar confortablemente. De pronto, aunque absorto, oí el ruido de alguien que llamaba a la puerta y recuerdo que di un gruñido de inhospitabilidad. Pero mi visitante resultó ser Marmaduke, y Marmaduke resultó ser más interesante que la novela que leía, quizá debido a que, dado el punto a que habíamos llegado, no contaba con él. Por una casualidad fue así; por el grueso de un cabello pudo ser lo contrario. No había venido a hablar, había venido sólo a charlar, a demostrar, una vez más, que podíamos continuar siendo buenos amigos sin hablar. Pero contaban las circunstancias: el fuego insidioso de la chimenea, las cosas de la pieza, con sus recuerdos de otros tiempos; quizá también mi libro, mirándolo desde el lugar donde yo lo había dejado para que lo viera y dándole la oportunidad de sentir que podía superar a Wilkie Collins. Había, en todo caso, una promesa de intimidad, de oportunidad para él en la tempestad que se estrellaba contra las ventanas. Estaríamos solos, cómodos y seguros.

Estas impresiones dieron un resultado tanto más interesante cuanto lo que trataban era, después lo vi, no el deseo de un efecto sino sencillamente un espíritu de felicidad que necesitaba rebosar. Había llegado a ser demasiado para él. Su pasado, acumulándose año tras año, había llegado a ser muy interesante. Pero al mismo tiempo, él estaba estupefacto. No recuerdo qué punto de nuestros chismes preliminares hizo que, para una u otra explicación, Marmaduke dijera: «Cuando un hombre ha tenido durante unos meses lo que yo he tenido, ¡figúrate!» Al parecer la moraleja era que nada, en cuestiones de experiencia humana de lo exquisito, podía ya importar especialmente. No obstante, se dio cuenta de que yo no ajustaba inmediatamente su reflexión a un caso determinado y continuó, con una franca sonrisa: «Me miras confundida, como si sospecharas que aludo a algo de lo que usualmente no se habla; pero te aseguro que no me refiero a nada más reprensible que nuestro bendito compromiso.»

—¿Vuestro bendito compromiso?

No pude evitar el tono en que le contesté, pero la manera en que se desentendió de aquello fue algo de lo cual todavía ahora siento la influencia. Fue sólo una mirada, pero puso fin a mi tono para siempre. Hizo que un instante después yo desviara mi mirada hacia el fuego —una mirada endurecida— e incluso que me ruborizara un poco. En este momento vi mis alternativas y escogí, de manera que cuando nos miramos a los ojos otra vez yo me sentía bastante bien dispuesta:

—¿Todavía te das cuenta —pregunté con simpatía— de lo mucho que hizo por ti?

Había dicho apenas estas palabras cuando comprendí que señalaban desde aquel momento el buen camino. Instantáneamente todo fue diferente. La cuestión principal sería si yo era capaz de seguirlo. Recuerdo que sólo unos minutos después, por ejemplo, esta cuestión lanzó una llamarada. Su contestación había sido abundante e imperturbable y había comprendido alguna alusión a la manera cómo la muerte hace resaltar las cosas más inanimadas que la hayan precedido; ante lo cual me sentí de pronto tan inquieta como si él me diera miedo. Me levanté para encargar el té y Marmaduke continuó hablando… Hablando de Maud—Evelyn y de lo que la chica había sido para él. Cuando vino el sirviente, prolongué nerviosamente, adrede, la orden, que me permitió hablar sin pensar; en lo que realmente pensaba era en volver al asunto después de una breve pausa. La tentación era fuerte: las mismas influencias que habían pesado sobre mi interlocutor pesaron durante uno o dos minutos sobre mí. Debería, sorprendiéndole inadvertido, decirle directamente: «Dime, aclárame esto de una vez para siempre: ¿eres el más desvergonzado y el más vil de los cazadores de fortunas o sólo es que de una manera más inocente y más agradable se te ha ablandado el cerebro?» Pero perdí la oportunidad, lo cual, más tarde, no tuve que lamentar. Salió el criado y me enfrenté de nuevo con Marmaduke, el cual continuaba hablando. Le miré a los ojos otra vez y sentí el mismo efecto. Si le había ocurrido algo a su cerebro, el efecto era tal vez el dominio de la mirada del loco. Bueno, Marmaduke era el más cómodo y el más amable de los locos. Cuando volvió el sirviente con el té estaba dispuesta a todo. Por «todo» quiero decir mi trato subsiguiente del caso. Era —el caso era— realmente interesante. Como todo lo demás, recuerdo la escena: el ruido del viento y de la lluvia, la vista de la plaza vacía, fea, sin coches y la luz de la tempestad primaveral; la manera cómo, absortos, sin que nada nos interrumpiera, tomamos el té junto al fuego de la chimenea. Me encontró receptiva y yo me sentí capaz de parecer sencillamente grave y bondadosa cuando él dijo, por ejemplo: «Su padre y su madre, realmente, el primer día —el día que me recogieron en Splügen— me reconocieron como el hombre adecuado.»

—¿El hombre adecuado?

—Para ser su yerno. Querían que su hija hubiera tenido, entiéndeme, todo.

—Bueno, si no lo había tenido —dije, tratando de mostrarme divertida— ¿no queda todo arreglado?

—Está arreglado ahora —replicó Marmaduke—, ahora que lo tenemos todo. Mira, no podrían quererme tanto —Marmaduke deseaba que yo comprendiera— si no vieran en mí el hombre adecuado.

—Comprendo, es muy natural.

—Esto excluía la posibilidad de cualquier otro.

—Oh, no habría dado buen resultado —dije riéndome.

Su satisfacción era impenetrable, espléndida.

—Mira, no podían hacer mucho, los viejos, y ahora menos, con el futuro; de manera que tenían que hacer lo que pudieran con el pasado.

—Y parece que han hecho mucho.

—Todo, sencillamente todo —repitió Marmaduke.

Luego tuvo una idea, aunque sin insistencia ni importunidad. Noté que se le animaba el rostro.

—Si quisieras ir a Westbourne Terrace…

—¡Oh, no me hables de eso! —estallé yo—. No sería muy decente ahora. Habría ido, en todo caso, diez años atrás. Marmaduke vio, con su buen humor, más allá.

—Entiendo lo que quieres decir. Pero ahora hay allí mucho más que antes.

—Lo creo. Han comprado más cosas. No obstante…

Resistí a mi curiosidad. Marmaduke no me presionó, pero quiso informarme.

—Han amoblado nuestra habitación, completamente, y no creo que hayas visto nunca nada tan bonito, porque su buen gusto era extraordinario. Creo que también yo tengo algo que ver en eso.

Luego, como si se diera cuenta de que yo estaba de nuevo desconcertada, continuó diciendo:

—Te estoy hablando de la suite preparada para nuestro matrimonio.

Hablaba como un príncipe de la Corona.

—Las habitaciones estaban amobladas hasta el último detalle, no había que poner allí nada más. Y están como estaban, no se ha movido ni un mueble, no se ha alterado ningún detalle, nadie más que nosotros entra allí. Se conserva todo con mucho cuidado. Todos nuestros regalos de boda están en la suite. Me habría gustado enseñártelos.

Era ya un tormento. Me di cuenta de que había cometido un error. Y me hice atrás.

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