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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (66 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Se ha ido. Y ¿cómo —insistió— lo has logrado?

—Caramba, mi pequeña bobalicona —Miss Amy habló de una forma un tanto insólita—, me fui a París.

—¿A París?

—Para ver qué podía traerme; algo que no pudiera, que no debiera, traerme. ¡Para dar un golpe! —especificó Miss Amy.

Pero su amiga continuó despistada:

—¿Dar un golpe?

—Quiero decir, colarlo por la aduana: de estraperlo. Fue sólo ante esto cuando alboreó una lucecita en el entendimiento de Miss Susan:

—¿Querías hacer contrabando? ¿Era ése tu plan?

—Mío no: de él—dijo Miss Amy—. Lo que él quería no era que se gastase en él «dinero donado por motivos de conciencia» —añadió, riéndose ahora abiertamenteTodo lo contrario: quería que se realizase una gesta temeraria como las de los audaces aventureros de antaño; quería que se asumiese un gran riesgo. Y yo lo asumí. —Y, triunfante, se puso en pie de un brusco salto.

Su compañera, boquiabierta, la miró de hito en hito:

—¿Habrían podido ahorcarte a ti también?

Miss Amy alzó la mirada hacia las cárdenas estrellas y respondió:

—Sí, si me hubiese visto en la necesidad de defenderme. Pero por fortuna no fue necesario. Aquello que quería yo colar, lo logré colar —espetó cada vez más radiantemente a medida que hablaba—. Victoriosamente. Para aplacarlo los burlé. Corrí un riesgo en Dover, pero nunca se sabrá.

—Y ¿dónde llevabas escondido aquello?

—En mi persona.

A causa del estremecimiento que esto le produjo, Miss Susan se incorporó, y permanecieron ambas de pie, juntas en la noche.

—¿Tan pequeño era? —musitó en su asombro la prima mayor.

—Era lo bastante grande para satisfacerlo a él —contestó su compañera con cierto matiz de sequedad—. Lo elegí, tras reflexionar mucho sobre el particular, de entre la lista de objetos confiscables.

La lista de objetos confiscables refulgió un instante ante la mente de Miss Susan, logrando sugerirle, empero, tan sólo una desilusionada conjetura:

—¿Fue un Tauchnitz?

Miss Amy tornó a comunicarse con las estrellas de agosto y replicó:

—Era el espíritu del acto lo que importaba.

—¿Conque fue un Tauchnitz? —insistió su amiga.

Por último, ella descendió la mirada, y las señoritas Frush se encaminaron juntas hacia la mansión.

—En fin, él ya está satisfecho.

—Sí, y —reflexionó Miss Susan un tanto melancólicamente mientras andaban— ¡tú al final pudiste disfrutar de tu semana en París!

LA ESQUINA ALEGRE

The Jolly Corner (1908)

I

Todo el mundo me pregunta qué «pienso» de todo —dijo Spencer Brydon—; y yo respondo como puedo, eludiendo o desviando la pregunta, quitándome a la gente de encima con cualquier tontería. En realidad a nadie le debería importar —prosiguió—, pues aun cuando fuera posible satisfacer de ese modo (parece que me estuvieran diciendo: «¡La bolsa o la vida!») demandas tan estúpidas en torno a un tema de tanta trascendencia, lo que yo «pensara» seguiría teniendo que ver casi exclusivamente con algo que sólo me afecta a mí.

Hablaba con la señorita Staverton: desde hacía dos meses no había dejado pasar una sola ocasión de hablar con ella. La situación se presentó así de hecho; aquella disposición, aquel recurso, el alivio y el apoyo que le brindaban, enseguida ocuparon el primer lugar en medio de la larga serie de sorpresas, escasamente mitigadas, que concurrieron en la circunstancia de su regreso a los Estados Unidos, extrañamente demorado durante tanto tiempo. De un modo u otro, todo constituía motivo de sorpresa, lo cual cabía considerarlo natural cuando desde hacía tanto tiempo y de modo tan consistente alguien lo descuidaba todo, esforzándose por que quedara tanto margen para las sorpresas. Spencer Brydon les había concedido a las sorpresas un margen de más de treinta años (treinta y tres, para ser exactos), y ahora le parecía que las sorpresas, a su vez, habían organizado un espectáculo en consonancia con la magnitud de la licencia que se les había dado. Cuando Brydon se fue de New York contaba veintitrés años de edad; hoy tenía cincuenta y seis. Es decir, a menos que calculara el transcurso del tiempo conforme a una sensación que le había asaltado varias veces después de su repatriación, en cuyo caso habría vivido más tiempo del que normalmente le es asignado al ser humano. No paraba de repetirse a sí mismo que habría hecho falta un siglo, y así también se lo decía a Alice Staverton; habrían hecho falta una ausencia más prolongada y una mentalidad más distanciada que aquéllas de las que era culpable para asimilar las diferencias, la novedad, la extrañeza, y sobre todo la grandeza, que, para bien, o para mal, asaltaban en aquellos momentos su visión, mirara donde mirara.

No obstante, durante todo aquel tiempo, el hecho más relevante fue comprobar la ociosidad de todo cálculo anticipado. En efecto, Spencer Brydon se había pasado década tras década augurando —del modo más inteligente y liberal que imaginarse pueda— cambios llamativos. Ahora comprobaba que sus augurios quedaban en nada; echó en falta lo que estaba seguro de ir a encontrarse y se encontró lo que jamás había imaginado. Las proporciones y los valores estaban trastocados; las cosas feas que se esperaba, las cosas feas de su lejana juventud (Spencer Brydon fue sensible a lo feo desde una edad muy temprana), pues bien, ahora resultaba que aquellos fenómenos misteriosos más bien ejercían encanto sobre él. Por el contrario, las cosas vistosas, las cosas modernas, monstruosas y célebres, las que había venido a ver más concretamente, al igual que lo hacían todos los años miles de curiosos ingenuos, aquellas cosas eran precisamente la causa de su desazón. Eran otras tantas trampas dispuestas a fin de desagradar, dispuestas sobre todo a fin de provocar una reacción, y él, que no dejaba de moverse un instante, estaba pisando constantemente los resortes que accionaban aquellas trampas. No cabía duda de que todo aquel espectáculo era interesante, pero habría resultado excesivamente desconcertante de no ser porque la existencia de cierta verdad de carácter más sutil salvaba la situación. Bajo aquella otra luz más duradera se apreciaba con claridad que Spencer Brydon no había regresado a su país exclusivamente para ver las monstruosidades; había ido (la conclusión era idéntica tanto si se analizaba detenidamente su acción como si sólo se hacía una valoración superficial de la misma) obedeciendo a un impulso que nada tenía que ver con las monstruosidades mencionadas. Había venido (expresándolo de un modo ampuloso) a ver lo que le pertenecía, de lo cual se había mantenido a una distancia de cuatro mil millas durante un tercio de siglo; o (expresándolo con menos sordidez) había cedido al deseo de volver a ver la casa que tenía en el rincón feliz (como solía llamarlo cariñosamente) donde viera la luz por primera vez, donde varios miembros de su familia vivieron y murieron, donde había pasado las vacaciones de su infancia (el curso escolar siempre duraba demasiado) y recogido las pocas flores sociales de su adolescencia sin calor; ahora, merced a los fallecimientos sucesivos de dos hermanos suyos y a la cancelación de antiguos acuerdos, aquel lugar al que había sido ajeno durante tanto tiempo, pasaba enteramente a sus manos. Era titular de otra propiedad, no tan «buena» como la primera. (El rincón feliz, desde hacía mucho tiempo había ido ampliándose y revistiéndose de un carácter sagrado, ambas cosas en grado superlativo). El valor de aquellas dos propiedades constituía la esencia de su capital y sus ingresos de los últimos años procedían de sus rentas respectivas, las cuales (gracias a que eran originariamente excelentes) jamás llegaron a ser muy bajas. Podría seguir en Europa, que era donde se había acostumbrado a vivir, con el producto de aquellos prósperos arrendamientos neoyorquinos; y la cosa iba a ser mejor aún, pues, habiendo expirado el plazo de doce meses correspondiente al arrendamiento de la segunda edificación, la que para él no pasaba de ser un mero número en una calle, la posibilidad de renovarla con elevado aumento resultó gratamente factible.

Las dos eran propiedades suyas, cierto, pero desde su llegada se dio cuenta de que cada vez distinguía más entre ellas. La casa que era un número en una calle (que antes constaba de dos cuerpos de aspecto severo, orientados hacia el oeste) ya se hallaba en proceso de reconstrucción, convertida en un alto bloque de viviendas; Brydon había aceptado hacía algún tiempo la propuesta de efectuar aquella transformación, y ahora que se estaba llevando a cabo, no había sido su menor causa de asombro el descubrimiento sobre el terreno (y pese a que carecía de la más mínima experiencia en aquellas lides) de que era capaz de desarrollar aquella actividad con cierta inteligencia, casi con cierta autoridad. Había vivido dándole la espalda a preocupaciones de aquella índole, con la cara vuelta hacia inquietudes de un orden tan diferente que apenas sabía cómo tomarse la bulliciosa aparición de su capacidad para los negocios y su sentido de la construcción, ocultos en una zona de su cerebro hasta entonces jamás explorada. Aquellas virtudes, ahora tan comunes en el ámbito en que se movía, habían permanecido aletargadas en la estructura de su ser, donde cabía decir que no habría tenido nada de raro que hubieran dormido el sueño de los justos. Por aquel entonces, en medio de un espléndido tiempo otoñal (al menos el otoño era una bendición sin tacha en aquel lugar horrible) deambulaba por su «obra», sin sentirse intimidado, experimentando una agitación interior; no le preocupaba lo más mínimo que toda aquella proposición —como decía— fuera sórdida y vulgar, y estaba dispuesto a subir por escaleras de mano, a pasar por encima de tablones, a transportar materiales y a dar la impresión de saber lo que se traía entre manos; en resumidas cuentas, a formular preguntas, hacer frente a las explicaciones y meterse en números sin dudarlo.

Lo encontraba divertido y estaba verdaderamente encantado; y, por los mismos motivos, lo encontraba aún más divertido Alice Staverton, aunque tal vez se la viera menos encantada. Sin embargo, ella no iba a mejorar con aquello, mientras que él sí, y de un modo asombroso: ahora, en el atardecer de la vida de Alice Staverton, y Spencer Brydon lo sabía, no era probable que se le presentase a aquella dama posibilidades de mejorar su situación de propietaria y ocupante delicadamente frugal de la casita de Irving Place, lugar al que ella había sabido mantenerse unida a lo largo de una vida que había transcurrido casi ininterrumpidamente en New York.

Si ahora Brydon había encontrado aquella mejor que cualquier otra dirección perdida en medio de las horribles numeraciones que se multiplicaban por doquier haciéndole ver la ciudad como si fuera una página de un libro de contabilidad, enorme, desmesurada, prodigiosa, plagada de renglones, cifras y tachaduras; si había adquirido aquel hábito reconfortante, ello se debía en no poca medida al encanto que para él tenía el haber encontrado y reconocido en medio de la vasta desolación masificada (yendo más allá de la concepción burda y simple que establecía como valores universales la riqueza, la fuerza y el éxito) un pequeño remanso donde los objetos y las sombras, todas las cosas delicadas, conservaban la pureza de las notas que desgrana una voz de agudo registro, perfectamente educada; un lugar impregnado por el sentido de la economía del mismo modo que los aromas impregnan los jardines. La antigua amiga de Brydon vivía en compañía de una doncella y se ocupaba personalmente de limpiarle el polvo a los recuerdos, despabilar las bujías y bruñir la plata; siempre que podía se mantenía alejada de las horrendas aglomeraciones modernas, pero salía al paso y presentaba batalla cuando lo que entraba en juego era el «espíritu», espíritu que (acababa por confesar, con orgullo y un punto de timidez) correspondía a tiempos mejores, a un periodo común a ellos dos, en el que reinaba un orden social remotísimo, antediluviano. Cuando era necesario, Alice Staverton utilizaba el tranvía, aquel horrible engendro al que la gente se encaramaba atropelladamente, como si fueran náufragos luchando aterrorizados por subirse a un bote salvavidas; afrontaba con expresión impenetrable, haciendo un esfuerzo, todas las conmociones y sufrimientos públicos; y lo hacía con el garbo y el donaire engañosos de su aspecto físico, que planteaban el desafío de pronunciarse sobre si era una mujer joven y agraciada que parecía mayor por causa de los problemas o bien una mujer delicada, de cierta edad, que parecía más joven porque sabía reaccionar con indiferencia ante las circunstancias. Spencer Brydon la encontraba tan exquisita (sobre todo cuando Alice evocaba como algo precioso recuerdos e historias de las que él formaba parte) como una flor pálida que se guarda aplastada entre las páginas de un libro (algo raro de ver, por tanto) y, a falta de otras muestras de ternura, ella constituía una recompensa suficiente para el esfuerzo de Brydon. Poseían en común el conocimiento (al que ella aludía como «nuestro», adjetivo discriminatorio que siempre estaba en sus labios) de presencias de la era anterior, presencias que, en el caso de él, se hallaban ocultas bajo una serie de capas: su experiencia de hombre, su libertad de viajero, el placer, la infidelidad; episodios de la vida que eran para ella algo oscuro y desconocido y que podrían resumirse en la palabra «Europa». Pero cuando recibían la pía visita de aquel espíritu, que la señorita Staverton no había perdido jamás, seguían siendo presencias sin empañar, presencias queridas, expuestas a la luz.

Un día Alice le acompañó a ver cómo iba ganando altura su edificio de viviendas; él la ayudaba cuando había que sondear alguna zanja y le explicaba en qué consistían los planes. Sucedió que cuando se encontraban allí tuvo lugar, en presencia de ella, una discusión breve pero viva con el encargado, el representante de la empresa constructora que se ocupaba de la obra. Spencer Brydon pensó de sí mismo que había sabido conducirse con mucha firmeza ante el personaje citado. Este había omitido la ejecución de algún detalle que figuraba entre las condiciones acordadas por escrito y Spencer defendió su postura con tanta brillantez que Alice, además de ruborizarse en el momento (poniéndose más bonita que nunca), pues se sentía partícipe de su victoria, le dijo posteriormente (aunque con un leve toque de ironía) que evidentemente había dejado desatendido durante muchos años un auténtico don. Si no se hubiera ido de su país se habría anticipado al inventor del rascacielos.

Si no se hubiera ido de su país habría descubierto su genio a tiempo y lo habría puesto en funcionamiento hasta dar con alguna variedad arquitectónica nueva y espantosa que habría sabido convertir en un filón de oro.

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